"La escena evangélica de la Transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana" (RVM 9). Estas son palabras del Santo Padre Juan Pablo II tomadas de su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae. Todas las generaciones de cristianos, sobre todo, los que experimentan un particular atractivo por la contemplación del rostro de Cristo se han sentido fascinados por este episodio evangélico. Encabezan la serie los tres apóstoles más cercanos a Jesús: Pedro, Santiago y Juan.
Este Domingo II de Cuaresma la Iglesia es invitada a contemplar en compañía de esos apóstoles la escena luminosa de la Transfiguración de Jesús. Este episodio, unido al de la confesión de Pedro, constituye el centro del Evangelio de Marcos cuyo objetivo es revelar gradualmente la identidad de Jesús. El evangelista manifiesta esta intención en el título de su obra: “Comienzo del Evangelio de Jesús Cristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). Para expresar la identidad de Jesús hay que decir dos cosas inseparables: Cristo-Hijo de Dios. En la Transfiguración la voz del cielo no sólo va a confirmar la confesión de Pedro, sino que va a revelar su sentido más profundo.
Seis días antes Jesús había preguntado a los Doce la pregunta clave: "¿Quién decís vosotros que soy yo?" (Mc 8,29). Y Pedro, representandolos a todos, se había adelan-tado a responder: "Tú eres el Cristo". Pero ¿entendía Pedro lo que decía? ¿Entendía Pedro el sentido pleno de ese nombre que él da a Jesús? Es claro que no entendía entonces todo su sentido, pues a él, lo mismo que a las autoridades judías de ese tiempo, se aplica lo que escribe San Pablo en su primera carta a los Corintios: "Hablamos de una sabiduría de Dios misteriosa, escondida... desconocida de todos los príncipes de este mundo, pues de haberla conocido no habrían crucificado al Señor de la Gloria" (1Cor 2,7-8). De haber conocido Pedro esa sabiduría de Dios "nunca habría negado al Señor de la Gloria".
¿Qué estaba revelado acerca del Cristo (el Ungido)? Era dogma comúnmente aceptado que tenía que ser "hijo de David", se entiende de la descendencia de David, pues habían pasado muchas generaciones y en el tiempo de Jesús ya no se podía hablar de una “dinastía de David”. Por medio del profeta Natán, Dios había prometido a David: "Cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas... y consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre y él será para mí hijo..." (2Sam 7,12.14). Respecto de ese mismo descendiente de David, cuyo trono será eterno Dios decía por boca del salmista: "Él me invocará: '¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de mi salvación!'. Y yo haré de él el primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra" (Sal 89,27-28). Y este mismo personaje, llamado el Ungido (el Mesías), declara solemnemente su filiación divina: "Voy a anunciar el decreto de Yahveh. Él me ha dicho: 'Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy'" (Sal 2,7). Para Dios no hay un "hoy" que pase a "ayer". El "hoy" de Dios es la eternidad. Por eso este Hijo engendrado por Dios existe desde siempre y para siempre; no hay un tiempo en que no haya existido. Sin embargo, como estaba anunciado, es hijo de David, que es un simple hombre, y en el tiempo recibiría de Dios el trono de David, su padre. Es Hijo de Dios en la eternidad e hijo de David en el tiempo. Todo esto está resumido en el anuncio de su nacimiento a María: "Será llamado Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1,32).
Pedro conocía bien todos esos oráculos. Pero no podía comprender su sentido pleno; nadie podía antes de la Resurrección de Jesús y de la venida del Espíritu Santo. Al declarar: "Tú eres el Cristo", Pedro había dado un paso enorme; pero le quedaba infinitamente más que avanzar. Ese camino que se pierde en el infinito es el que le va a ser revelado en el monte de la Transfiguración.
En el bautismo de Jesús en el Jordán se había escuchado una voz que venía del cielo y que se dirigía a Jesús, confirmando aquel antiguo decreto de Dios: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Mc 1,11). Ciertamente estas pa-labras no las captó en ese momento nadie más que Jesús, pues nadie las cita ni las recuerda sucesivamente. En la escena de la Transfiguración, en cambio, la misma voz del cielo invita a los testigos escogidos a entrar en el miste-rio de Jesús al declarar, no ya dirigiendose a Jesús, sino a ellos: "Este es mi Hijo amado; escuchadlo". Tampoco estas palabras las divulgan inmediatamente los testigos, pero esta vez es porque han recibido la orden expresa de Jesús "de no contar a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos".
El relato de la Transfiguración que nosoros leemos este domingo fue escrito después que Jesús resucitó de entre los muertos y cuando la comprensión de Pedro ha llegado a su plenitud. Ahora él está dispuesto a dar la vida antes que negar a Cristo. El autor de la epístola a los Hebreos afirma que con nuestros pecados “nosotros crucificamos por nuestra parte de nuevo al Hijo de Dios y lo exponemos a pública infamia” (cf. Heb 6,6). Este domingo somos invitados a contemplar el rostro transfigurado de Cristo y a entrar en su misterio para que, extasiados por su belleza, "nunca más crucifiquemos al Señor de la Gloria”, sino que "reflejemos como en un espejo la gloria del Señor y nos vayamos transformando en ese misma imagen cada vez más" (cf. 2Cor 3,18).
Este Domingo II de Cuaresma la Iglesia es invitada a contemplar en compañía de esos apóstoles la escena luminosa de la Transfiguración de Jesús. Este episodio, unido al de la confesión de Pedro, constituye el centro del Evangelio de Marcos cuyo objetivo es revelar gradualmente la identidad de Jesús. El evangelista manifiesta esta intención en el título de su obra: “Comienzo del Evangelio de Jesús Cristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). Para expresar la identidad de Jesús hay que decir dos cosas inseparables: Cristo-Hijo de Dios. En la Transfiguración la voz del cielo no sólo va a confirmar la confesión de Pedro, sino que va a revelar su sentido más profundo.
Seis días antes Jesús había preguntado a los Doce la pregunta clave: "¿Quién decís vosotros que soy yo?" (Mc 8,29). Y Pedro, representandolos a todos, se había adelan-tado a responder: "Tú eres el Cristo". Pero ¿entendía Pedro lo que decía? ¿Entendía Pedro el sentido pleno de ese nombre que él da a Jesús? Es claro que no entendía entonces todo su sentido, pues a él, lo mismo que a las autoridades judías de ese tiempo, se aplica lo que escribe San Pablo en su primera carta a los Corintios: "Hablamos de una sabiduría de Dios misteriosa, escondida... desconocida de todos los príncipes de este mundo, pues de haberla conocido no habrían crucificado al Señor de la Gloria" (1Cor 2,7-8). De haber conocido Pedro esa sabiduría de Dios "nunca habría negado al Señor de la Gloria".
¿Qué estaba revelado acerca del Cristo (el Ungido)? Era dogma comúnmente aceptado que tenía que ser "hijo de David", se entiende de la descendencia de David, pues habían pasado muchas generaciones y en el tiempo de Jesús ya no se podía hablar de una “dinastía de David”. Por medio del profeta Natán, Dios había prometido a David: "Cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas... y consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre y él será para mí hijo..." (2Sam 7,12.14). Respecto de ese mismo descendiente de David, cuyo trono será eterno Dios decía por boca del salmista: "Él me invocará: '¡Tú, mi Padre, mi Dios y roca de mi salvación!'. Y yo haré de él el primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra" (Sal 89,27-28). Y este mismo personaje, llamado el Ungido (el Mesías), declara solemnemente su filiación divina: "Voy a anunciar el decreto de Yahveh. Él me ha dicho: 'Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy'" (Sal 2,7). Para Dios no hay un "hoy" que pase a "ayer". El "hoy" de Dios es la eternidad. Por eso este Hijo engendrado por Dios existe desde siempre y para siempre; no hay un tiempo en que no haya existido. Sin embargo, como estaba anunciado, es hijo de David, que es un simple hombre, y en el tiempo recibiría de Dios el trono de David, su padre. Es Hijo de Dios en la eternidad e hijo de David en el tiempo. Todo esto está resumido en el anuncio de su nacimiento a María: "Será llamado Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1,32).
Pedro conocía bien todos esos oráculos. Pero no podía comprender su sentido pleno; nadie podía antes de la Resurrección de Jesús y de la venida del Espíritu Santo. Al declarar: "Tú eres el Cristo", Pedro había dado un paso enorme; pero le quedaba infinitamente más que avanzar. Ese camino que se pierde en el infinito es el que le va a ser revelado en el monte de la Transfiguración.
En el bautismo de Jesús en el Jordán se había escuchado una voz que venía del cielo y que se dirigía a Jesús, confirmando aquel antiguo decreto de Dios: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Mc 1,11). Ciertamente estas pa-labras no las captó en ese momento nadie más que Jesús, pues nadie las cita ni las recuerda sucesivamente. En la escena de la Transfiguración, en cambio, la misma voz del cielo invita a los testigos escogidos a entrar en el miste-rio de Jesús al declarar, no ya dirigiendose a Jesús, sino a ellos: "Este es mi Hijo amado; escuchadlo". Tampoco estas palabras las divulgan inmediatamente los testigos, pero esta vez es porque han recibido la orden expresa de Jesús "de no contar a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos".
El relato de la Transfiguración que nosoros leemos este domingo fue escrito después que Jesús resucitó de entre los muertos y cuando la comprensión de Pedro ha llegado a su plenitud. Ahora él está dispuesto a dar la vida antes que negar a Cristo. El autor de la epístola a los Hebreos afirma que con nuestros pecados “nosotros crucificamos por nuestra parte de nuevo al Hijo de Dios y lo exponemos a pública infamia” (cf. Heb 6,6). Este domingo somos invitados a contemplar el rostro transfigurado de Cristo y a entrar en su misterio para que, extasiados por su belleza, "nunca más crucifiquemos al Señor de la Gloria”, sino que "reflejemos como en un espejo la gloria del Señor y nos vayamos transformando en ese misma imagen cada vez más" (cf. 2Cor 3,18).
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