A veces nos olvidamos de que Jesús nació en un establo, no en una iglesia, y que el Dios de la Encarnación tiene que ver tanto con mesas de cocina como con altares eclesiales. Dios es tan doméstico como monástico. Es importante recordar esto cuando tratamos de comprender la eucaristía. La Eucaristía es el cuerpo de Cristo, en la línea de la encarnación, y, como el nacimiento de Cristo, está destinada a traer lo divino a la vida concreta de cada día.
Por tanto, se supone que, entre otras cosas, la eucaristía es simplemente una comida familiar, una celebración comunitaria, un lugar, como nuestras mesas de cocina y salas de estar, donde nos reunimos para encontrarnos juntos, para compartir la vida ordinaria, para celebrar acontecimientos especiales con los demás, para consolarnos y llorar juntos cuando la vida esté llena de congoja y de pesar, y para juntarnos sencillamente con ese único fin, el de estar juntos.
“No es bueno que el hombre esté solo”. Dios pronunció esas palabras justamente antes de crear a Eva, y las refirió no sólo a Adán, el primer hombre, sino a todo hombre, mujer, niño y criatura, para siempre en la historia. Nada es una isla, ni siquiera una molécula sola o un átomo. Se supone que todo está en relación. La Eucaristía respeta eso.
Cuando Jesús nos “regaló” la Eucaristía, intentó que fuera un ritual que nos invitara a reunirnos, como una familia se reúne en cualquier circunstancia de nuestra vida. En el ámbito de la fe, igual que en el de la naturaleza, se supone que nos reunimos con otros tanto cuando nos sentimos felices como cuando nos invade la tristeza, cuando la ocasión es festivo-religiosa y cuando es simplemente mundana, cuando celebramos el nacimiento de una nueva vida y cuando enterramos a seres queridos, cuando nos entregamos unos a otros en matrimonio y cuando necesitamos reconciliarnos, cuando nuestra energía está por las nubes y cuando está por los suelos, cuando sentimos la necesidad de los otros y cuando queremos aislarnos o distanciarnos de los demás, y cuando no tenemos otra razón para juntarnos que el mero hecho de que nuestra naturaleza humana nos invita a ello.
La Eucaristía nos invita a reunirnos como familia. La esencia pura de la vida de familia es compartir con otros, tanto los momentos especiales como los ordinarios de la vida. Las familias se reúnen para celebrar acontecimientos: Nacimientos, bodas, graduaciones, enfermedades, defunciones, velorios, funerales. En esos momentos la atmósfera está más cargada, la energía sube de tono y hay un sentido más claro de que ésa es una ocasión en la que vale la pena que nos juntemos.
Pero familias que se sostienen por sí mismas también se juntan con regularidad, idealmente cada día, independientemente de si se da una ocasión especial o no. No se reúnen precisamente cuando la energía está por las nubes, cuando todos están en su mejor momento, cuando nadie está aburrido o enojado, o cuando alguna ocasión amerita el esfuerzo. Se juntan regularmente, a pesar del tedio, del aburrimiento, de la poca energía, del negocio, de las distracciones y tensiones interpersonales, porque reconocen, aunque sea inicialmente, que la vida de familia consiste tanto en compartir lo mundano, lo que nos distrae y entretiene, los resultados del deporte y las tensiones de la vida, como de compartir momentos especiales y gozosos. Ciertamente que la cena de un día cualquiera de “hotdogs” con habichuelas, devorada en veinte minutos, con la conversación no más profunda que los resultados deportivos, no tiene exactamente la misma sustancia que la comida de la cena de Navidad o la conversación mantenida en una boda o en un funeral, pero que es igualmente importante al crear familia y conservar la familia unida. La familia está ahí para todos los días ordinarios, como lo está para ocasiones especiales. Así también es la Eucaristía.
Por diversas razones hemos tardado en tomar en serio este aspecto de la Eucaristía. Quizás se debe a que sus otras dimensiones parecen más sagradas. Nuestra resistencia a aceptar esto se muestra evidente en la simple crítica que se hace contra gente que va a la iglesia principalmente por motivos sociales: “¡No va a la Iglesia a orar! ¡Va simplemente para socializar, por la oportunidad de conversar con otros!” Se expresa eso siempre como algo negativo, cuando de hecho es una buena razón, entre otras, para ir a la Eucaristía. Se nos dio el ritual de la Eucaristía, porque somos sociales por nuestro propio carácter como seres humanos. Ir a la iglesia para socializar es una razón suficiente para estar allí.
Ojalá hubiera aprendido yo esto cuando niño, cuando iba a la Iglesia en fiestas especiales, como Navidad y Pascua de Resurrección y oía al sacerdote que usaba la palabra “celebración” sólo para describir nuestra reunión eucarística en el templo y nunca, ni por un segundo, conectándola con la muy esperada cena familiar que tendríamos en la casa al llegar de la iglesia. Desearía también que la gente supiera esto mismo, cuando no se acerca y se queda fuera de la iglesia a causa del aburrimiento o de la ira o porque siente que su presencia allí es solamente social y no un acto de oración.
Una de las razones por las que vamos a la iglesia es para orar, ciertamente, pero también vamos allá por la misma razón por la que vamos cada noche a la mesa de familia. Siempre es bueno estar allí, pase lo que pase.
Por tanto, se supone que, entre otras cosas, la eucaristía es simplemente una comida familiar, una celebración comunitaria, un lugar, como nuestras mesas de cocina y salas de estar, donde nos reunimos para encontrarnos juntos, para compartir la vida ordinaria, para celebrar acontecimientos especiales con los demás, para consolarnos y llorar juntos cuando la vida esté llena de congoja y de pesar, y para juntarnos sencillamente con ese único fin, el de estar juntos.
“No es bueno que el hombre esté solo”. Dios pronunció esas palabras justamente antes de crear a Eva, y las refirió no sólo a Adán, el primer hombre, sino a todo hombre, mujer, niño y criatura, para siempre en la historia. Nada es una isla, ni siquiera una molécula sola o un átomo. Se supone que todo está en relación. La Eucaristía respeta eso.
Cuando Jesús nos “regaló” la Eucaristía, intentó que fuera un ritual que nos invitara a reunirnos, como una familia se reúne en cualquier circunstancia de nuestra vida. En el ámbito de la fe, igual que en el de la naturaleza, se supone que nos reunimos con otros tanto cuando nos sentimos felices como cuando nos invade la tristeza, cuando la ocasión es festivo-religiosa y cuando es simplemente mundana, cuando celebramos el nacimiento de una nueva vida y cuando enterramos a seres queridos, cuando nos entregamos unos a otros en matrimonio y cuando necesitamos reconciliarnos, cuando nuestra energía está por las nubes y cuando está por los suelos, cuando sentimos la necesidad de los otros y cuando queremos aislarnos o distanciarnos de los demás, y cuando no tenemos otra razón para juntarnos que el mero hecho de que nuestra naturaleza humana nos invita a ello.
La Eucaristía nos invita a reunirnos como familia. La esencia pura de la vida de familia es compartir con otros, tanto los momentos especiales como los ordinarios de la vida. Las familias se reúnen para celebrar acontecimientos: Nacimientos, bodas, graduaciones, enfermedades, defunciones, velorios, funerales. En esos momentos la atmósfera está más cargada, la energía sube de tono y hay un sentido más claro de que ésa es una ocasión en la que vale la pena que nos juntemos.
Pero familias que se sostienen por sí mismas también se juntan con regularidad, idealmente cada día, independientemente de si se da una ocasión especial o no. No se reúnen precisamente cuando la energía está por las nubes, cuando todos están en su mejor momento, cuando nadie está aburrido o enojado, o cuando alguna ocasión amerita el esfuerzo. Se juntan regularmente, a pesar del tedio, del aburrimiento, de la poca energía, del negocio, de las distracciones y tensiones interpersonales, porque reconocen, aunque sea inicialmente, que la vida de familia consiste tanto en compartir lo mundano, lo que nos distrae y entretiene, los resultados del deporte y las tensiones de la vida, como de compartir momentos especiales y gozosos. Ciertamente que la cena de un día cualquiera de “hotdogs” con habichuelas, devorada en veinte minutos, con la conversación no más profunda que los resultados deportivos, no tiene exactamente la misma sustancia que la comida de la cena de Navidad o la conversación mantenida en una boda o en un funeral, pero que es igualmente importante al crear familia y conservar la familia unida. La familia está ahí para todos los días ordinarios, como lo está para ocasiones especiales. Así también es la Eucaristía.
Por diversas razones hemos tardado en tomar en serio este aspecto de la Eucaristía. Quizás se debe a que sus otras dimensiones parecen más sagradas. Nuestra resistencia a aceptar esto se muestra evidente en la simple crítica que se hace contra gente que va a la iglesia principalmente por motivos sociales: “¡No va a la Iglesia a orar! ¡Va simplemente para socializar, por la oportunidad de conversar con otros!” Se expresa eso siempre como algo negativo, cuando de hecho es una buena razón, entre otras, para ir a la Eucaristía. Se nos dio el ritual de la Eucaristía, porque somos sociales por nuestro propio carácter como seres humanos. Ir a la iglesia para socializar es una razón suficiente para estar allí.
Ojalá hubiera aprendido yo esto cuando niño, cuando iba a la Iglesia en fiestas especiales, como Navidad y Pascua de Resurrección y oía al sacerdote que usaba la palabra “celebración” sólo para describir nuestra reunión eucarística en el templo y nunca, ni por un segundo, conectándola con la muy esperada cena familiar que tendríamos en la casa al llegar de la iglesia. Desearía también que la gente supiera esto mismo, cuando no se acerca y se queda fuera de la iglesia a causa del aburrimiento o de la ira o porque siente que su presencia allí es solamente social y no un acto de oración.
Una de las razones por las que vamos a la iglesia es para orar, ciertamente, pero también vamos allá por la misma razón por la que vamos cada noche a la mesa de familia. Siempre es bueno estar allí, pase lo que pase.
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