Publicado por Aciprensa
(Mt 16,13-20)
El Evangelio de este domingo es uno de los más importantes en el estudio de la Iglesia fundada por Cristo y conviene analizarlo bien.
Basta leer con atención los Evangelios para observar que en su enseñanza y en su tenor de vida Jesús aparecía como uno de los grandes profetas de Israel. La mujer samaritana le dice: "Veo que eres un profeta" (Jn 4,19); cuando le preguntan al ciego de nacimiento qué dice de Jesús, responde: "Que es un profeta" (Jn 9,17); los discípulos de Emaús no podían creer que el desconocido que se les une en el camino no haya oído hablar de "Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso" (Lc 24,19); y, en fin, el mismo Jesús toma con decisión el camino de Jerusalén, según dice, "porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén" (Lc 13,33).
Por eso cuando Jesús pregunta a sus discípulos: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?", ellos responden: "Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas". Es cierto. Jesús es "un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo", como lo definen los discípulos de Emaús. Pero es mucho más que eso. Hoy día los que no tienen fe en Cristo dan una respuesta similar: "Fue un gran hombre; un hombre excepcional; su doctrina es muy elevada, etc." Pero los que se quedan sólo en esto, no saben lo que dicen, porque aún no lo conocen.
Jesús quiere ahora saber qué dicen de él sus discípulos, aquellos que lo habían dejado todo y lo habían seguido. Y mientras los otros pensaban la respuesta, se adelanta Pedro y exclama: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". Si todo el Evangelio no es más que la revelación de la identidad de Cristo, el Verbo de Dios encarnado, entonces esta frase de Pedro es el centro del Evangelio. Jesús aprueba la declaración de Pedro y lo llama "bienaventurado" porque no pudo concluir eso por deducción humana, sino por inspiración divina: "No te ha revelado esto la carne ni la sangre (es decir, el hombre), sino mi Padre que está en los cielos". De paso, Jesús enseña que el conocimiento verdadero de él no se logra por un esfuerzo de la inteligencia humana, sino que es un puro don de Dios. Al hombre toca solamente no poner obstáculo. Por eso no tiene sentido que una persona sin fe reproche a otra que cree por sus opciones de vida. Sería como si un ciego reprochara a un pintor los colores que usa.
Jesús replica en un frase de idéntica estructura: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Es necesario observar que antes de esta frase de Cristo, el nombre "Pedro", que hoy es tan popular, no existía, ni tampoco su equivalente arameo "Kefa". El príncipe de los apóstoles no se llamaba así; su nombre era Simón, hijo de Jonás. Si el Evangelio lo llama "Pedro" y si así lo llamamos nosotros hoy es exclusivamente porque este fue el nombre que le dio Jesús en la frase que hemos citado. No se puede negar que Jesús intentó hacer un juego de palabras, que en griego (la lengua en que se escribió el Evangelio) suena así: "Sy ei Petros kai epí taute te petra oikodomeso ten mou Ekklesían". La traducción que intencionalmente rompe este juego de palabras intentado por Cristo comete un abuso contra la Palabra de Dios. En efecto, algunos traducen: "Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia". Lo hacen para que se entienda que la "roca" es Cristo (muy cierto por los demás) y así disminuir el rol de Pedro como fundamento de la Iglesia de Cristo.
En el ambiente semítico el nombre representa lo que la persona es. El cambio de nombre, sobre todo, cuando el que lo hace es Dios mismo, indica una misión. En este caso, Jesús cambia el nombre de Simón y lo llama "Pedro" para confiarle la misión de piedra basal sobre la que iba a edificar "su Iglesia". Podemos concluir que una comunidad cristiana que no reconozca a Pedro como su fundamento no puede llamarse la "Iglesia de Cristo". Jesús continúa: "A tí te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos". A nadie dijo Jesús palabras semejantes. Si lo que haga Pedro en la tierra queda hecho en el cielo, eso quiere decir que Pedro no puede errar cuando define una verdad relativa al Reino de los cielos, pues en el cielo no puede quedar sancionado un error. Por tanto, esta sentencia de Cristo promete a Pedro el don de la "infalibilidad" en materia de fe y moral.
Consta que Jesús quiso fundar una Iglesia que perdurara hasta el fin de los tiempos. Por eso afirma aquí que los poderes del infierno no prevalecerán contra ella. Y cuando asciende al cielo, promete: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Debe perdurar también la piedra basal de la Iglesia; debe perdurar también Pedro. Esta misma misión, con la misma garantía divina de la infalibilidad, perdura en los Sucesores de Pedro, es decir, en el Romano Pontífice. Si no tuvieramos fe, de todas maneras, un estudio histórico de esta institución que, a pesar de todos los embates, ha durado ya veinte siglos, debería hacernos pensar. Más que nunca resplandece esta verdad hoy en la persona y la misión del Papa Juan Pablo II, que continuamente dice a la Iglesia y al mundo esas verdades que "no le han revelado ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos".
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Auxiliar de Los Angeles (Chile)
Basta leer con atención los Evangelios para observar que en su enseñanza y en su tenor de vida Jesús aparecía como uno de los grandes profetas de Israel. La mujer samaritana le dice: "Veo que eres un profeta" (Jn 4,19); cuando le preguntan al ciego de nacimiento qué dice de Jesús, responde: "Que es un profeta" (Jn 9,17); los discípulos de Emaús no podían creer que el desconocido que se les une en el camino no haya oído hablar de "Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso" (Lc 24,19); y, en fin, el mismo Jesús toma con decisión el camino de Jerusalén, según dice, "porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén" (Lc 13,33).
Por eso cuando Jesús pregunta a sus discípulos: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?", ellos responden: "Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas". Es cierto. Jesús es "un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo", como lo definen los discípulos de Emaús. Pero es mucho más que eso. Hoy día los que no tienen fe en Cristo dan una respuesta similar: "Fue un gran hombre; un hombre excepcional; su doctrina es muy elevada, etc." Pero los que se quedan sólo en esto, no saben lo que dicen, porque aún no lo conocen.
Jesús quiere ahora saber qué dicen de él sus discípulos, aquellos que lo habían dejado todo y lo habían seguido. Y mientras los otros pensaban la respuesta, se adelanta Pedro y exclama: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". Si todo el Evangelio no es más que la revelación de la identidad de Cristo, el Verbo de Dios encarnado, entonces esta frase de Pedro es el centro del Evangelio. Jesús aprueba la declaración de Pedro y lo llama "bienaventurado" porque no pudo concluir eso por deducción humana, sino por inspiración divina: "No te ha revelado esto la carne ni la sangre (es decir, el hombre), sino mi Padre que está en los cielos". De paso, Jesús enseña que el conocimiento verdadero de él no se logra por un esfuerzo de la inteligencia humana, sino que es un puro don de Dios. Al hombre toca solamente no poner obstáculo. Por eso no tiene sentido que una persona sin fe reproche a otra que cree por sus opciones de vida. Sería como si un ciego reprochara a un pintor los colores que usa.
Jesús replica en un frase de idéntica estructura: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Es necesario observar que antes de esta frase de Cristo, el nombre "Pedro", que hoy es tan popular, no existía, ni tampoco su equivalente arameo "Kefa". El príncipe de los apóstoles no se llamaba así; su nombre era Simón, hijo de Jonás. Si el Evangelio lo llama "Pedro" y si así lo llamamos nosotros hoy es exclusivamente porque este fue el nombre que le dio Jesús en la frase que hemos citado. No se puede negar que Jesús intentó hacer un juego de palabras, que en griego (la lengua en que se escribió el Evangelio) suena así: "Sy ei Petros kai epí taute te petra oikodomeso ten mou Ekklesían". La traducción que intencionalmente rompe este juego de palabras intentado por Cristo comete un abuso contra la Palabra de Dios. En efecto, algunos traducen: "Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia". Lo hacen para que se entienda que la "roca" es Cristo (muy cierto por los demás) y así disminuir el rol de Pedro como fundamento de la Iglesia de Cristo.
En el ambiente semítico el nombre representa lo que la persona es. El cambio de nombre, sobre todo, cuando el que lo hace es Dios mismo, indica una misión. En este caso, Jesús cambia el nombre de Simón y lo llama "Pedro" para confiarle la misión de piedra basal sobre la que iba a edificar "su Iglesia". Podemos concluir que una comunidad cristiana que no reconozca a Pedro como su fundamento no puede llamarse la "Iglesia de Cristo". Jesús continúa: "A tí te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos". A nadie dijo Jesús palabras semejantes. Si lo que haga Pedro en la tierra queda hecho en el cielo, eso quiere decir que Pedro no puede errar cuando define una verdad relativa al Reino de los cielos, pues en el cielo no puede quedar sancionado un error. Por tanto, esta sentencia de Cristo promete a Pedro el don de la "infalibilidad" en materia de fe y moral.
Consta que Jesús quiso fundar una Iglesia que perdurara hasta el fin de los tiempos. Por eso afirma aquí que los poderes del infierno no prevalecerán contra ella. Y cuando asciende al cielo, promete: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Debe perdurar también la piedra basal de la Iglesia; debe perdurar también Pedro. Esta misma misión, con la misma garantía divina de la infalibilidad, perdura en los Sucesores de Pedro, es decir, en el Romano Pontífice. Si no tuvieramos fe, de todas maneras, un estudio histórico de esta institución que, a pesar de todos los embates, ha durado ya veinte siglos, debería hacernos pensar. Más que nunca resplandece esta verdad hoy en la persona y la misión del Papa Juan Pablo II, que continuamente dice a la Iglesia y al mundo esas verdades que "no le han revelado ni la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos".
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Auxiliar de Los Angeles (Chile)
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