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miércoles, 28 de abril de 2010

El Papa Negro en la Ibero



La Iberoamericana es una universidad aguafiestas. Nos rompe los más cómodos estereotipos, los del encasillamiento facilista. Es privada pero da cabida a la izquierda, tiene un sindicato aguerrido y se caracteriza por ofrecer carreras y posgrados típicos de escuelas públicas en las humanidades y la comunicación, en las ciencias sociales y las artes; es de inspiración cristiana pero alberga a gente de todas las persuasiones, ateos y agnósticos incluidos; es cara y por tanto elitista pero beca a casi dos de cada diez alumnos y ayuda a sostener el Instituto Superior Ayuuk para indígenas en Oaxaca; es alivianada pero acaba de ganar el premio SEP-ANUIES a la mejor universidad privada del país. Posee, en suma, lo mejor de los dos entrañables mundos académicos de donde provengo: la infraestructura, el orden y la docencia de punta del Tec de Monterrey y el pluralismo, la libertad y el espíritu crítico de la UNAM. Y aunque es comparativamente pequeña, forma parte de la más grande red universitaria global. Me refiero a los dos centenares de universidades de la Compañía de Jesús y a su millón y pico de alumnos en todo el mundo.

He aquí la clave de sus paradojas: se trata de una universidad jesuita. La Ibero es tan heterodoxa y contradictoria como esta orden religiosa, la más numerosa de la Iglesia católica, fundada en el siglo XVI por San Ignacio de Loyola. Los jesuitas han sido obedientes y rebeldes, llanos y sofisticados, conservadores y progresistas. En sus anales se encuentra lo mismo a conspicuos inquisidores que a poetas como Hopkins y polemistas como Copleston, o a pensadores en la frontera de la disidencia como Teilhard de Chardin y Dupuis. En México basta mencionar los nombres emblemáticos de Clavijero y su patriotismo criollo, el Padre Kino y su obra misionera y el Padre Pro y su martirio cristero, y con recordar la formación jesuítica de Hidalgo y Morelos. Mas si bien ha habido de todo en la extensa prole de los ignacianos, creo que no pueden negar la cruz de su parroquia. Su hondura, su curiosidad intelectual y su sentido de la justicia tienden a convertirlos en inconformes sociales, más inquietos de lo que el establishment clerical y el statu quo civil suelen tolerar. No es casualidad que hayan sido expulsados de distintos lugares en diversas épocas ni que hayan contribuido al surgimiento de la teología de la liberación.

Todo esto vino a mi memoria el jueves pasado, cuando asistí con un puñado de colegas de la Iberoamericana a un diálogo con el Padre General de los jesuitas, Adolfo Nicolás. En el trayecto de mi cubículo a la rectoría me imaginaba que encontraría a un jerarca eclesiástico como la mayoría de los que he tratado, mundano y altivo. Este señor, pensaba, es el líder mundial de una enorme y poderosa organización. Es ni más ni menos que “el Papa Negro” —como le llaman por la fuerza de su orden y el color de su inveterado traje talar— y lleva sobre sus hombros el peso de casi cinco siglos de escolástica. Como académico, me intrigaba la personalidad de quien tiene bajo su manto de influencia a universidades de la categoría de Georgetown, Boston College y varias de las mejores de Europa. Confieso que esa consideración me abrumaba un poco, y que así llegué a la cita. Pero cuando el rector me presentó a don Adolfo mi ánimo cambió. Encontré a un hombre afable, de talante modesto, cuya disertación fue la de un maestro que asume la sencillez de la verdadera grandeza y no confunde la erudición con el alambicamiento. Didáctico, respondió nuestras preguntas haciendo gala de prudencia. Es difícil conocer a una persona en una hora, ciertamente, pero la impresión que me dejó el Padre Nicolás es la de un ser más cercano a la espiritualidad que al poder. Humildad, misericordia, reconciliación, interculturalidad, profundidad, crítica y enmienda, esos fueron sus conceptos más reiterados. Valores inherentes a las raíces cristianas, por cierto, que a menudo quedan sepultados bajo excesos rituales y litúrgicos.

No sé si se me escabulla la objetividad en este tema. La Ibero es mi nueva casa y le tengo un cariño añejamente precoz, puesto que no fueron razones fortuitas las que recién me condujeron a ella: siempre me han caído bien los jesuitas, por cultos y abiertos de mente, por místicos y revoltosos; hace muchos años empezó a gustarme su mezcla de religiosidad y conciencia social, su fe justiciera y hasta su fascinación con el oriente y su occidentalismo cristiano. Lo que sí sé es que sostengo en hechos y vivencias lo que aquí digo. Supongo que existen sacerdotes fanáticos emanados de sus filas, y no dudo que los haya que se corrompen, pero a mí no me ha tocado conocer a uno de esos. Y es que a diferencia de otros ellos saben cuestionar inercias y refutarse a sí mismos, porque les enseñan que la inteligencia está hecha de autocrítica, de matices y sutilezas que separan lo accesorio de lo esencial. Por eso no acostumbran permitir que la parafernalia de la Iglesia confine la prédica de paz más revolucionaria que registra la historia: el llamado de Jesucristo a edificar la civilización del amor.

*Académico de la Universidad Iberoamericana

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