Al acabar el “año litúrgico” –estamos en el penúltimo domingo-, se nos proponen lecturas que, haciendo referencia a “los últimos tiempos”, quieren invitar a la “vigilancia”. En concreto, la de hoy está tomada del “discurso escatológico” o “pequeño apocalipsis de Marcos”, que ocupa el capítulo 13 de su evangelio.
Parece claro que la primera comunidad cristiana esperaba un final inminente, con el retorno del Señor Jesús. En el año 51, Pablo escribe que “los que aún quedemos vivos cuando venga el Señor, seremos arrebatados entre nubes y saldremos por los aires al encuentro del Señor” (Primera Carta a los Tesalonicenses 4,17).
Y debieron tomarlo tan en serio que, poco después, el mismo Pablo tuvo que salir al paso de ciertas conductas, pidiendo a sus destinatarios que no se alarmaran “por supuestas cartas nuestras en las que se diga que el día del Señor es inminente” (Segunda Carta a los Tesalonicenses 2, 2).
Por su parte, el autor de la Carta de Pedro se ve en la obligación de responder a quienes, «con sarcasmo», preguntaban: «¿Dónde queda la promesa de su gloriosa venida? ¡Ya han muerto nuestros padres y todo está igual que al principio del mundo!». Y aporta una explicación ingeniosa: “Un día es para el Señor como mil años, y mil años como un día. Y no es que el Señor se retrase en cumplir su promesa como algunos creen; simplemente tiene paciencia con vosotros” (Segunda Carta de Pedro 3, 8-9).
Probablemente, según los estudios más rigurosos, Jesús no compartió esa creencia apocalíptica –lo cual es coherente con alguien que “ha visto” y vive en la Presencia-, pero la comunidad posterior puso en su boca, tanto las palabras que leemos hoy: “Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla”, como aquellas otras que recoge el mismo Marcos: “Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto antes que el reino de Dios ha llegado ya con fuerza” (Marcos 9,1).
Sobre la creencia, pues, de un final inminente, Marcos construye este discurso escatológico, usando el género apocalíptico.
Los “movimientos” en el cielo significaban el hundimiento de los poderes de la tierra. El “viejo orden” se venía abajo, para ser reemplazado por un mundo nuevo.
Este mundo nuevo sería inaugurado por la presencia del Hijo del Hombre –la figura apocalíptica del Libro de Daniel, aplicada luego por los cristianos a Jesús-, que reuniría a toda la humanidad –“los cuatro vientos”-, estableciendo el “reino de Dios”, el gran Sueño que alentaba en Israel, particularmente desde el profeta Isaías:
“El Señor todopoderoso preparará en este monte para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares exquisitos, vinos refinados… Destruirá la muerte para siempre, secará las lágrimas de todos los rostros, y borrará de la tierra el oprobio de su pueblo… Aquel día dirán: «Éste es nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación»” (Isaías 25,6-9).
Se trata de un anuncio esperanzador y cierto. La esperanza la pone la imagen de la higuera que, cargándose de yemas, anuncia la primavera. Ése es nuestro destino –viene a decirnos el evangelio-: caminamos hacia una Primavera que no conocerá ocaso. La certeza hace pie en la promesa de Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.
En realidad, los discursos escatológicos y los anuncios apocalípticos, a pesar de su apariencia, son siempre una llamada a la esperanza. Lo que puede ocurrir es que el yo se la apropie y la lea en clave de “seguro” de su propia pervivencia.
Para el yo –que, debido a su propia inconsistencia, siempre sueña con ser feliz en el futuro-, la esperanza no es sino una proyección hacia algún futuro, que le sirve para huir del presente o para poder “soportarlo”.
De este modo, la esperanza termina convirtiéndose en una coartada para no vivir el presente y en un pretexto para fomentar la ansiedad característica del propio yo.
Veámoslo más despacio. Como señala Eckhart Tolle, para el yo, lo que él llama “presente”, se ve
1) como un medio para conseguir algo,
2) como un obstáculo que es necesario superar, o
3) como un enemigo, porque odias lo que está viviendo en un momento determinado. En cualquier caso, como algo “negativo”, imperfecto, incompleto…
Ahora bien, lo único que existe es el presente: siempre es Ahora. Tenía razón E. Schrödinger, uno de los “padres” de la física cuántica, cuando decía que “el presente es la única cosa que no tiene fin”. Únicamente existe el presente, y sólo en él estamos.
Porque, como ha escrito Sesha, “nadie puede situarse en el pasado para percibir o localizar el pasado y nadie puede situarse en el futuro para percibir o localizar el futuro. Son siempre proyecciones desde el único lugar que existe: el presente”.
La conclusión es clara: si únicamente existe el presente, todo lo que sea querer huir de él, no sólo resulta vano, sino pernicioso. Porque nos aleja del único lugar de la Vida, confundiéndonos con quimeras de diverso signo, y produciendo una extraña paradoja: si sólo existe el presente, ¿dónde estoy cuando “no estoy” en él?
Es parecido a lo que, en lenguaje religioso, formulaba sor Isabel de la Trinidad: “Dios mío, si tú estás en todas partes, ¿cómo me las arreglo yo para estar siempre en otro sitio?”.
La explicación es sencilla: Cuando “no estamos” en el presente, nos hallamos perdidos en algún vericueto de nuestra mente, es decir, somos presa de nuestra mente no observada; estamos “dormidos”, identificados con nuestro yo, y apenas “sobreviviendo” en la inconsciencia, porque vivir, únicamente se puede en el presente.
Y ahora podemos entender el motivo por el que el yo busca siempre huir: porque no puede vivir en el “aquí y ahora”. “Presente” y “yo” son realidades mutuamente excluyentes. Quien está identificado con su yo, no puede vivir en el presente; cuando se viene al presente, el yo desaparece.
Por ese motivo, el yo no puede entender la esperanza sino como mera “expectativa” que lo aleja del presente, en la promesa de algo que le haga sentir mejor en otro tiempo y en otro lugar.
La auténtica esperanza, sin embargo, no sólo no aleja del presente, sino que nos ancla en él. Porque, realmente, sólo hay una esperanza: la que corresponde al anhelo por el Ahora. Quizás no lo sepamos, pero eso es lo único que anhelamos: reconocernos y vivir en la Plenitud de lo que es, en el Presente pleno, donde “todo está bien”…, en la Presencia que somos.
“Presente” no significa un espacio temporal intermedio, entre el pasado que se fue y el futuro que no ha llegado –así es cómo lo lee la mente y el yo: es el “presente pensado”-, sino el Ahora atemporal, donde ya no hay pensamiento, donde no hay rastro del yo. Ese Presente atemporal equivale al “cielo” del que habla la religión y es otro nombre de Dios: la Presencia luminosa, radiante y plena de Lo Que Es.
Ése es el único objeto de la esperanza humana. Y a eso nos vamos entrenando cuando permitimos que este momento sea tal como es; cuando aceptamos y nos rendimos, dócilmente, a lo que es; cuando, gracias a la práctica meditativa, acallamos la mente y nos desidentificamos del yo.
Nuestra felicidad no está en ningún futuro; tampoco en nada que pueda “conseguirse” o “lograrse”. La felicidad vive únicamente en el Presente y sólo cuando nos dejamos venir a él, nos muestra su rostro.
Ahí todo se unifica: al venir al estado de presencia, descubrimos que somos Presencia –ésa es nuestra identidad última-; apercibimos también que esa presencia es una y la misma que la presencia que hay en todos los demás seres vivos –nuestra verdadera identidad la compartimos con todos ellos-; y experimentamos que, en ella, todo está bien.
Parece claro que la primera comunidad cristiana esperaba un final inminente, con el retorno del Señor Jesús. En el año 51, Pablo escribe que “los que aún quedemos vivos cuando venga el Señor, seremos arrebatados entre nubes y saldremos por los aires al encuentro del Señor” (Primera Carta a los Tesalonicenses 4,17).
Y debieron tomarlo tan en serio que, poco después, el mismo Pablo tuvo que salir al paso de ciertas conductas, pidiendo a sus destinatarios que no se alarmaran “por supuestas cartas nuestras en las que se diga que el día del Señor es inminente” (Segunda Carta a los Tesalonicenses 2, 2).
Por su parte, el autor de la Carta de Pedro se ve en la obligación de responder a quienes, «con sarcasmo», preguntaban: «¿Dónde queda la promesa de su gloriosa venida? ¡Ya han muerto nuestros padres y todo está igual que al principio del mundo!». Y aporta una explicación ingeniosa: “Un día es para el Señor como mil años, y mil años como un día. Y no es que el Señor se retrase en cumplir su promesa como algunos creen; simplemente tiene paciencia con vosotros” (Segunda Carta de Pedro 3, 8-9).
Probablemente, según los estudios más rigurosos, Jesús no compartió esa creencia apocalíptica –lo cual es coherente con alguien que “ha visto” y vive en la Presencia-, pero la comunidad posterior puso en su boca, tanto las palabras que leemos hoy: “Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla”, como aquellas otras que recoge el mismo Marcos: “Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto antes que el reino de Dios ha llegado ya con fuerza” (Marcos 9,1).
Sobre la creencia, pues, de un final inminente, Marcos construye este discurso escatológico, usando el género apocalíptico.
Los “movimientos” en el cielo significaban el hundimiento de los poderes de la tierra. El “viejo orden” se venía abajo, para ser reemplazado por un mundo nuevo.
Este mundo nuevo sería inaugurado por la presencia del Hijo del Hombre –la figura apocalíptica del Libro de Daniel, aplicada luego por los cristianos a Jesús-, que reuniría a toda la humanidad –“los cuatro vientos”-, estableciendo el “reino de Dios”, el gran Sueño que alentaba en Israel, particularmente desde el profeta Isaías:
“El Señor todopoderoso preparará en este monte para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares exquisitos, vinos refinados… Destruirá la muerte para siempre, secará las lágrimas de todos los rostros, y borrará de la tierra el oprobio de su pueblo… Aquel día dirán: «Éste es nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación»” (Isaías 25,6-9).
Se trata de un anuncio esperanzador y cierto. La esperanza la pone la imagen de la higuera que, cargándose de yemas, anuncia la primavera. Ése es nuestro destino –viene a decirnos el evangelio-: caminamos hacia una Primavera que no conocerá ocaso. La certeza hace pie en la promesa de Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.
En realidad, los discursos escatológicos y los anuncios apocalípticos, a pesar de su apariencia, son siempre una llamada a la esperanza. Lo que puede ocurrir es que el yo se la apropie y la lea en clave de “seguro” de su propia pervivencia.
Para el yo –que, debido a su propia inconsistencia, siempre sueña con ser feliz en el futuro-, la esperanza no es sino una proyección hacia algún futuro, que le sirve para huir del presente o para poder “soportarlo”.
De este modo, la esperanza termina convirtiéndose en una coartada para no vivir el presente y en un pretexto para fomentar la ansiedad característica del propio yo.
Veámoslo más despacio. Como señala Eckhart Tolle, para el yo, lo que él llama “presente”, se ve
1) como un medio para conseguir algo,
2) como un obstáculo que es necesario superar, o
3) como un enemigo, porque odias lo que está viviendo en un momento determinado. En cualquier caso, como algo “negativo”, imperfecto, incompleto…
Ahora bien, lo único que existe es el presente: siempre es Ahora. Tenía razón E. Schrödinger, uno de los “padres” de la física cuántica, cuando decía que “el presente es la única cosa que no tiene fin”. Únicamente existe el presente, y sólo en él estamos.
Porque, como ha escrito Sesha, “nadie puede situarse en el pasado para percibir o localizar el pasado y nadie puede situarse en el futuro para percibir o localizar el futuro. Son siempre proyecciones desde el único lugar que existe: el presente”.
La conclusión es clara: si únicamente existe el presente, todo lo que sea querer huir de él, no sólo resulta vano, sino pernicioso. Porque nos aleja del único lugar de la Vida, confundiéndonos con quimeras de diverso signo, y produciendo una extraña paradoja: si sólo existe el presente, ¿dónde estoy cuando “no estoy” en él?
Es parecido a lo que, en lenguaje religioso, formulaba sor Isabel de la Trinidad: “Dios mío, si tú estás en todas partes, ¿cómo me las arreglo yo para estar siempre en otro sitio?”.
La explicación es sencilla: Cuando “no estamos” en el presente, nos hallamos perdidos en algún vericueto de nuestra mente, es decir, somos presa de nuestra mente no observada; estamos “dormidos”, identificados con nuestro yo, y apenas “sobreviviendo” en la inconsciencia, porque vivir, únicamente se puede en el presente.
Y ahora podemos entender el motivo por el que el yo busca siempre huir: porque no puede vivir en el “aquí y ahora”. “Presente” y “yo” son realidades mutuamente excluyentes. Quien está identificado con su yo, no puede vivir en el presente; cuando se viene al presente, el yo desaparece.
Por ese motivo, el yo no puede entender la esperanza sino como mera “expectativa” que lo aleja del presente, en la promesa de algo que le haga sentir mejor en otro tiempo y en otro lugar.
La auténtica esperanza, sin embargo, no sólo no aleja del presente, sino que nos ancla en él. Porque, realmente, sólo hay una esperanza: la que corresponde al anhelo por el Ahora. Quizás no lo sepamos, pero eso es lo único que anhelamos: reconocernos y vivir en la Plenitud de lo que es, en el Presente pleno, donde “todo está bien”…, en la Presencia que somos.
“Presente” no significa un espacio temporal intermedio, entre el pasado que se fue y el futuro que no ha llegado –así es cómo lo lee la mente y el yo: es el “presente pensado”-, sino el Ahora atemporal, donde ya no hay pensamiento, donde no hay rastro del yo. Ese Presente atemporal equivale al “cielo” del que habla la religión y es otro nombre de Dios: la Presencia luminosa, radiante y plena de Lo Que Es.
Ése es el único objeto de la esperanza humana. Y a eso nos vamos entrenando cuando permitimos que este momento sea tal como es; cuando aceptamos y nos rendimos, dócilmente, a lo que es; cuando, gracias a la práctica meditativa, acallamos la mente y nos desidentificamos del yo.
Nuestra felicidad no está en ningún futuro; tampoco en nada que pueda “conseguirse” o “lograrse”. La felicidad vive únicamente en el Presente y sólo cuando nos dejamos venir a él, nos muestra su rostro.
Ahí todo se unifica: al venir al estado de presencia, descubrimos que somos Presencia –ésa es nuestra identidad última-; apercibimos también que esa presencia es una y la misma que la presencia que hay en todos los demás seres vivos –nuestra verdadera identidad la compartimos con todos ellos-; y experimentamos que, en ella, todo está bien.
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