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lunes, 14 de julio de 2008

El apóstol Pablo IV

4. Damasco-Jerusalén-Tarso. Primeros pasos del convertido

Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misionero Claretiano


En la meditación anterior dejamos a Pablo completamente normalizado después del tremendo choque sufrido ante las puertas de Damasco. Corría probablemente el año 34, y Pablo confesaba a todos en Damasco:
-¡Jesús está vivo, resucitó! ¡Se me apareció a mí, el perseguidor! ¡Lo he visto con mis propios ojos!…
Como no le convenía continuar en Damasco, ni era prudente ir todavía a Jerusalén, tanto por las autoridades judías como por los mismos apóstoles, toma Pablo la resolución:
-¡Me marcho a Arabia! He de meditar y prepararme para lo que el Señor me dijo y me encargó.
Y es ahora, con la reflexión, cuando va madurando el que Pablo llama “mi evangelio”.
No tiene propiamente apariciones del Señor, pero sí una asistencia clarísima del Espíritu Santo. Pablo reflexiona:
“¿De qué me ha servido la Ley? De nada. Ella no era sino una preparación para el Cristo que había de venir.
La Ley está ya de sobras. Ahora, para alcanzar la salvación, basta la fe en el Cristo crucificado y resucitado. Por lo mismo, tanto la circuncisión como la Ley con sus innumerables prescripciones están ya fuera de lugar.
Además, ¿por qué el Señor me reprochó que le perseguía a Él, si yo no lo conocía ni lo tenía conmigo para atraparlo? Yo perseguía a sus discípulos. Esto quiere decir que los bautizados no forman con Jesús sino un solo cuerpo. El Cristo y los suyos son una sola cosa…
“El Señor me dijo por Ananías, cuando vino a devolverme la vista y a bautizarme, que me iba a enviar a los gentiles…
Por lo mismo, será inútil obligarles a la circuncisión y a las prescripciones de la Ley. Les bastará a todos, judíos como gentiles, la fe en Cristo Jesús…
No necesitarán más ley que el Espíritu Santo metido en sus corazones, ese Espíritu que yo siento tan adentro de mí desde que recibí el bautismo”…
¿Nos inventamos nosotros esto?... Nosotros relatamos así, puesto en labios de Pablo, lo que él nos repetirá mil veces en sus cartas.
Pablo regresa a Damasco; predica cor ardor de Jesús; y, perseguido por los judíos, ha de huir pintorescamente, metido en una espuerta y descolgado por la muralla.
El fugitivo llega a Jerusalén, y nos cuenta:
“Personalmente, no me conocían las iglesias de Cristo en Judea. Sólo habían oído decir: ‘El que antes nos perseguía, ahora anuncia la Buena Nueva de la fe que entonces quería destruir’. Y glorificaban a Dios por mi causa”
Pero todos le temían, hasta que Bernabé lo presentó a los apóstoles y a la Iglesia:
-No le tengan miedo. “El Señor se le apareció, y en Damasco ha predicado con valentía el nombre de Jesús” (Ga 2,22-23. Hch 9,26-30)
Fue Pablo a Jerusalén, nos dice él mismo, “para ver a Cefas, y permanecí quince días en su compañía” (Ga 1,18-19)
¡Y cuántas cosas aprendió Pablo en estos días con los apóstoles que pudo tratar!, pues “andaba por Jerusalén con ellos”, nos dice Lucas.
Bastaría para convencernos espigar algo en sus cartas, como la tradición viva de la Resurrección o la institución de la Eucaristía, como escribirá Pablo después:
“Yo mismo recibí personalmente esta tradición…, y les trasmito a ustedes lo que yo recibí” (1Co 11, 23-25)
¿Qué significa todo esto?... Que Pablo se interesó sumamente por saber de los testigos los puntos capitales sobre la vida de Jesús, y que los apóstoles se lo contaban todo, todo…
Fue importantísimo para Pablo el saber la genealogía de Jesús y dónde nació:
-¿Era Jesús realmente el prometido descendiente de David? ¿Por quién y cómo? ¿Nació en Belén, según la profecía de Miqueas, o tal vez en Nazaret?,... Por eso, tuvieron que contarle la concepción virginal de Jesús y su nacimiento en Belén.
Testigo único era María su Madre, confiada por el Señor a Juan y que aún vivía con él.
Los historiadores más serios y exigentes de Pablo se han entretenido en relatar las conversaciones que Pedro y Pablo hubieron de sostener en estos días. Pedro acompañaba a Pablo a los lugares más emotivos de la vida del Señor.
En Getsemaní: -Mira, Pablo, aquí sufrió el Señor aquella agonía tan espantosa…
En el Calvario: -Sí, Pablo, aquí se alzó la cruz; aquí murió el Señor.
En el Sepulcro. -¡Míralo! Sigue vacío. De él salió triunfante el Señor.
En el Cenáculo: -Aquí nos dio el Señor su cuerpo y su sangre. Aquí recibimos el Espíritu Santo…
Pablo absorbía con verdadera pasión toda noticia sobre Jesús. La vida del Señor la iba aprendiendo de labios de todos los testigos, tan viva en la tradición de la primera comunidad, aunque no se tuvieran aún los evangelios escritos. El Jesús de la fe se sostenía en la mente de Pablo sobre la base firmísima del Jesús histórico.
Pablo “andaba por Jerusalén predicando con valentía en el nombre del Señor. Y hablaba también y discutía con los helenistas, pero éstos intentaban matarle”.
Pablo contará muchos años más tarde, dirigiéndose precisamente a los judíos que le escuchaban en Jerusalén:
“Estando orando en el Templo, caí en éxtasis, y vi al Señor que me decía: Date prisa, y sal inmediatamente de Jerusalén, pues no recibirán tu testimonio acerca de mí. Marcha, pues yo te enviaré lejos, a los gentiles” (Hch 22,17-21)
Entonces los jefes de los judíos tomaron la resolución que era de esperar:
-¡Hay que acabar con este Pablo!...
Pero los hermanos, conocedores de la conspiración, “lo enviaron a Cesarea y de allí lo encaminaron a Tarso”, haciéndole montar en alguna nave.
Pablo, por su parte, aceptó gustoso esta salida precipitada. Y se despidió:
-Adiós, Jerusalén! Ciudad santa, no por el Templo, sino ahora por la Cruz y por el Sepulcro del Señor.
Ocurría todo esto el año 37. ¿Qué hizo Pablo en su patria? No lo sabemos con certeza. Él nos dice que fue a las regiones de Siria y Cilicia (Ga 1,21), o sea, que durante unos cuatro años se dedicó, aunque moderadamente, a visitar las iglesias de estas regiones.
Al final de este tiempo, y antes de emprender la marcha definitiva, tuvo la gracia mística que relatará catorce años después:
“Fui arrebatado al paraíso, y escuché palabras inefables que al hombre le es imposible expresar” (2Co 12,4)
Hasta que vino Bernabé, judío helenista de Chipre, y le invitó con decisión:
-¿Qué haces aquí, Pablo? ¡Vamos, que nos esperan en la Iglesia de Antioquía!
Con los dos, iremos también nosotros a Antioquía en la meditación siguiente. Porque el atractivo de la Iglesia de Antioquía es irresistible…

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