Tan terrible la escena y el relato como el del domingo pasado. Pero con un final diferente. Es como esas películas en las que el director rueda dos finales y luego escoge según los gustos del público. El relato de la adúltera del domingo pasado terminaba en absolución. El relato de la pasión de Jesús termina en condena. Es una terrible paradoja. El que perdona, el que acoge, el que salva, se ve castigado, excluido, condenado.
Es como si toda su predicación, todo aquello por lo que ha entregado su vida, la misión que ha dado consistencia a su trayectoria vital, hubiese sido perfectamente inútil. La gracia y el perdón que regalo a manos llenas no le llegan a él. Si pasó su vida intentando salvar de la muerte a los hijos e hijas de Dios, al final no consigue salvarse a sí mismo de las fuerzas oscuras de la violencia gratuita que recorren el mundo. Su muerte es otra muerte inútil de las que él trató de evitar con todas sus fuerzas.
“¡Crucifícalo!”
Pero la vida sigue. El pueblo puede ser terriblemente cruel. Al principio, lo habían seguido multitudes. Acudían a él a presentarle sus dolores, sus enfermedades. Ahora son también multitud los que se dejan llevar por la violencia y gritan a coro “¡Crucifícalo!”. Ni siquiera los suyos le siguen. Pedro niega tres veces haberle conocido. En la oscuridad de la noche la primera norma es la de salvar el propio pellejo. Mejor que muera él y que yo pueda salvarme.
Sin darnos cuenta de que su muerte es la nuestra. De que toda muerte gratuita y violenta acorta nuestra propia vida. Pero el pueblo, y hasta los mismos discípulos, prefieren mirar a otro lado, mientras que se producen los hechos. Al final, un poco de sentimiento de culpabilidad por haber participado en el linchamiento de aquel hombre, por no haber hecho nada por impedirlo, por no haber dado un paso al frente y decir que... Ya sabemos todos que el sentimiento de culpabilidad con un poco de tiempo y, si acaso, con un poco de terapia y unas pastillas se supera con relativa facilidad.
Por el camino hemos dejado esa preciosa escena de la última cena de Jesús con sus discípulos. Jesús no era un ingenuo. Sabía lo que iba a pasar. Y, al momento de compartir el pan y el vino en la cena, dijo unas palabras que llenaban de sentido todo lo que iba a suceder. A Jesús no le atraparon. Jesús se entregó. Es importante el matiz.
Comprometido hasta el final
Jesús fue en todo momento el dueño de la situación. Su muerte no iba a ser sino el último acto de una forma de vivir que había asumido libremente hacía mucho tiempo como consecuencia de su experiencia única de Dios. Iba a confesar hasta el final que Dios es el de las parábolas del Reino, el de su cercanía con los marginados y pecadores, el de su atención exquisita a los enfermos, el que se preocupa de todos y cada uno, el que no apaga el pábilo vacilante ni termina de quebrar la caña cascada. La sabía. Era consciente de ello.
Y fue consecuente hasta el final. Aunque sabía que iba a ser duro. Eso es lo que nos muestra la escena de la oración en el Huerto. No era agradable lo que iba a suceder. Pero Jesús iba a ser fiel a su misión. Su confianza estaba puesta en el Padre más allá de to imaginable, de lo previsible, de lo prudente.
Era muy realista. En la misma escena de la última cena ya había visto lo que daban de sí sus discípulos. Después de tanto tiempo juntos, todavía seguían pensando quuién debía ser el primero entre ellos. ¡No habían entendido nada! Pero Jesús sigue repitiendo el mismo mensaje: ha venido a servir. Hay que renunciar al poder. El futuro, el Reino, está en el servicio. Y sigue confiando en ellos. Más allá de lo imaginable, de lo previsible, de lo prudente.
La historia termina con la muerte de Jesús. No hay respuesta a su confianza. Silencio y oscuridad. Rodeado de burlas. Abandonado de los suyos. Pero Jesús, murió confiando en el Padre. Y también en la humanidad. En los suyos que lo habían dejado solo. En los soldados que se burlaban de él. En los judíos que lo habían condenado. Seguía confiando en que el amor de Dios puede transformar los corazones. Detener la sangría de la violencia y dar comienzo a una nueva sociedad, a una nueva forma de vivir, al Reino de Dios. Esa confianza, esa entrega sin límites, ese amor hasta el final, ésa es nuestra salvación.
Es como si toda su predicación, todo aquello por lo que ha entregado su vida, la misión que ha dado consistencia a su trayectoria vital, hubiese sido perfectamente inútil. La gracia y el perdón que regalo a manos llenas no le llegan a él. Si pasó su vida intentando salvar de la muerte a los hijos e hijas de Dios, al final no consigue salvarse a sí mismo de las fuerzas oscuras de la violencia gratuita que recorren el mundo. Su muerte es otra muerte inútil de las que él trató de evitar con todas sus fuerzas.
“¡Crucifícalo!”
Pero la vida sigue. El pueblo puede ser terriblemente cruel. Al principio, lo habían seguido multitudes. Acudían a él a presentarle sus dolores, sus enfermedades. Ahora son también multitud los que se dejan llevar por la violencia y gritan a coro “¡Crucifícalo!”. Ni siquiera los suyos le siguen. Pedro niega tres veces haberle conocido. En la oscuridad de la noche la primera norma es la de salvar el propio pellejo. Mejor que muera él y que yo pueda salvarme.
Sin darnos cuenta de que su muerte es la nuestra. De que toda muerte gratuita y violenta acorta nuestra propia vida. Pero el pueblo, y hasta los mismos discípulos, prefieren mirar a otro lado, mientras que se producen los hechos. Al final, un poco de sentimiento de culpabilidad por haber participado en el linchamiento de aquel hombre, por no haber hecho nada por impedirlo, por no haber dado un paso al frente y decir que... Ya sabemos todos que el sentimiento de culpabilidad con un poco de tiempo y, si acaso, con un poco de terapia y unas pastillas se supera con relativa facilidad.
Por el camino hemos dejado esa preciosa escena de la última cena de Jesús con sus discípulos. Jesús no era un ingenuo. Sabía lo que iba a pasar. Y, al momento de compartir el pan y el vino en la cena, dijo unas palabras que llenaban de sentido todo lo que iba a suceder. A Jesús no le atraparon. Jesús se entregó. Es importante el matiz.
Comprometido hasta el final
Jesús fue en todo momento el dueño de la situación. Su muerte no iba a ser sino el último acto de una forma de vivir que había asumido libremente hacía mucho tiempo como consecuencia de su experiencia única de Dios. Iba a confesar hasta el final que Dios es el de las parábolas del Reino, el de su cercanía con los marginados y pecadores, el de su atención exquisita a los enfermos, el que se preocupa de todos y cada uno, el que no apaga el pábilo vacilante ni termina de quebrar la caña cascada. La sabía. Era consciente de ello.
Y fue consecuente hasta el final. Aunque sabía que iba a ser duro. Eso es lo que nos muestra la escena de la oración en el Huerto. No era agradable lo que iba a suceder. Pero Jesús iba a ser fiel a su misión. Su confianza estaba puesta en el Padre más allá de to imaginable, de lo previsible, de lo prudente.
Era muy realista. En la misma escena de la última cena ya había visto lo que daban de sí sus discípulos. Después de tanto tiempo juntos, todavía seguían pensando quuién debía ser el primero entre ellos. ¡No habían entendido nada! Pero Jesús sigue repitiendo el mismo mensaje: ha venido a servir. Hay que renunciar al poder. El futuro, el Reino, está en el servicio. Y sigue confiando en ellos. Más allá de lo imaginable, de lo previsible, de lo prudente.
La historia termina con la muerte de Jesús. No hay respuesta a su confianza. Silencio y oscuridad. Rodeado de burlas. Abandonado de los suyos. Pero Jesús, murió confiando en el Padre. Y también en la humanidad. En los suyos que lo habían dejado solo. En los soldados que se burlaban de él. En los judíos que lo habían condenado. Seguía confiando en que el amor de Dios puede transformar los corazones. Detener la sangría de la violencia y dar comienzo a una nueva sociedad, a una nueva forma de vivir, al Reino de Dios. Esa confianza, esa entrega sin límites, ese amor hasta el final, ésa es nuestra salvación.
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