Publicado por Homilia Católica
LECTURAS: JER 20, 7-9; SAL 62; ROM 12, 1-2; MT 16, 21-27EL QUE QUIERA VENIR CONMIGO, QUE RENUNCIE A SÍ MISMO, QUE TOME SU CRUZ Y ME SIGA
Comentando la Palabra de Dios
Jer. 20, 7-9. Dios ha encendido su Luz en nosotros. Y desde ese momento nada ni nadie podrá apagarla. Tal vez nuestras cobardías y pecados la oculten; pero ahí continuará presente esperando el que nuestro amor a Dios sea sincero y nos mueva a dar testimonio de Él, y a trabajar por su Reino. Aquel que realmente cree en Dios no puede quedarse con una fe rancia que más que testigo le convierte en un hipócrita, pues se conforma con la vida cultual, pensando que así tiene contento al Señor, pues ya le ha cumplido puntualmente al acudir a alabarlo conforme a la costumbre recibida de sus antepasados. Aquel que realmente cree en Dios debe ser consciente de que se ha hecho uno con Cristo, y que su camino de fe será tomar su cruz de cada día, convirtiéndose así en signo de amor y de salvación para los demás.
Tomar nuestra cruz de cada día no será sólo asumir nuestras responsabilidades personales; efectivamente tomar nuestra cruz de cada día será hacer nuestras las miserias, las angustias, las tristezas y los pecados de los demás y, en un amor auténtico y totalmente comprometido hacia ellos, luchar por erradicar en ellos esos males para que, libres de esa carga puedan vivir con autenticidad su ser de hijos de Dios.
El Señor nos ha manifestado que realmente nos ama. Pero nos pide caminar tras sus huellas. Ojalá y no seamos timoratos ante el horizonte de fe y de amor comprometido hasta el extremo que el Señor espera de nosotros.
Sal. 63 (62). Refugiarnos en el Señor. ¿Refugiarnos en el Señor? Si buscamos al Señor porque esté sedienta de Él nuestra alma no será sólo para sentirnos en paz y seguros en su presencia, sino porque queremos luchar por conquistar su Reino en nosotros y en aquellos a quienes hemos sido enviados. Admiremos la gloria y el poder de Dios. Entremos en comunión de vida con Él. Tengamos de Él una experiencia personal a profundidad. Pero una vez que nos hayamos encontrado con Él no rehuyamos al compromiso que tenemos de darlo a conocer a los demás.
Es verdad que muchas veces tendremos que enfrentar persecuciones y muerte. Sin embargo recordemos que así como el oro se acrisola en el fuego, así el justo es acrisolado en la prueba. No vayamos por el mundo renegando; conservemos la paz y la alegría, pues más allá de nuestra muerte está la vida, vida eterna para quienes permanezcan fieles al Señor hasta el final. Dios es nuestro poderoso protector y no permitirá que el mal se adueñe de nosotros, por eso vivamos constantemente confiado en Él, en su amor y en su misericordia.
Rom. 12, 1-2. Dios nos ha hecho hijos suyos mediante nuestra unión a su Hijo Jesús, a través de nuestra fe en Él y el Bautismo que hemos recibido en su Nombre. Así participamos de la misma Vida de Dios. Y así estamos llamados a ser abundantemente fecundos en buenas obras. Toda nuestra vida se convierte, por tanto, en una continua ofrenda a Dios, santificada por la presencia real del Espíritu Santo en nosotros. Por eso, quienes creemos en Cristo no podemos conformarnos con darle Culto a Dios en el templo, sino que, a partir de nuestro encuentro y unión con Él, hemos de convertirnos en signos de salvación para el mundo entero, en cualquier lugar y circunstancia en que se desarrolle nuestra vida.
No seamos portadores de maldad ni de muerte. Siempre meditemos sobre cuál es la voluntad de Dios para que constantemente hagamos lo que es bueno, lo que le agrada a Dios y lo que es perfecto. Ante un mundo que necesita un poco de luz para caminar en el amor fraterno, en la justicia, en la solidaridad y en la capacidad de generar vida y no muerte, los que nos gloriamos de ser la Iglesia de Cristo no podemos vivir bajo el signo de la hipocresía, llevando una vida de doblez por aparentar piedad y rectitud en el templo, para después convertirnos en malvados en la vida ordinaria; tampoco podemos vivir bajo el signo de la cobardía, temerosos a ser criticados, marginados, perseguidos o asesinados por el Nombre del Señor.
Si el Señor nos ha confiado la misma misión salvadora que Él recibió del Padre cumplámosla con gran amor, no confiando en nuestras débiles fuerzas, sino en el Poder del Espíritu Santo, que habita en nosotros porque el mismo Dios lo ha infundido en nosotros.
Mt. 16, 21-27. El Padre Dios nos eligió y nos amó aún antes de crearnos. Y nos llamó a la vida no sólo porque nos ama, sino para confiarnos la misma misión salvadora de su Hijo Jesús. La Iglesia, unida a su Señor, continúa, efectivamente, su obra salvadora en el mundo.
Junto con Cristo podemos decir: Yo para eso nací, para eso he venido al mundo. Por eso, a pesar de las diversas tentaciones que quisieran apartarnos del cumplimiento fiel y amoroso de la voluntad de Dios en nosotros, debemos continuar decididamente nuestro camino hacia nuestra propia pascua, en cuyo horizonte no podemos quedarnos contemplando los momentos arduos, difíciles y amargos que son consecuencia de nuestra fidelidad al Señor, sino que hemos de ver la Gloria del Hijo de Dios, que es el punto final de nuestro camino como testigos del Señor en este mundo. Sólo entonces podremos decir que vamos como discípulos del Señor y no como discípulos de los criterios de este mundo.
Nuestra vida de fe sólo cobrará su auténtica dimensión cuando nos pongamos atrás de Cristo y Él se convierta para nosotros en el único punto de referencia en nuestra forma de pensar, de hablar, de actuar y de realizar toda nuestra vida. No tenemos otra fuente en la que podamos beber y participar de la vida de Dios. Y si permanecemos unidos a Él seamos fecundos en buenas obras. Entonces, sólo entonces podremos realmente decir que, al entregar nuestra vida para que los demás tengan vida, estaremos manifestando que ya desde ahora hemos hecho nuestra la salvación que Dios nos ofrece, pero que pone en nuestras manos para que la distribuyamos, para que la hagamos llegar al mundo entero.
La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.
La Pascua de Cristo debe leerse y experimentarse en clave de donación. Efectivamente Él ha venido al mundo para eso: para entregarnos su Vida para que nosotros tengamos vida. Y en este día el Señor nos reúne en torno él para hacernos partícipes de su misma Vida y de su mismo Espíritu. Y esto lo hace no sólo porque nos ama, sino para que nosotros nos convirtamos en portadores de su vida para el mundo entero.
Reconocer a Cristo como Señor y centro de nuestra vida no puede eludirnos de pasar por nuestro propio calvario, de la entrega de nuestra propia vida, pues sólo tras las huellas de Cristo llegaremos a la participación de la Gloria que Dios ha prometido dar a quienes le vivan fieles. Por eso no tengamos miedo en convertir toda nuestra vida en una continua ofrenda de suave aroma a nuestro Dios y Padre para que Él continúe distribuyendo su salvación al mundo entero por medio nuestro. Por eso no sólo hemos venido en este día a celebrar la Eucaristía, sino a aceptar nuestro compromiso de convertirnos en Eucaristía por nuestra unión al Misterio Pascual de Cristo Jesús, Señor y Cabeza de la Iglesia.
La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.
¿Para qué creer en Cristo? ¿Para qué confesarlo como el Mesías e Hijo de Dios? Si detrás de nuestras palabras no está toda nuestra vida comprometida con Él, ¿qué sentido tiene creer en Él? Contemplemos a Cristo. Contemplemos su entrega constante en favor de todos, siempre dispuesto a hacer el bien, a fortalecer a los decaídos, a perdonar de corazón a los pecadores arrepentidos, a socorrer a los pobres, a consolar a los tristes, a liberar de su esclavitud a los oprimidos por el diablo. Contemplémoslo amándonos hasta el extremo, con tal de ganarnos para Él y tenernos en Él eternamente. Efectivamente Él no nos quiere con Él; Él nos quiere en Él ya desde ahora. Y si Él permanece en nosotros y nosotros en Él es porque su obra salvadora continuará concretizándose en todo tiempo y lugar por medio de quienes vivimos unidos a Él.
La Iglesia, Esposa del Cordero inmaculado, ha de continuar pasando haciendo el bien a todos; y por eso debe renunciar a sus propias miserias, a buscar la gloria y el poder de este mundo, y debe estar al servicio lleno de amor fraterno hacia todas las personas humanas, pues ese fue el camino de Cristo y ese ha de ser el mismo camino de la Iglesia. Habrá muchas ofertas que quisieran apartarnos del amor y de la entrega que se espera de nosotros a favor de los demás; pero sólo tras las huellas de Cristo como discípulos no cederemos a las seducciones del mundo y del mal. Vivamos como siervos del Evangelio, trabajando intensamente y sin cobardías a favor del Reino de Dios, ya desde ahora, entre nosotros.
Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre, la gracia de tomar nuestra cruz de cada día y seguir las huellas de Cristo, su Hijo y Hermano nuestro, para hacer que su vida llegue a todos, hasta que algún día todos juntos podamos glorificar su Nombre eternamente por habernos permitido Él manifestarles su Rostro lleno de paz y de misericordia. Amén.
Tomar nuestra cruz de cada día no será sólo asumir nuestras responsabilidades personales; efectivamente tomar nuestra cruz de cada día será hacer nuestras las miserias, las angustias, las tristezas y los pecados de los demás y, en un amor auténtico y totalmente comprometido hacia ellos, luchar por erradicar en ellos esos males para que, libres de esa carga puedan vivir con autenticidad su ser de hijos de Dios.
El Señor nos ha manifestado que realmente nos ama. Pero nos pide caminar tras sus huellas. Ojalá y no seamos timoratos ante el horizonte de fe y de amor comprometido hasta el extremo que el Señor espera de nosotros.
Sal. 63 (62). Refugiarnos en el Señor. ¿Refugiarnos en el Señor? Si buscamos al Señor porque esté sedienta de Él nuestra alma no será sólo para sentirnos en paz y seguros en su presencia, sino porque queremos luchar por conquistar su Reino en nosotros y en aquellos a quienes hemos sido enviados. Admiremos la gloria y el poder de Dios. Entremos en comunión de vida con Él. Tengamos de Él una experiencia personal a profundidad. Pero una vez que nos hayamos encontrado con Él no rehuyamos al compromiso que tenemos de darlo a conocer a los demás.
Es verdad que muchas veces tendremos que enfrentar persecuciones y muerte. Sin embargo recordemos que así como el oro se acrisola en el fuego, así el justo es acrisolado en la prueba. No vayamos por el mundo renegando; conservemos la paz y la alegría, pues más allá de nuestra muerte está la vida, vida eterna para quienes permanezcan fieles al Señor hasta el final. Dios es nuestro poderoso protector y no permitirá que el mal se adueñe de nosotros, por eso vivamos constantemente confiado en Él, en su amor y en su misericordia.
Rom. 12, 1-2. Dios nos ha hecho hijos suyos mediante nuestra unión a su Hijo Jesús, a través de nuestra fe en Él y el Bautismo que hemos recibido en su Nombre. Así participamos de la misma Vida de Dios. Y así estamos llamados a ser abundantemente fecundos en buenas obras. Toda nuestra vida se convierte, por tanto, en una continua ofrenda a Dios, santificada por la presencia real del Espíritu Santo en nosotros. Por eso, quienes creemos en Cristo no podemos conformarnos con darle Culto a Dios en el templo, sino que, a partir de nuestro encuentro y unión con Él, hemos de convertirnos en signos de salvación para el mundo entero, en cualquier lugar y circunstancia en que se desarrolle nuestra vida.
No seamos portadores de maldad ni de muerte. Siempre meditemos sobre cuál es la voluntad de Dios para que constantemente hagamos lo que es bueno, lo que le agrada a Dios y lo que es perfecto. Ante un mundo que necesita un poco de luz para caminar en el amor fraterno, en la justicia, en la solidaridad y en la capacidad de generar vida y no muerte, los que nos gloriamos de ser la Iglesia de Cristo no podemos vivir bajo el signo de la hipocresía, llevando una vida de doblez por aparentar piedad y rectitud en el templo, para después convertirnos en malvados en la vida ordinaria; tampoco podemos vivir bajo el signo de la cobardía, temerosos a ser criticados, marginados, perseguidos o asesinados por el Nombre del Señor.
Si el Señor nos ha confiado la misma misión salvadora que Él recibió del Padre cumplámosla con gran amor, no confiando en nuestras débiles fuerzas, sino en el Poder del Espíritu Santo, que habita en nosotros porque el mismo Dios lo ha infundido en nosotros.
Mt. 16, 21-27. El Padre Dios nos eligió y nos amó aún antes de crearnos. Y nos llamó a la vida no sólo porque nos ama, sino para confiarnos la misma misión salvadora de su Hijo Jesús. La Iglesia, unida a su Señor, continúa, efectivamente, su obra salvadora en el mundo.
Junto con Cristo podemos decir: Yo para eso nací, para eso he venido al mundo. Por eso, a pesar de las diversas tentaciones que quisieran apartarnos del cumplimiento fiel y amoroso de la voluntad de Dios en nosotros, debemos continuar decididamente nuestro camino hacia nuestra propia pascua, en cuyo horizonte no podemos quedarnos contemplando los momentos arduos, difíciles y amargos que son consecuencia de nuestra fidelidad al Señor, sino que hemos de ver la Gloria del Hijo de Dios, que es el punto final de nuestro camino como testigos del Señor en este mundo. Sólo entonces podremos decir que vamos como discípulos del Señor y no como discípulos de los criterios de este mundo.
Nuestra vida de fe sólo cobrará su auténtica dimensión cuando nos pongamos atrás de Cristo y Él se convierta para nosotros en el único punto de referencia en nuestra forma de pensar, de hablar, de actuar y de realizar toda nuestra vida. No tenemos otra fuente en la que podamos beber y participar de la vida de Dios. Y si permanecemos unidos a Él seamos fecundos en buenas obras. Entonces, sólo entonces podremos realmente decir que, al entregar nuestra vida para que los demás tengan vida, estaremos manifestando que ya desde ahora hemos hecho nuestra la salvación que Dios nos ofrece, pero que pone en nuestras manos para que la distribuyamos, para que la hagamos llegar al mundo entero.
La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.
La Pascua de Cristo debe leerse y experimentarse en clave de donación. Efectivamente Él ha venido al mundo para eso: para entregarnos su Vida para que nosotros tengamos vida. Y en este día el Señor nos reúne en torno él para hacernos partícipes de su misma Vida y de su mismo Espíritu. Y esto lo hace no sólo porque nos ama, sino para que nosotros nos convirtamos en portadores de su vida para el mundo entero.
Reconocer a Cristo como Señor y centro de nuestra vida no puede eludirnos de pasar por nuestro propio calvario, de la entrega de nuestra propia vida, pues sólo tras las huellas de Cristo llegaremos a la participación de la Gloria que Dios ha prometido dar a quienes le vivan fieles. Por eso no tengamos miedo en convertir toda nuestra vida en una continua ofrenda de suave aroma a nuestro Dios y Padre para que Él continúe distribuyendo su salvación al mundo entero por medio nuestro. Por eso no sólo hemos venido en este día a celebrar la Eucaristía, sino a aceptar nuestro compromiso de convertirnos en Eucaristía por nuestra unión al Misterio Pascual de Cristo Jesús, Señor y Cabeza de la Iglesia.
La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.
¿Para qué creer en Cristo? ¿Para qué confesarlo como el Mesías e Hijo de Dios? Si detrás de nuestras palabras no está toda nuestra vida comprometida con Él, ¿qué sentido tiene creer en Él? Contemplemos a Cristo. Contemplemos su entrega constante en favor de todos, siempre dispuesto a hacer el bien, a fortalecer a los decaídos, a perdonar de corazón a los pecadores arrepentidos, a socorrer a los pobres, a consolar a los tristes, a liberar de su esclavitud a los oprimidos por el diablo. Contemplémoslo amándonos hasta el extremo, con tal de ganarnos para Él y tenernos en Él eternamente. Efectivamente Él no nos quiere con Él; Él nos quiere en Él ya desde ahora. Y si Él permanece en nosotros y nosotros en Él es porque su obra salvadora continuará concretizándose en todo tiempo y lugar por medio de quienes vivimos unidos a Él.
La Iglesia, Esposa del Cordero inmaculado, ha de continuar pasando haciendo el bien a todos; y por eso debe renunciar a sus propias miserias, a buscar la gloria y el poder de este mundo, y debe estar al servicio lleno de amor fraterno hacia todas las personas humanas, pues ese fue el camino de Cristo y ese ha de ser el mismo camino de la Iglesia. Habrá muchas ofertas que quisieran apartarnos del amor y de la entrega que se espera de nosotros a favor de los demás; pero sólo tras las huellas de Cristo como discípulos no cederemos a las seducciones del mundo y del mal. Vivamos como siervos del Evangelio, trabajando intensamente y sin cobardías a favor del Reino de Dios, ya desde ahora, entre nosotros.
Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre, la gracia de tomar nuestra cruz de cada día y seguir las huellas de Cristo, su Hijo y Hermano nuestro, para hacer que su vida llegue a todos, hasta que algún día todos juntos podamos glorificar su Nombre eternamente por habernos permitido Él manifestarles su Rostro lleno de paz y de misericordia. Amén.
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