La realidad de la muerte también tiene solución, cuando somos capaces de encontrarle un sentido, de encajarla en la luz de la esperanza cristiana y de estar dispuestos a poner en marcha todo lo que implica un verdadero trabajo de elaboración del duelo de manera integral. Entonces, lo que humanamente hubiera de constituir un motivo de hundimiento psicológico y humano, se convierte en una fuente de energía para seguir viviendo la vida con nuevos horizontes. Y entendemos que merece la pena creer, amar y luchar, porque hasta esa realidad última y demoledora puede llegar a tener una solución positiva y saludable.
Ante la muerte, el ser humano experimenta casi inevitablemente un conjunto de sentimientos dominados por el desconcierto, la impotencia y el miedo. Tal vez es ante la muerte donde aparecen con más claridad la verdad y los límites de la cultura actual, que no sabe exactamente qué hacer con ella, si no es ocultarla y retardar al máximo su inevitable llegada. La Iglesia –tal y como asegura J. A. Pagola– ha de escuchar “las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo”, como afirmaba la Gaudium et Spes, ante la muerte. Ella está llamada a ser también hoy la comunidad de la esperanza, y su primera tarea es despertarla en el corazón de los hombres. Ahí encuentra su verdadera identidad; lo que le convierte en testigo del Resucitado.
A lo largo de estas páginas voy a ir aportando retazos de la entrevista que en una publicación mensual se le hizo a Julia, una joven manchega que tiempo atrás sufrió un accidente de tráfico que truncó las ilusiones y esperanzas de su familia. La pérdida de su marido y dos de sus hijos todavía muy niños, a los que amaba profundamente, constituyen una ausencia enorme; pero su cercanía a Dios, a su hijita nacida tan sólo un mes después del accidente y el amor de sus padres y hermanos son para ella unos firmes baluartes en el actual proceso de recuperación y elaboración del duelo.
Pero no en todos los procesos de pérdida se da una actitud creyente similar. Debilitada la fe, ha crecido la incertidumbre sobre la vida después de la muerte. Personas que se dicen cristianas admiten no creer en la resurrección. Poco a poco, penetra en algunos sectores la creencia más o menos confusa en alguna especie de reencarnación. Poco a poco, la muerte de bastantes personas se ha convertido así en un hecho despersonalizado, integrado en el proceso secular de la existencia técnica, y vaciado, en gran parte, de un contenido humano y religioso.
Un año más por estas fechas, la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos nos sitúa frente al misterio de la muerte y los diversos sentimientos que despierta: miedo, impotencia, desconcierto… Una terca evidencia, que nos llama a acompañar en el dolor a enfermos y familiares, a la búsqueda de un consuelo que reconforte desde la fe en este inevitable trance. La presente reflexión, que Ramón Martín Rodrigo compartió durante unas Jornadas Nacionales de Delegados de Pastoral de la Salud (2007), nos invita ahora a redescubrir la pastoral del duelo como mano tendida de la Iglesia y una de las más entrañables formas de evangelizar en el mundo de hoy.
* OH- Coordinador del Equipo de Pastoral de la Fundación Instituto San José de Madrid
Ante la muerte, el ser humano experimenta casi inevitablemente un conjunto de sentimientos dominados por el desconcierto, la impotencia y el miedo. Tal vez es ante la muerte donde aparecen con más claridad la verdad y los límites de la cultura actual, que no sabe exactamente qué hacer con ella, si no es ocultarla y retardar al máximo su inevitable llegada. La Iglesia –tal y como asegura J. A. Pagola– ha de escuchar “las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo”, como afirmaba la Gaudium et Spes, ante la muerte. Ella está llamada a ser también hoy la comunidad de la esperanza, y su primera tarea es despertarla en el corazón de los hombres. Ahí encuentra su verdadera identidad; lo que le convierte en testigo del Resucitado.
A lo largo de estas páginas voy a ir aportando retazos de la entrevista que en una publicación mensual se le hizo a Julia, una joven manchega que tiempo atrás sufrió un accidente de tráfico que truncó las ilusiones y esperanzas de su familia. La pérdida de su marido y dos de sus hijos todavía muy niños, a los que amaba profundamente, constituyen una ausencia enorme; pero su cercanía a Dios, a su hijita nacida tan sólo un mes después del accidente y el amor de sus padres y hermanos son para ella unos firmes baluartes en el actual proceso de recuperación y elaboración del duelo.
Pero no en todos los procesos de pérdida se da una actitud creyente similar. Debilitada la fe, ha crecido la incertidumbre sobre la vida después de la muerte. Personas que se dicen cristianas admiten no creer en la resurrección. Poco a poco, penetra en algunos sectores la creencia más o menos confusa en alguna especie de reencarnación. Poco a poco, la muerte de bastantes personas se ha convertido así en un hecho despersonalizado, integrado en el proceso secular de la existencia técnica, y vaciado, en gran parte, de un contenido humano y religioso.
Un año más por estas fechas, la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos nos sitúa frente al misterio de la muerte y los diversos sentimientos que despierta: miedo, impotencia, desconcierto… Una terca evidencia, que nos llama a acompañar en el dolor a enfermos y familiares, a la búsqueda de un consuelo que reconforte desde la fe en este inevitable trance. La presente reflexión, que Ramón Martín Rodrigo compartió durante unas Jornadas Nacionales de Delegados de Pastoral de la Salud (2007), nos invita ahora a redescubrir la pastoral del duelo como mano tendida de la Iglesia y una de las más entrañables formas de evangelizar en el mundo de hoy.
* OH- Coordinador del Equipo de Pastoral de la Fundación Instituto San José de Madrid
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