Con mucha frecuencia en nuestras conversaciones aparecen inconscientemente expresiones que se refieren a Dios. Entre ellas, me llama la atención que últimamente se ha puesto muy de moda utilizar la expresión “divino de la muerte” para referirse a algo (o alguien) que nos gusta mucho, que es estupendo, etc. Y sacándole un poco de miga, esta coloquial expresión me va a servir para hablar de nuestra imagen de Dios, de la vida y de la muerte. Pues creo que Dios —al menos el que nos muestra Jesucristo— sería más bien “divino de la vida”…
Es evidente que la realidad de la muerte —cuanto más cercana, con más intensidad— a menudo nos remueve, cuestiona y desmonta nuestro concepto de la vida, del ser humano y de Dios. Podríamos decir que la muerte nos sitúa en la vida. Y ante la experiencia de la muerte no caben las respuestas “de libro”, no valen los razonamientos simplistas, pues —nunca mejor dicho— nos va la vida en ello. Cualquiera de nosotros habrá acudido en diversas ocasiones a funerales o velatorios. Y creo no equivocarme mucho si digo que a menudo las palabras que hemos escuchado (o pronunciado) en esos difíciles momentos no han sido motivadoras ni portadoras de esperanza, sino más bien resignadas, pesimistas, insensibles, y hasta “poco humanas”. Especialmente cuando se produce una muerte inesperada, violenta, de una persona joven, ocasiones en las que son habituales las expresiones «Dios se lo ha llevado y él sabrá por qué», «existe un destino, que es la voluntad de Dios», «tenía predestinada una muerte así», «El Señor nos pone a prueba», «Dios se lleva a los mejores»… O como la última que escuché hace apenas diez días, de boca de un sacerdote: «ahora os recomiendo una cosa a los familiares: cuantas menos lágrimas, mejor».
Me pregunto qué imagen de Dios, del ser humano, del sufrimiento y la muerte, dejan entrever todas estas afirmaciones. Humanamente me asusta esa resignada aceptación de la muerte, y más aún la insensibilidad que camufla el dolor y ni siquiera deja vivir el duelo por la pérdida de un ser querido. ¡¡Si el mismo Jesús lloró la muerte de su amigo Lázaro!! Esas actitudes me recuerdan al personaje de la madre en la polémica película “Camino”, que parece no sentir dolor alguno por la muerte de su hija adolescente (ni de otro bebé que perdió al poco de nacer). Es desgarrador, y por desgracia este tipo de mentalidad —eso sí, no tan extremista— se da también fuera de la ficción, entre los creyentes. Y siempre justificada desde “la voluntad de Dios”…
Pero ¿de qué Dios? ¿Un Dios caprichoso y cruel, que quiere arrebatar su hijo a unos padres de manera violenta? ¿Puede Dios “jugar a los dados” de esa manera con las personas y manejar la vida a su antojo, ensañándose y poniendo “pruebas” como ésta? ¿Es ése el Dios cristiano? Si es así, yo me borro ahora mismo…
Es cierto que, ante situaciones como ésta que nos desbordan, buscamos explicaciones como sea, y si tenemos fe, tratamos de darle un sentido creyente. Todo eso es legítimo y comprensible. La muerte no deja nunca de ser un misterio, más aún la de un ser querido, y la vida sigue siendo un regalo, un don del que no somos dueños, y que tiene “fecha de caducidad”. Pero no puedo creer que Dios sea tan cruel y caprichoso como para jugar de esa manera con el regalo que nos ha hecho. Al menos si hablamos del Dios del Evangelio, el Padre que Jesús nos ha revelado. Por Él tenemos la esperanza y la certeza de que la muerte no es el final, pues nos ha prometido una vida plena a su lado. Pero eso no le da “derecho” a recrearse en su omnipotencia y hacer de su voluntad un caprichoso azar que nos tenga “en vilo”. Me rebelo contra esa imagen de Dios, que de ninguna manera es la del Dios revelado en Jesucristo.
Entonces —preguntarán algunos— ¿qué explicación tienen sucesos tan trágicos como los accidentes, asesinatos u otras muertes fortuitas? ¿Qué cabe decir o pensar de Dios? ¿Está Él detrás de todo eso? ¿De qué manera? No es fácil responder a ninguna de esas preguntas, pero creo que hacemos un flaco favor a Dios y al ser humano si pretendemos explicarlas poniendo “verde” a Dios. Porque de este modo, convertimos a Dios en un sádico y despiadado señor, y al hombre en un títere sin libertad, a merced de las caprichosas decisiones de Dios. Más aún si para colmo lo justificamos todo desde el infinito amor que Él nos tiene, desde “lo mucho que nos ama”. Algo que también he oído en funerales más de una vez…
Como personas, necesitamos responder a los porqués de nuestra vida, no podemos aceptar que algo quede sin explicación o demostración, nos cuesta admitir las dosis de misterio que incluyen nuestra vida y nuestra fe. Quizá sea más “fácil” cargar toda la responsabilidad en Dios y resignarse pensando que “Él sabrá”… Con todos mis respetos, creo que nos falta fe, porque no terminamos de fiarnos de ese Dios que nos ha hablado en Jesús, su Hijo que ha venido para darnos vida, y vida en abundancia (Jn 10, 10). El Hijo que, más que dar explicaciones, luchó contra el sufrimiento de los hombres y mujeres, para que no perezca ninguno de los que el Padre le confió (Jn 3, 14). El Hijo que asumió plenamente nuestra condición humana, con sus debilidades y sufrimientos, y desde ella nos llamó a una Vida en plenitud. El Hijo que sufrió y murió en la cruz, porque nos amó hasta el extremo (Jn 13, 1).
Este Dios, que es esencialmente amor y vida con mayúsculas, que se entrega a sí mismo para dar vida a sus hijos, este Dios cuya gloria es “el hombre vivo” (san Ireneo), no puede de ningún modo desear el dolor del hombre, no puede imponerle el sufrimiento como prueba de su amor. Este Dios está con el hombre, sufre con el que sufre, llora con el que llora, se remueven sus “entrañas” cuando uno de nosotros hace un uso inhumano de su libertad. Dios no nos carga con el sufrimiento, no es el autor o causante de nuestro dolor, pero sí nos da fuerza para sostenernos en el dolor, sí nos acompaña en estas situaciones —que llegan más tarde o más temprano—, sí alienta nuestra esperanza para afrontar el futuro que se ha visto nublado con una desgracia. No conocemos la mente de Dios, pero su voluntad es ante todo salvadora y liberadora, no lo olvidemos. De ninguna manera puede ser una “losa” que caiga sobre nuestra historia cruel e irremediablemente. Si es así, nuestra fe se volverá tremendamente inhumana.
Así que, sin ánimo de dar lecciones a nadie, me quedo con mi fe, quizá insegura y débil. La fe en un Dios que está con el ser humano, compartiendo su sufrimiento y alimentando su esperanza. La fe que no tiene todas las respuestas y explicaciones, pero que trata de buscar sentido desde Dios. La fe que a veces tiene que hacer silencio ante el misterio, la fe que pide más fe. La fe que nace de sentirse querido y sostenido por Dios. La fe que mira a Dios con confianza, no con temor. La fe que no me priva del dolor, pero que me ayuda a vivirlo con esperanza. La fe que me llama a aliviar también el sufrimiento de los demás. La fe en el Dios del Evangelio… La fe en un Dios de vivos, no de muertos (Lc 20, 38). Un Dios “divino de la vida”.
* Guzmán Pérez es salesiano, licenciado en Filosofía y director de la revista FAST.
Es evidente que la realidad de la muerte —cuanto más cercana, con más intensidad— a menudo nos remueve, cuestiona y desmonta nuestro concepto de la vida, del ser humano y de Dios. Podríamos decir que la muerte nos sitúa en la vida. Y ante la experiencia de la muerte no caben las respuestas “de libro”, no valen los razonamientos simplistas, pues —nunca mejor dicho— nos va la vida en ello. Cualquiera de nosotros habrá acudido en diversas ocasiones a funerales o velatorios. Y creo no equivocarme mucho si digo que a menudo las palabras que hemos escuchado (o pronunciado) en esos difíciles momentos no han sido motivadoras ni portadoras de esperanza, sino más bien resignadas, pesimistas, insensibles, y hasta “poco humanas”. Especialmente cuando se produce una muerte inesperada, violenta, de una persona joven, ocasiones en las que son habituales las expresiones «Dios se lo ha llevado y él sabrá por qué», «existe un destino, que es la voluntad de Dios», «tenía predestinada una muerte así», «El Señor nos pone a prueba», «Dios se lleva a los mejores»… O como la última que escuché hace apenas diez días, de boca de un sacerdote: «ahora os recomiendo una cosa a los familiares: cuantas menos lágrimas, mejor».
Me pregunto qué imagen de Dios, del ser humano, del sufrimiento y la muerte, dejan entrever todas estas afirmaciones. Humanamente me asusta esa resignada aceptación de la muerte, y más aún la insensibilidad que camufla el dolor y ni siquiera deja vivir el duelo por la pérdida de un ser querido. ¡¡Si el mismo Jesús lloró la muerte de su amigo Lázaro!! Esas actitudes me recuerdan al personaje de la madre en la polémica película “Camino”, que parece no sentir dolor alguno por la muerte de su hija adolescente (ni de otro bebé que perdió al poco de nacer). Es desgarrador, y por desgracia este tipo de mentalidad —eso sí, no tan extremista— se da también fuera de la ficción, entre los creyentes. Y siempre justificada desde “la voluntad de Dios”…
Pero ¿de qué Dios? ¿Un Dios caprichoso y cruel, que quiere arrebatar su hijo a unos padres de manera violenta? ¿Puede Dios “jugar a los dados” de esa manera con las personas y manejar la vida a su antojo, ensañándose y poniendo “pruebas” como ésta? ¿Es ése el Dios cristiano? Si es así, yo me borro ahora mismo…
Es cierto que, ante situaciones como ésta que nos desbordan, buscamos explicaciones como sea, y si tenemos fe, tratamos de darle un sentido creyente. Todo eso es legítimo y comprensible. La muerte no deja nunca de ser un misterio, más aún la de un ser querido, y la vida sigue siendo un regalo, un don del que no somos dueños, y que tiene “fecha de caducidad”. Pero no puedo creer que Dios sea tan cruel y caprichoso como para jugar de esa manera con el regalo que nos ha hecho. Al menos si hablamos del Dios del Evangelio, el Padre que Jesús nos ha revelado. Por Él tenemos la esperanza y la certeza de que la muerte no es el final, pues nos ha prometido una vida plena a su lado. Pero eso no le da “derecho” a recrearse en su omnipotencia y hacer de su voluntad un caprichoso azar que nos tenga “en vilo”. Me rebelo contra esa imagen de Dios, que de ninguna manera es la del Dios revelado en Jesucristo.
Entonces —preguntarán algunos— ¿qué explicación tienen sucesos tan trágicos como los accidentes, asesinatos u otras muertes fortuitas? ¿Qué cabe decir o pensar de Dios? ¿Está Él detrás de todo eso? ¿De qué manera? No es fácil responder a ninguna de esas preguntas, pero creo que hacemos un flaco favor a Dios y al ser humano si pretendemos explicarlas poniendo “verde” a Dios. Porque de este modo, convertimos a Dios en un sádico y despiadado señor, y al hombre en un títere sin libertad, a merced de las caprichosas decisiones de Dios. Más aún si para colmo lo justificamos todo desde el infinito amor que Él nos tiene, desde “lo mucho que nos ama”. Algo que también he oído en funerales más de una vez…
Como personas, necesitamos responder a los porqués de nuestra vida, no podemos aceptar que algo quede sin explicación o demostración, nos cuesta admitir las dosis de misterio que incluyen nuestra vida y nuestra fe. Quizá sea más “fácil” cargar toda la responsabilidad en Dios y resignarse pensando que “Él sabrá”… Con todos mis respetos, creo que nos falta fe, porque no terminamos de fiarnos de ese Dios que nos ha hablado en Jesús, su Hijo que ha venido para darnos vida, y vida en abundancia (Jn 10, 10). El Hijo que, más que dar explicaciones, luchó contra el sufrimiento de los hombres y mujeres, para que no perezca ninguno de los que el Padre le confió (Jn 3, 14). El Hijo que asumió plenamente nuestra condición humana, con sus debilidades y sufrimientos, y desde ella nos llamó a una Vida en plenitud. El Hijo que sufrió y murió en la cruz, porque nos amó hasta el extremo (Jn 13, 1).
Este Dios, que es esencialmente amor y vida con mayúsculas, que se entrega a sí mismo para dar vida a sus hijos, este Dios cuya gloria es “el hombre vivo” (san Ireneo), no puede de ningún modo desear el dolor del hombre, no puede imponerle el sufrimiento como prueba de su amor. Este Dios está con el hombre, sufre con el que sufre, llora con el que llora, se remueven sus “entrañas” cuando uno de nosotros hace un uso inhumano de su libertad. Dios no nos carga con el sufrimiento, no es el autor o causante de nuestro dolor, pero sí nos da fuerza para sostenernos en el dolor, sí nos acompaña en estas situaciones —que llegan más tarde o más temprano—, sí alienta nuestra esperanza para afrontar el futuro que se ha visto nublado con una desgracia. No conocemos la mente de Dios, pero su voluntad es ante todo salvadora y liberadora, no lo olvidemos. De ninguna manera puede ser una “losa” que caiga sobre nuestra historia cruel e irremediablemente. Si es así, nuestra fe se volverá tremendamente inhumana.
Así que, sin ánimo de dar lecciones a nadie, me quedo con mi fe, quizá insegura y débil. La fe en un Dios que está con el ser humano, compartiendo su sufrimiento y alimentando su esperanza. La fe que no tiene todas las respuestas y explicaciones, pero que trata de buscar sentido desde Dios. La fe que a veces tiene que hacer silencio ante el misterio, la fe que pide más fe. La fe que nace de sentirse querido y sostenido por Dios. La fe que mira a Dios con confianza, no con temor. La fe que no me priva del dolor, pero que me ayuda a vivirlo con esperanza. La fe que me llama a aliviar también el sufrimiento de los demás. La fe en el Dios del Evangelio… La fe en un Dios de vivos, no de muertos (Lc 20, 38). Un Dios “divino de la vida”.
* Guzmán Pérez es salesiano, licenciado en Filosofía y director de la revista FAST.
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