XXII Domingo del T.O. (Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23) - Ciclo B
Por Enrique Martínez Lozano
Publicado por Fe Adulta
Por Enrique Martínez Lozano
Publicado por Fe Adulta
La pureza ha sido una cuestión que ha preocupado mucho a las religiones. Es posible que, en un inicio, guardara relación con los tabúes sociales, con los que nuestros antepasados –como nosotros hoy, por otra parte- buscaban mantener a raya todo aquello que les producía recelo o temor.
Pero lo cierto es que la clase religiosa se arrogó, desde el principio, la potestad de decidir sobre “lo puro y lo impuro”, con lo que adquirió un poder casi absoluto sobre la vida de los humanos. No en vano decidir sobre lo que es puro o impuro implica un dominio sobre la conciencia, y una conciencia sometida es lo que busca todo poder autoritario.
Por eso, cuando alguien se atrevía a desafiar cualquier norma de pureza, incluso la más pequeña, era visto como una amenaza por la autoridad religiosa, que rápidamente invocaba la voluntad de Dios y amenazaba con el castigo, la excomunión o la condena eterna. En un rígido sistema de normas, no podía permitirse el incumplimiento de la menor de ellas, porque eso equivalía nada menos que a poner en cuestión el sistema mismo.
En este marco hay que entender la polémica de los fariseos –élite religiosa judía- y los letrados –los doctores encargados de interpretar y aplicar la Ley a la vida cotidiana- con Jesús, a propósito del incumplimiento de una norma ritual por parte de los discípulos.
Lo primero que destaca en la respuesta de Jesús es su ironía. Dicen lavarse las manos para no contaminarse de lo mundano y mantenerse así cerca de Dios, pero resulta que su religión se basa en “preceptos humanos”.
Y, con la ironía, la denuncia de una piedad ritual que se queda en lo exterior, y la acusación grave de incoherencia en quienes viven un culto vacío, porque su corazón está lejos de Dios, por más que lo invoquen continuamente. A esa incoherencia alude la palabra “hipócrita” que, en griego, significa “actor” y, fuera de la escena, “farsante”.
Hacía falta valor para dirigirse de ese modo a los doctores de la Ley. Pero tampoco es algo nuevo en Jesús, llamativamente crítico frente a cualquier imposición por parte de la autoridad religiosa.
Serían esas denuncias las que fueron creándole enemigos poderosos, que acabarían llevándole a la cruz.
El centro de la polémica parece claro. Fariseos y letrados partían de un principio: el contacto con lo cotidiano separa de Dios. Jesús se sitúa en la perspectiva opuesta: nada externo separa de Dios, sino hacer mal al ser humano. Y ahí se enumera una lista de acciones y de actitudes –quizás una de las “listas de pecados” que circulaban por las comunidades o incluso, más ampliamente, por ciertos ámbitos del mundo griego- que quieren abarcar los comportamientos que hacen daño a las personas.
Es probable que estas discusiones reflejen lo vivido en la propia comunidad de Marcos, en aquel tremendo enfrentamiento que vivió la primitiva Iglesia, sobre el cumplimiento o no cumplimiento de la Ley mosaica (recordemos los propios enfrentamientos de Pablo con los judeocristianos a propósito de esta cuestión).
En cualquier caso, el mensaje es claro y apunta a una doble dirección:
1) las llamadas “cuestiones de pureza”, a pesar de lo que diga la religión, tienen poco que ver con Dios;
2) la autoridad religiosa, desde el comienzo, tiende a dominar las conciencias a través de los “principios morales” por ella establecidos.
Venimos a nuestra tradición. También entre nosotros, la pureza, particularmente en todo lo que se refería al campo sexual, llegó a convertirse en el centro de la moral, con la consiguiente carga de culpabilidad y de angustia para muchas personas. Se llegó a demonizar el cuerpo y la sexualidad, en nombre de una mentalidad puritana, y se hacían depender de Dios principios que nada tenían que ver con él.
También entre nosotros, por otra parte, la autoridad religiosa se aferra desesperadamente a mantener el control en el campo de la moral, quizás porque intuye –aunque no lo haga conscientemente- que es el único reducto que le queda donde mantener su poder.
Venimos de un pasado en el que el poder de la autoridad eclesiástica había llegado a ser completo, por encima incluso de emperadores. Poco a poco, los diferentes sectores de la realidad fueron independizándose de su tutela, en el largo y doloroso proceso de secularización.
Así, las ciencias naturales (a partir de Copérnico y Galileo), la sociología, la política, la psicología… empezaron a funcionar como realidades autónomas. Únicamente quedó la moral como el campo que la Iglesia considera “suyo”. Esto explica su oposición a todo lo que suene a “ética civil” o laica, a la vez que se arroga el derecho a tener la palabra última y definitiva sobre todo lo concerniente a la moral.
Tal actitud es vista por gran parte de nuestra sociedad como prepotente y es interpretada como expresión de una voluntad de poder, por parte de quien no se resigna a dejar de ser la “voz” utorizada de la sociedad. En último término, pareciera que no son sino reminiscencias de lo que ha sido una larga historia de predominio religioso, en el que la autoridad eclesiástica se ha visto a sí misma como la “conciencia normativa” de la sociedad.
Esa actitud, sin embargo, oscurece el mensaje de la Buena Noticia de Jesús. A los ojos de muchos, la Iglesia aparece prioritariamente preocupada por “tener razón” en las orientaciones (discutibles, como todo lo humano) que propone, y excesivamente centrada en ella misma.
Se pueden escuchar homilías o leer mensajes de eclesiásticos en los que únicamente se habla de la Iglesia. ¿Qué es una institución tan volcada sobre ella misma, cuando su razón de ser no es sino el bien de los otros? ¿Dónde queda el gozo de comunicar y ayudar a vivir la experiencia de Dios? ¿Dónde, el compromiso de favorecer la vida de los más necesitados?
Sabemos todos por experiencia que el miedo es uno de los factores que más nos llevan a replegarnos sobre nosotros mismos. Y quizás es eso lo que le ocurre a la Iglesia en estos momentos. Pero eso no disculpa cualquier comportamiento.
De otro modo, aun sin darse cuenta de ello, la jerarquía puede caer fácilmente en la trampa en que habían caído los fariseos y los letrados, contemporáneos de Jesús. Y hacerse merecedora de sus mismos reproches.
Somos portadores de una Buena Noticia. Y una buena noticia no se anuncia con caras amargadas ni con tonos inquisitoriales; tampoco desde una pretendida superioridad.
Nuestros contemporáneos no aceptan ya el “principio de autoridad”, como argumento último, sino la búsqueda compartida de solución para los problemas difíciles que nos toca afrontar.
Bajar de cualquier tipo de pedestal es la primera condición para poder hablar creíblemente del mensaje de Jesús. Anunciar la Buena Noticia no es “dar doctrina” –esto podría valer para el periodo mítico o “mental”-, sino compartir lo que, vital y gozosamente, se ha experimentado; no es transmitir creencias, sino ofrecer vivencias y señalar indicaciones que permitan experimentarla.
Pero lo cierto es que la clase religiosa se arrogó, desde el principio, la potestad de decidir sobre “lo puro y lo impuro”, con lo que adquirió un poder casi absoluto sobre la vida de los humanos. No en vano decidir sobre lo que es puro o impuro implica un dominio sobre la conciencia, y una conciencia sometida es lo que busca todo poder autoritario.
Por eso, cuando alguien se atrevía a desafiar cualquier norma de pureza, incluso la más pequeña, era visto como una amenaza por la autoridad religiosa, que rápidamente invocaba la voluntad de Dios y amenazaba con el castigo, la excomunión o la condena eterna. En un rígido sistema de normas, no podía permitirse el incumplimiento de la menor de ellas, porque eso equivalía nada menos que a poner en cuestión el sistema mismo.
En este marco hay que entender la polémica de los fariseos –élite religiosa judía- y los letrados –los doctores encargados de interpretar y aplicar la Ley a la vida cotidiana- con Jesús, a propósito del incumplimiento de una norma ritual por parte de los discípulos.
Lo primero que destaca en la respuesta de Jesús es su ironía. Dicen lavarse las manos para no contaminarse de lo mundano y mantenerse así cerca de Dios, pero resulta que su religión se basa en “preceptos humanos”.
Y, con la ironía, la denuncia de una piedad ritual que se queda en lo exterior, y la acusación grave de incoherencia en quienes viven un culto vacío, porque su corazón está lejos de Dios, por más que lo invoquen continuamente. A esa incoherencia alude la palabra “hipócrita” que, en griego, significa “actor” y, fuera de la escena, “farsante”.
Hacía falta valor para dirigirse de ese modo a los doctores de la Ley. Pero tampoco es algo nuevo en Jesús, llamativamente crítico frente a cualquier imposición por parte de la autoridad religiosa.
Serían esas denuncias las que fueron creándole enemigos poderosos, que acabarían llevándole a la cruz.
El centro de la polémica parece claro. Fariseos y letrados partían de un principio: el contacto con lo cotidiano separa de Dios. Jesús se sitúa en la perspectiva opuesta: nada externo separa de Dios, sino hacer mal al ser humano. Y ahí se enumera una lista de acciones y de actitudes –quizás una de las “listas de pecados” que circulaban por las comunidades o incluso, más ampliamente, por ciertos ámbitos del mundo griego- que quieren abarcar los comportamientos que hacen daño a las personas.
Es probable que estas discusiones reflejen lo vivido en la propia comunidad de Marcos, en aquel tremendo enfrentamiento que vivió la primitiva Iglesia, sobre el cumplimiento o no cumplimiento de la Ley mosaica (recordemos los propios enfrentamientos de Pablo con los judeocristianos a propósito de esta cuestión).
En cualquier caso, el mensaje es claro y apunta a una doble dirección:
1) las llamadas “cuestiones de pureza”, a pesar de lo que diga la religión, tienen poco que ver con Dios;
2) la autoridad religiosa, desde el comienzo, tiende a dominar las conciencias a través de los “principios morales” por ella establecidos.
Venimos a nuestra tradición. También entre nosotros, la pureza, particularmente en todo lo que se refería al campo sexual, llegó a convertirse en el centro de la moral, con la consiguiente carga de culpabilidad y de angustia para muchas personas. Se llegó a demonizar el cuerpo y la sexualidad, en nombre de una mentalidad puritana, y se hacían depender de Dios principios que nada tenían que ver con él.
También entre nosotros, por otra parte, la autoridad religiosa se aferra desesperadamente a mantener el control en el campo de la moral, quizás porque intuye –aunque no lo haga conscientemente- que es el único reducto que le queda donde mantener su poder.
Venimos de un pasado en el que el poder de la autoridad eclesiástica había llegado a ser completo, por encima incluso de emperadores. Poco a poco, los diferentes sectores de la realidad fueron independizándose de su tutela, en el largo y doloroso proceso de secularización.
Así, las ciencias naturales (a partir de Copérnico y Galileo), la sociología, la política, la psicología… empezaron a funcionar como realidades autónomas. Únicamente quedó la moral como el campo que la Iglesia considera “suyo”. Esto explica su oposición a todo lo que suene a “ética civil” o laica, a la vez que se arroga el derecho a tener la palabra última y definitiva sobre todo lo concerniente a la moral.
Tal actitud es vista por gran parte de nuestra sociedad como prepotente y es interpretada como expresión de una voluntad de poder, por parte de quien no se resigna a dejar de ser la “voz” utorizada de la sociedad. En último término, pareciera que no son sino reminiscencias de lo que ha sido una larga historia de predominio religioso, en el que la autoridad eclesiástica se ha visto a sí misma como la “conciencia normativa” de la sociedad.
Esa actitud, sin embargo, oscurece el mensaje de la Buena Noticia de Jesús. A los ojos de muchos, la Iglesia aparece prioritariamente preocupada por “tener razón” en las orientaciones (discutibles, como todo lo humano) que propone, y excesivamente centrada en ella misma.
Se pueden escuchar homilías o leer mensajes de eclesiásticos en los que únicamente se habla de la Iglesia. ¿Qué es una institución tan volcada sobre ella misma, cuando su razón de ser no es sino el bien de los otros? ¿Dónde queda el gozo de comunicar y ayudar a vivir la experiencia de Dios? ¿Dónde, el compromiso de favorecer la vida de los más necesitados?
Sabemos todos por experiencia que el miedo es uno de los factores que más nos llevan a replegarnos sobre nosotros mismos. Y quizás es eso lo que le ocurre a la Iglesia en estos momentos. Pero eso no disculpa cualquier comportamiento.
De otro modo, aun sin darse cuenta de ello, la jerarquía puede caer fácilmente en la trampa en que habían caído los fariseos y los letrados, contemporáneos de Jesús. Y hacerse merecedora de sus mismos reproches.
Somos portadores de una Buena Noticia. Y una buena noticia no se anuncia con caras amargadas ni con tonos inquisitoriales; tampoco desde una pretendida superioridad.
Nuestros contemporáneos no aceptan ya el “principio de autoridad”, como argumento último, sino la búsqueda compartida de solución para los problemas difíciles que nos toca afrontar.
Bajar de cualquier tipo de pedestal es la primera condición para poder hablar creíblemente del mensaje de Jesús. Anunciar la Buena Noticia no es “dar doctrina” –esto podría valer para el periodo mítico o “mental”-, sino compartir lo que, vital y gozosamente, se ha experimentado; no es transmitir creencias, sino ofrecer vivencias y señalar indicaciones que permitan experimentarla.
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