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viernes, 13 de noviembre de 2009

XXXIII Domingo del T.O. (Marcos 13,24-32) - Ciclo B: De la tribulación a la esperanza


¿Por qué imaginamos la venida última de Cristo como una amenaza? El Evangelio, es cierto, nos dice que este mundo quedará destruido pero se supone que tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo no en este mundo. ¿O no? Y se supone que de Cristo esperamos la salvación, la vida, la misericordia, el perdón. ¿O no?
La realidad es que hay toda una mitología, toda una forma de pensar e imaginar el fin de este mundo que gira en torno al desastre, la destrucción, la muerte, la violencia y todo lo que es precisamente lo contrario de lo que podemos esperar de Jesús. No sólo es que en los últimos tiempos se hayan estrenado en los cines numerosas películas sobre el tema. Esa forma de pensar, esas ideas, parece que están metidas en nuestra mente, en la forma de pensar de los pueblos, desde mucho antes.


El Apocalipsis como destrucción

En esas historias siempre hay algo, una causa externa o física, que causa la destrucción de nuestro mundo. Puede ser un asteroide que va a chocar contra la tierra, un terremoto, una tormenta, una guerra atómica. La conclusión es siempre la misma: nuestro mundo –y hay que subrayar lo de “nuestro”– termina, se acaba. Desaparece la estabilidad, la seguridad de las relaciones humanas que nos permiten vivir. Y los sobrevivientes, si los hay, vuelven a una situación anterior en la historia, mucho más penosa, más difícil, más insegura.
En nuestra mente, los cristianos leemos así también estos textos apocalípticos. Y se convierten para nosotros en fuente de amenaza. La venida de Cristo ya no es deseada ni esperada sino temida. Pensar en ella nos produce pavor, terror, miedo. Parece que en el juicio ya no vamos a tener ninguna posibilidad de defensa. Es más, diríamos que es un juicio, el de Dios, que casi no es juicio porque da la impresión de que estamos previamente condenados. No hay nada que hacer. No hay esperanza. Dios ha medido cada una de nuestras acciones, pensamientos y deseos. No hay escapatoria. No hay defensa posible. No valen las excusas. Su dedo acusador nos señalará sin compasión. Y la espada de fuego del ángel de turno nos arrojará de su presencia y nos enviará al infierno.


El Evangelio de la esperanza

Todo eso tiene muy poco que ver con el Evangelio. Tiene muy poco que ver con lecturas como las de este domingo. Cierto que hablan del fin de nuestro mundo. Porque este mundo tiene fecha de caducidad. El paso del tiempo le persigue como una amenaza. Nada dura para siempre. Nuestra propia vida está amenazada de muerte. Y nuestra muerte significa la muerte y desaparición de nuestro mundo.
Pero ahí está la primera lectura del profeta Daniel. Reconoce que ése será un “tiempo de angustia”. Pero ése es precisamente el tiempo en el que surgirá Miguel, el que “defiende a los hijos de tu pueblo”. Y dice también que “en aquel tiempo se salvará tu pueblo”. Es que Dios no va a dejar de su mano a sus hijos. ¿Es que puede el padre abandonar a sus hijos y condenarlos a la muerte? ¿Puede el Creador complacerse en la destrucción de su propia creación?
En el Evangelio también se habla de ese último momento. También es momento de tribulación. Pero precisamente en ese momento es cuando aparecerá el Hijo del Hombre para reunir de los cuatro vientos a sus elegidos. El texto no quiere ser una amenaza sino precisamente lo contrario. Las palabras de Jesús quieren suscitar nuestra esperanza. Ni en medio de las mayores dificultades Dios nos deja de su mano. Somos sus hijos. Esta humanidad doliente es su familia y no la va a abandonar nunca. Al final, triunfará la misericordia, el amor, el perdón. Al final, el Hijo del Hombre nos traerá la vida y la vida en plenitud. A todos, comenzando por aquellos a los que les ha tocado la peor parte en este mundo.
Es momento de levantar la cabeza y dejar que la esperanza haga brotar una sonrisa en nuestro rostro. Y de dar la mano a todos para compartir esa esperanza y no dejar que ningún hermano quede atrás.

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