Publicado por El Blog de X. Pikaza
Comenté hace dos días el texto de la Resurrección de Lázaro (Jn 11) y terminé diciendo que dejaba pendientes algunos hilos de la trama. El más importe se refiere al diálogo de Jesús con Marta, la hermana primera, donde se habla de tres resurrecciones.
Jesús dijo a Marta: "Tu hermano resucitará."
(1) Marta respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día."
Jesús le dice: "Yo soy la resurrección y la vida: (2) el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; (3) y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre (Jn 11, 23-26)
Dejo para otro día el estudio de la figura de Marta, la primera creyente total del evangelio de Juan. Ahora me centro en las tres resurrecciones, que son lo que importa en el texto, como supone el mismo Benedicto XVI, sabiendo que la reanimación materialista y biológica de Lázaro resulta secundaria, pues el evangelio de Juan habla de otra cosa, más profunda, más real, más creadora y divina, más hondamente humana: la resurrección total de la persona, alma y cuerpo, para superar así la muerte, en esta misma vida.
Quiero que se escucha otra vez (y siempre) la gran voz que Jesús dijo a Lázaro, y nos dice a nosotros, a toda la Iglesia, al conjunto de la humanidad: Ha llegado el tercer día, el tiempo de la Vida. Sal de la tumba donde estás muriendo, ven fuera
Tres resurrecciones
(a) La primera resurrección es aquella en la que creen los judíos (como Marta): “Mi hermano resucitará en la resurrección del ultimo día”. Ésta es la fe de gran parte de Israel, en tiempos de Jesús, la fe de los fariseos y los apocalípticos. Al final de los tiempos, los muertos se alzarán de las tumbas, unos para la vida eterna, otros para la condena. Así es como creen, todavía, la mayor parte de los cristianos. Y no está mal esta fe, pero no es la esencia de la vida cristiana.
(b) La segunda resurrección es la fe en Jesús: “El que cree en mí aunque haya muerto vivirá”. Es la resurrección vinculada a la experiencia del encuentro con Jesús, que vence al pecado (el poder de la muerte), haciendo que se exprese en nosotros, aquí, en este mundo, el poder de la Vida. “El que cree en mí… aunque haya muerto”, es decir, aunque se encuentre dominado por el pecado (por el miedo, por la ira…), recibirá el perdón, obtendrá la gracia, podrá vivir, aquí, en este mundo.
Esto es lo que algunos han llamado la resurrección gnóstica, entendiéndola de forma puramente intimista, como simple iluminación interior. En contra de ella (así entendida) ha combatido Pablo, al oponerse a los que dice que “la resurrección ya ha sucedido”, que ella no es más que vivencia interior, sin transformación de la vida. Para el Jesús de Juan, que habla con Marta, ésta es una resurrección realísima, la más importante de todas: la experiencia de la vida interior, del perdón, de la gracia.
(c) La tercera resurrección es la fe que “salta” hasta la vida eterna (como el agua de la vida). “Y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”… Los que creen de verdad (los que están vivos en Cristo) no pueden morir, no morirán nunca jamás (aunque externamente fallezcan). Nadie que vive en Cristo (es decir, en la Palabra de Dios, en el Seno de su Amor) puede morir. Cambia de vida, su vida se transforma, pero él no muere.
Esta experiencia de vida (el que cree y vive en Jesús no muere) no es un engaño interior, sino la experiencia suprema de la Fuerza de la Vida, que es Dios en nosotros. De esta fe en la resurrección ya acontecida han vivido y viven los grandes creyentes, de oriente y occidente. De ella seguiremos hablando en días sucesivos, aunque ya aquí quiero, a modo de apéndice, ofrecer algunas reflexiones.
Apéndice 1. Reflexiones ulteriores sobre la resurrección
Judíos y cristianos creemos en el valor permanente de la vida humana (es decir, de la historia). Por eso hablamos de la resurrección de la carne, es decir, la culminación eterna de la historia. Esta fe en la resurrección constituye el centro y nota distintiva de judíos y cristianos: Israel la vincula a la esperanza mesiánica, los cristianos a la historia de Jesús de Nazaret... Éstos son sus presupuestos generales:
– Es resurrección de la carne, es decir, de la naturaleza y de la historia. El mundo no es por tanto una cárcel o pecado sino un camino de vida que puede culminar, por gracia de Dios, en una especie de inmortalidad gozosa. Esto que llamamos carne (mundo, historia) no es la expresión de un forzado eterno retorno angustioso. La historia se define aquí como camino abierto que puede ser culminado por Dios en forma de creación definitiva (para los cristianos, la historia está ya fecundada por Cristo, que ha sido “engendrado” en nosotros, de forma que los que creen en él ya no mueren).
– Es resurrección de la persona, en el sentido más estricto del término. El mundo en sí no puede resucitar, tampoco los organismos sociales, pues no se poseen a sí mismos (no tienen realidad autónoma). Sólo resucitan, culminan su camino de realización, las personas, en las que Dios habita, como dijo el mismo Jesús hablando de Abrahán, Isaac y Jacob, amigos de Dios... Si ellos vivían en Dios no podían morir. Lo mismo, en grado más explícito, se puede decir de los cristianos. Quienes creen en Jesús (viven en él) no pueden morir, porque Cristo es la resurrección y la vida. Mirada así, la resurrección pertenece al camino personal de la presencia de Dios (de su Cristo) en los hombres. Los humanos puede realizar y culminar la vida en gratuidad, la ponen en manos de Dios y Dios la acoge, es decir, les resucita.
– Ésta es una resurrección que empieza dentro de la misma historia. El camino aquí evocado resurrección no consiste en negar (abandonar) el mundo, como suponían los creyentes de las religiones de la interioridad. Sólo hay un camino de resurrección: iniciar en este mundo una existencia verdadera, definida por la gratuidad y la entrega mutua entre persona. Así lo ha señalado (como luego indicaremos con más extensión) el Apocalipsis cristiano (Ap 20, 1-6) cuando habla del reino histórico de los Mil Años, definiéndolo como Resurrección Primera. Los verdaderos creyentes empiezan a resucitar dentro de la misma historia, creando un reino que se encuentre bien fundado en los mártires, los expulsados, los marginados de la sociedad antigua. Por eso, la resurrección final o Resurrección Segunda (Ap 21-22) no es negación sino culminación de la historia humana.
-- Ésta es una resurrección dialogal: los humanos resucitan (viven) porque se vincula a Dios. Ni Dios deja de ser divino, ni los humanos criaturas. Siguen siendo distintos: Dios trascendente, los humanos limitados. Pero uno y otros se vinculan de forma definitiva, eterna. No es que lo divino vuelva a Dios (el polvo el polvo, el alma a su cielo) sino que el ser humano entero (como persona) pueda dar su vida a Dios, pueda entregársela en amor, y Dios se la reciba, para culminarla así en forma definitiva. La salvación no consiste en dejar de ser humanos, en olvidar la historia, sino en culminarla y recrearla plenamente. En ese sentido, la resurrección implica cumplimiento de la historia, en diálogo con Dios. En sí mismo, el humano es mortal, la historia es cadena de muerte. Pero en diálogo con Dios, puede culminar su camino, siendo recibido en Dios, por Dios, en diálogo de amor que ya no termina.
– Resucitar, creer en el valor de la vida humana, en Cristo. Sólo esta fe en la resurrección confiere seriedad y sentido a la historia humana. En el fondo, creer en la resurrección significa creer en el valor definitivo de esta vida personal, en el valor de las acciones que conforman y definen aquello que nosotros somos. Frente a las religiones de la interioridad que parecen dar primacía al deshacernos (debemos perder nuestra identidad mundana para ser en lo divino) las religiones de la resurrección destacan la exigencia del hacernos: somos aquello que nosotros mismos vamos realizando, en camino abierto a la acción del Dios que nos resucita. La fe en la resurrección constituye un elemento importante de la tradición judía, que ha recibido un sentido nuevo en el cristianismo y ha sido asumida por el islam. Hay algo común en las tres perspectivas, pero ellas tampoco pueden identificarse.
– La resurrección según Marta, judía, antes de creer en Jesús. En general, el antiguo Israel no creía en la vida de los individuos tras la muerte. Creía más bien en la pervivencia del pueblo (o de la humanidad). Los individuos en cuanto tales mueren. Pero en los últimos siglos antes de Cristo, muchos grupos judíos empiezan a creer en la resurrección de los muertos, al menos de los que han sido fieles al Dios de la alianza. La resurrección pertenece, ante todo, al pueblo en cuanto tal, es decir, a los justos del pueblo. Los antiguos patriarcas no han podido morir para siempre, ni mueren y/o terminan los mártires y todos aquellos que han sufrido por su fidelidad al Dios del pueblo.
Es normal que Dios los resucite al final de los tiempos, formando con los justos de ese tiempo, el pueblo definitivo de la vida que nunca termina. Esa resurrección se vincula al fin de los tiempos, es decir, a la culminación de la obra de Dios. Dios no ha creado en vano a la humanidad, no ha dirigido a su pueblo en vano. Por eso es normal que, al final de los tiempos, los justos participen del triunfo del pueblo de Dios. No todos los judíos del tiempo de Jesús creían en la resurrección final, ni todos lo hacían de la misma forma. Había grandes discrepancias entre saduceos y fariseos, entre apocalípticos y esenios... Pero la mayor parte creían en la resurrección final, con el triunfo y vida eterna de los buenos israelitas y de los buenos gentiles. Ésta era la fe de Marta, la judía, amiga de Jesús.
– Respuesta de Jesús: Yo soy la resurrección y la vida.. Para los discípulos de Jesús, la fe en la resurrección está vinculada a la vida de Jesús. Ellos no creen en la resurrección general (final) de los muertos, aunque esa fe pueda estar en el fondo de su confesión pascual, sino que creen en el Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos y creen en Jesús como el resucitado, como aquel que les da la vida (quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá)… y les hace vivir para siempre (el que cree y vive en mí no morirá nunca).
– Jesús, el resucitado. Los cristianos creemos en Jesús resucitado, como principio y primicia de toda resurrección. De esa forma se vinculan fe en la resurrección y fe en Jesús, es decir, fe en la presencia de Dios en Jesús, fe en su mensaje. De alguna forma se puede identificar el mesianismo cristiano con la fe en la pascua de Jesús. Esta no es una confesión abstracta, de tipo general. La fe en la pascua de Jesús constituye el centro de la celebración cristiana, de un modo especial en el día de Pascua. Cristianos son aquellos que creen que Jesús ha resucitado y que su resurrección se manifiesta, como veremos, en la nueva vida de los creyentes, en la comunidad de la iglesia. Sólo la fe en la resurrección de Jesús confiere firmeza y sentido a la experiencia cristiana de la vida.
Apéndice 2
1. Marta judía, Judaísmo, espera de la resurrección.
La fe en el Amor que resucita a los que han muerto por amor (o asesinados por los sistemas de violencia de la historia) constituye, a mi entender, el punto de partida y centro del verdadero judaísmo, ras la catástrofe del 70 d. C. y la codificación de Misná y Talmud. Ciertamente hubo (y hay aún) otros modelos de identificación, pero este es el más significativo: los judíos se han mantenido fieles al amor de elección de Dios porque han esperado, en gesto de amor, el día de la Resurrección, que se identifica con el Reino. Por eso mantienen el testimonio y recuerdo de sus mártires, que esperan la justicia que responda a la opresión e injusticia de su muerte, no por venganza, sino por fe en la gloria y la verdad de Dios.
Ese futuro de resurrección define el triunfo de la gracia y hace posible que los fieles se mantengan unidos fielmente, sin más seguridad que su esperanza de Reino, aunque hayan estado sometidos bajo duros estados y poderes, controlados en gran parte por cristianos y musulmanes. Esos poderes y estados asumen el orden, controlan la administración, pueden dominar por la fuerza de 'su Dios' a los vasallos, pero en el fondo no necesitan 'creer' en Dios ni en resurrección, pues controlan y poseen desde ahora un poder divinizado. Por el contrario, los judíos sometidos bajo el dictado de los grandes poderes sólo tienen la autoridad que les ofrece el amor y la esperanza de resurrección, es decir, el Reino.
Se ha dicho a veces, citando de manera interesada a Nietzsche, que la esperanza judía brota del resentimiento de aquellos que no pudieron triunfar en el mundo, generando así una moral de esclavos e incapaces. Pues bien, en contra de esa acusación, podemos afirmar que los judíos han sido testigos de un amor más alto y que han podido expresarlo y cultivarlo en gratuidad, sin imponerse por la fuerza sobre el mundo. Significativamente, Nietzsche volvió a divinizar el rito pagano del eterno retorno, esto es, la fuerza que siempre permanece, evadiéndose con ello de la tarea del presente. Por el contrario, la esperanza de futuro no ha sido para los judíos un motivo de evasión, sino todo lo contrario: fuente de fidelidad al mundo presente, principio de una historia abierta a todos los pueblos de la tierra.
La resurrección no es huída de este mundo, como puede suceder con la experiencia sacral de la inmortalidad del alma cuando afirma que esta realidad que vemos y tocamos es sólo una apariencia. La afirmación del eterno retorno de Nietzsche devaluaba el instante concreto de la historia, pues la introducía en la rueda infinita de los giros cósmicos, donde nada permanece. Por el contrario, la esperanza de futuro consagra y ratifica la historia actual, el amor del presente, haciendo que podamos vivirlo con toda intensidad, como revelación de Dios y apertura generosa a los demás, sin imposiciones ni violencias. De esa manera, el judaísmo, configurado como pueblo de la resurrección, ofrece un testimonio de apertura concreta y universal porque espera la manifestación de Dios, no solo para los judíos, sino para todos los pueblos de la tierra.
2. Marta cristiana, Mesías ya resucitado.
Como ha puesto de relieve el discurso de Pablo ante el Sanedrín (cf. Hech 23, 1-10), cristianos y fariseos (herederos del viejo Israel, que perdura y se mantiene tras la caída del templo) fundan su camino y ofrecen su propuesta a partir de una misma esperanza y experiencia de resurrección. El judaísmo nacional la aplica a la vida y futuro del pueblo, al que Dios resucita después de cada crisis. Los cristianos afirman que la resurrección se ha expresado y culminado ya en la historia y pascua de Jesús, a quien había crucificado la autoridad del sistema. De aquí se deducen dos consecuencias.
1. El tiempo se ha cumplido (cf. Mc 1, 5; Gal 3, 3-4). La resurrección se ha iniciado por Cristo, como acción final de Dios, que unifica en amor a todos los humanos, de manera que ella puede ser objeto y tema de experiencia y comunión actual, más que de simple esperanza.
2. El mediador o testigo de la resurrección no es el judaísmo nacional, sino el pueblo mesiánico de aquellos a quienes Dios ha llamado en Jesús para formar la Iglesia, sean de origen judío o gentil.
Ciertamente, los cristianos siguen esperando la victoria completa del Cristo. Pero añaden que Jesús ha resucitado ya, de manera que su amor (la vida del futuro, la unidad de todos los humanos) puede extenderse y realizarse ya en la tierra, dentro de la historia. Ellos piensan que la misión básica del judaísmo nacional se ha cumplido, de manera que los nuevos judíos mesiánicos (= cristianos) se atreven a testimoniar desde ahora la comunión universal de Dios sobre la tierra.
El sistema no cree en la resurrección, sino sólo en un talión que se mantiene invariable, siempre vencedor, en eterno retorno de violencia, sobre los procesos de la humanidad, elevando a unos y humillando a otros, pero imponiendo la misma opresión de la fortuna: no acepta trascendencia, ni resurrección de gracia. Por el contrario, el mesianismo cristiano cree en la resurrección, realizada en Jesús y abierta a todas las personas, ratificando así la gratuidad y entrega de la vida por los otros. Por eso se atreve a superar la identidad nacional del judaísmo, no para negarlo y destruirlo con violencia (como han querido hacer los perseguidores), sino para ofrecerle humilde y gozosamente el testimonio de su universalidad.
Lógicamente, los cristianos ya no se limitan a esperar la resurrección, aguardando su llegada final, cuando Dios invierta la suerte de los hombres y confirme el valor de los rechazados y asesinados de la historia (como tiende a pensar el judaísmo); ellos confiesan que la gracia de Dios se ha expresado y encarnado ya en la pascua de Jesús como triunfo de la vida que se entrega y regala, se acoge y comparte. La resurrección no es algo que vendrá, sino que ha venido y se ha 'encarnado' (se ha realizado) en Cristo: es gracia de Dios, es la expresión y experiencia de la vida que se tiene en la medida en que se entrega a los demás, que culmina y triunfa en la medida en que se pierde, creando comunión.
La imposición del sistema proviene del miedo de la muerte, que sigue triunfando y domina sobre los humanos con su fuerza. En esa línea ha interpretado Pablo la exigencia y tragedia de la Ley, necesaria pero siempre insuficiente. Vivir bajo el dictado del sistema-ley significa asegurar lo que somos y tenemos, pues no tenemos ni somos más que aquello que podemos dominar y manejar con nuestras propias fuerzas. Por ella nos mantenemos en lucha permanente, de tal forma que el 'dios' de la pura historia humana viene a presentarse como guerra de todos contra todos. En contra de eso, la fe cristiana en la resurrección rompe la ley de violencia del todo que quiere divinizarse a sí mismo, pues cada individuo descubre en amor que posee un valor infinito y que puede amar a los demás, pues ha sido amado en Cristo, por encima de la muerte.
En el fondo, la resurrección cristiana se identifica con la gratuidad: con el hecho de que los hombres comparten la vida y la tienen de verdad en la medida en que la entregan. No deben aguardar al fin del tiempo: ya ahora, aquí, ellos viven la experiencia de la pascua realizada. Así recibe su valor y realidad el otro (cualquier prójimo): signo y presencia concreta de Dios. Cada individuo vale por sí mismo, es infinito, no como parte de un sistema glorioso y permanente, sino porque, en su mismo pequeñez, donde el sistema le niega o expulsa, es presencia y vida de Dios, vida que puede compartirse en amor con otros a quienes la regala. Por eso, entregar la vida no es perderla, sino confiarla al Dios-Amor y recuperarla en forma pascual. Así lo muestra la historia de Jesús, que los cristianos entienden como presencia del Reino de Dios y verdad del judaísmo.
Apéndice 3. Cristianos y judíos. Diálogo sobre la resurrección.
El tema de la resurrecciòn vincula y separa a judíos y cristianos. Los judíos siguen hablando de la resurrección como proceso abierto de futuro, pues añaden que no ha llegado todavía el momento decisivo del reino. Ciertamente, tienen muchas razones para mantener lo que dicen, pues sigue habiendo pobres y expulsados sobre el mundo ¿Cómo afirmar que el Mesías ha resucitado, si los hombres siguen padeciendo bajo poderes de muerte?
Los cristianos, en cambio, confiesa, con humildad y confianza, que ha llegado ya en Jesús el momento del Reino, ha comenzado la resurrección, experiencia de gracia y comunión universales. Ellos sólo pueden 'probar' su afirmación viviendo como testigos de pascua, portadores de una vida que regalan de forma gratuita, en amor universal que ofrece, de un modo privilegiado, a los excluidos del sistema
La experiencia y testimonio de la resurrección, vinculada a la opción mesiánica de Jesús, define a los cristianos, que no tienen más autoridad que su vida transformada por la Vida de Cristo, ni más verdad que su entrega gozosa y creadora por los otros. Por eso, si en un momento dado han querido expandir o imponer su fe por fuerza, persiguiendo a los judíos o creando un 'poder sagrado' sobre el mundo, especialmente sobre los pequeños, han negado su fe, se han opuesto al evangelio, mostrando que no creen en la pascua de Jesús y en su valor divino, por más que reciten sus credos o mantengan las instituciones eclesiales: los perseguidores no son testigos de la pascua de Jesús, sino funcionarios o dueños de un sistema de sacralidad que no proviene del evangelio.
Los cristianos deben dialogar con los creyentes de otras religiones al nivel de la comunión de vida, dentro de un sistema neo-liberal que pretende imponerse sobre todos. Han de hacerlo persona a persona, como testigos del Reino de Dios. No están llamados a decir verdades generales, fijadas en una institución sacral, valiosa en sí, pues la verdad pascual de Dios se identifica con la vida de Jesús y de sus seguidores, que son presencia del Reino en la historia.
El cristianismo, no es un pueblo santo o sociedad sagrada en un sentido antiguo (pues todos los hombres son pueblo de Dios), sino experiencia concreta de la pascua de Jesús, de la gratuidad que se expresa en la entrega de la vida Por eso deben seguir dialogando con las otras religiones, y en especial con las monoteístas, para ofrecerles su gracia, no para conquistarlas o convertir a sus adeptos.
Jesús dijo a Marta: "Tu hermano resucitará."
(1) Marta respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día."
Jesús le dice: "Yo soy la resurrección y la vida: (2) el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; (3) y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre (Jn 11, 23-26)
Dejo para otro día el estudio de la figura de Marta, la primera creyente total del evangelio de Juan. Ahora me centro en las tres resurrecciones, que son lo que importa en el texto, como supone el mismo Benedicto XVI, sabiendo que la reanimación materialista y biológica de Lázaro resulta secundaria, pues el evangelio de Juan habla de otra cosa, más profunda, más real, más creadora y divina, más hondamente humana: la resurrección total de la persona, alma y cuerpo, para superar así la muerte, en esta misma vida.
Quiero que se escucha otra vez (y siempre) la gran voz que Jesús dijo a Lázaro, y nos dice a nosotros, a toda la Iglesia, al conjunto de la humanidad: Ha llegado el tercer día, el tiempo de la Vida. Sal de la tumba donde estás muriendo, ven fuera
Tres resurrecciones
(a) La primera resurrección es aquella en la que creen los judíos (como Marta): “Mi hermano resucitará en la resurrección del ultimo día”. Ésta es la fe de gran parte de Israel, en tiempos de Jesús, la fe de los fariseos y los apocalípticos. Al final de los tiempos, los muertos se alzarán de las tumbas, unos para la vida eterna, otros para la condena. Así es como creen, todavía, la mayor parte de los cristianos. Y no está mal esta fe, pero no es la esencia de la vida cristiana.
(b) La segunda resurrección es la fe en Jesús: “El que cree en mí aunque haya muerto vivirá”. Es la resurrección vinculada a la experiencia del encuentro con Jesús, que vence al pecado (el poder de la muerte), haciendo que se exprese en nosotros, aquí, en este mundo, el poder de la Vida. “El que cree en mí… aunque haya muerto”, es decir, aunque se encuentre dominado por el pecado (por el miedo, por la ira…), recibirá el perdón, obtendrá la gracia, podrá vivir, aquí, en este mundo.
Esto es lo que algunos han llamado la resurrección gnóstica, entendiéndola de forma puramente intimista, como simple iluminación interior. En contra de ella (así entendida) ha combatido Pablo, al oponerse a los que dice que “la resurrección ya ha sucedido”, que ella no es más que vivencia interior, sin transformación de la vida. Para el Jesús de Juan, que habla con Marta, ésta es una resurrección realísima, la más importante de todas: la experiencia de la vida interior, del perdón, de la gracia.
(c) La tercera resurrección es la fe que “salta” hasta la vida eterna (como el agua de la vida). “Y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”… Los que creen de verdad (los que están vivos en Cristo) no pueden morir, no morirán nunca jamás (aunque externamente fallezcan). Nadie que vive en Cristo (es decir, en la Palabra de Dios, en el Seno de su Amor) puede morir. Cambia de vida, su vida se transforma, pero él no muere.
Esta experiencia de vida (el que cree y vive en Jesús no muere) no es un engaño interior, sino la experiencia suprema de la Fuerza de la Vida, que es Dios en nosotros. De esta fe en la resurrección ya acontecida han vivido y viven los grandes creyentes, de oriente y occidente. De ella seguiremos hablando en días sucesivos, aunque ya aquí quiero, a modo de apéndice, ofrecer algunas reflexiones.
Apéndice 1. Reflexiones ulteriores sobre la resurrección
Judíos y cristianos creemos en el valor permanente de la vida humana (es decir, de la historia). Por eso hablamos de la resurrección de la carne, es decir, la culminación eterna de la historia. Esta fe en la resurrección constituye el centro y nota distintiva de judíos y cristianos: Israel la vincula a la esperanza mesiánica, los cristianos a la historia de Jesús de Nazaret... Éstos son sus presupuestos generales:
– Es resurrección de la carne, es decir, de la naturaleza y de la historia. El mundo no es por tanto una cárcel o pecado sino un camino de vida que puede culminar, por gracia de Dios, en una especie de inmortalidad gozosa. Esto que llamamos carne (mundo, historia) no es la expresión de un forzado eterno retorno angustioso. La historia se define aquí como camino abierto que puede ser culminado por Dios en forma de creación definitiva (para los cristianos, la historia está ya fecundada por Cristo, que ha sido “engendrado” en nosotros, de forma que los que creen en él ya no mueren).
– Es resurrección de la persona, en el sentido más estricto del término. El mundo en sí no puede resucitar, tampoco los organismos sociales, pues no se poseen a sí mismos (no tienen realidad autónoma). Sólo resucitan, culminan su camino de realización, las personas, en las que Dios habita, como dijo el mismo Jesús hablando de Abrahán, Isaac y Jacob, amigos de Dios... Si ellos vivían en Dios no podían morir. Lo mismo, en grado más explícito, se puede decir de los cristianos. Quienes creen en Jesús (viven en él) no pueden morir, porque Cristo es la resurrección y la vida. Mirada así, la resurrección pertenece al camino personal de la presencia de Dios (de su Cristo) en los hombres. Los humanos puede realizar y culminar la vida en gratuidad, la ponen en manos de Dios y Dios la acoge, es decir, les resucita.
– Ésta es una resurrección que empieza dentro de la misma historia. El camino aquí evocado resurrección no consiste en negar (abandonar) el mundo, como suponían los creyentes de las religiones de la interioridad. Sólo hay un camino de resurrección: iniciar en este mundo una existencia verdadera, definida por la gratuidad y la entrega mutua entre persona. Así lo ha señalado (como luego indicaremos con más extensión) el Apocalipsis cristiano (Ap 20, 1-6) cuando habla del reino histórico de los Mil Años, definiéndolo como Resurrección Primera. Los verdaderos creyentes empiezan a resucitar dentro de la misma historia, creando un reino que se encuentre bien fundado en los mártires, los expulsados, los marginados de la sociedad antigua. Por eso, la resurrección final o Resurrección Segunda (Ap 21-22) no es negación sino culminación de la historia humana.
-- Ésta es una resurrección dialogal: los humanos resucitan (viven) porque se vincula a Dios. Ni Dios deja de ser divino, ni los humanos criaturas. Siguen siendo distintos: Dios trascendente, los humanos limitados. Pero uno y otros se vinculan de forma definitiva, eterna. No es que lo divino vuelva a Dios (el polvo el polvo, el alma a su cielo) sino que el ser humano entero (como persona) pueda dar su vida a Dios, pueda entregársela en amor, y Dios se la reciba, para culminarla así en forma definitiva. La salvación no consiste en dejar de ser humanos, en olvidar la historia, sino en culminarla y recrearla plenamente. En ese sentido, la resurrección implica cumplimiento de la historia, en diálogo con Dios. En sí mismo, el humano es mortal, la historia es cadena de muerte. Pero en diálogo con Dios, puede culminar su camino, siendo recibido en Dios, por Dios, en diálogo de amor que ya no termina.
– Resucitar, creer en el valor de la vida humana, en Cristo. Sólo esta fe en la resurrección confiere seriedad y sentido a la historia humana. En el fondo, creer en la resurrección significa creer en el valor definitivo de esta vida personal, en el valor de las acciones que conforman y definen aquello que nosotros somos. Frente a las religiones de la interioridad que parecen dar primacía al deshacernos (debemos perder nuestra identidad mundana para ser en lo divino) las religiones de la resurrección destacan la exigencia del hacernos: somos aquello que nosotros mismos vamos realizando, en camino abierto a la acción del Dios que nos resucita. La fe en la resurrección constituye un elemento importante de la tradición judía, que ha recibido un sentido nuevo en el cristianismo y ha sido asumida por el islam. Hay algo común en las tres perspectivas, pero ellas tampoco pueden identificarse.
– La resurrección según Marta, judía, antes de creer en Jesús. En general, el antiguo Israel no creía en la vida de los individuos tras la muerte. Creía más bien en la pervivencia del pueblo (o de la humanidad). Los individuos en cuanto tales mueren. Pero en los últimos siglos antes de Cristo, muchos grupos judíos empiezan a creer en la resurrección de los muertos, al menos de los que han sido fieles al Dios de la alianza. La resurrección pertenece, ante todo, al pueblo en cuanto tal, es decir, a los justos del pueblo. Los antiguos patriarcas no han podido morir para siempre, ni mueren y/o terminan los mártires y todos aquellos que han sufrido por su fidelidad al Dios del pueblo.
Es normal que Dios los resucite al final de los tiempos, formando con los justos de ese tiempo, el pueblo definitivo de la vida que nunca termina. Esa resurrección se vincula al fin de los tiempos, es decir, a la culminación de la obra de Dios. Dios no ha creado en vano a la humanidad, no ha dirigido a su pueblo en vano. Por eso es normal que, al final de los tiempos, los justos participen del triunfo del pueblo de Dios. No todos los judíos del tiempo de Jesús creían en la resurrección final, ni todos lo hacían de la misma forma. Había grandes discrepancias entre saduceos y fariseos, entre apocalípticos y esenios... Pero la mayor parte creían en la resurrección final, con el triunfo y vida eterna de los buenos israelitas y de los buenos gentiles. Ésta era la fe de Marta, la judía, amiga de Jesús.
– Respuesta de Jesús: Yo soy la resurrección y la vida.. Para los discípulos de Jesús, la fe en la resurrección está vinculada a la vida de Jesús. Ellos no creen en la resurrección general (final) de los muertos, aunque esa fe pueda estar en el fondo de su confesión pascual, sino que creen en el Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos y creen en Jesús como el resucitado, como aquel que les da la vida (quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá)… y les hace vivir para siempre (el que cree y vive en mí no morirá nunca).
– Jesús, el resucitado. Los cristianos creemos en Jesús resucitado, como principio y primicia de toda resurrección. De esa forma se vinculan fe en la resurrección y fe en Jesús, es decir, fe en la presencia de Dios en Jesús, fe en su mensaje. De alguna forma se puede identificar el mesianismo cristiano con la fe en la pascua de Jesús. Esta no es una confesión abstracta, de tipo general. La fe en la pascua de Jesús constituye el centro de la celebración cristiana, de un modo especial en el día de Pascua. Cristianos son aquellos que creen que Jesús ha resucitado y que su resurrección se manifiesta, como veremos, en la nueva vida de los creyentes, en la comunidad de la iglesia. Sólo la fe en la resurrección de Jesús confiere firmeza y sentido a la experiencia cristiana de la vida.
Apéndice 2
1. Marta judía, Judaísmo, espera de la resurrección.
La fe en el Amor que resucita a los que han muerto por amor (o asesinados por los sistemas de violencia de la historia) constituye, a mi entender, el punto de partida y centro del verdadero judaísmo, ras la catástrofe del 70 d. C. y la codificación de Misná y Talmud. Ciertamente hubo (y hay aún) otros modelos de identificación, pero este es el más significativo: los judíos se han mantenido fieles al amor de elección de Dios porque han esperado, en gesto de amor, el día de la Resurrección, que se identifica con el Reino. Por eso mantienen el testimonio y recuerdo de sus mártires, que esperan la justicia que responda a la opresión e injusticia de su muerte, no por venganza, sino por fe en la gloria y la verdad de Dios.
Ese futuro de resurrección define el triunfo de la gracia y hace posible que los fieles se mantengan unidos fielmente, sin más seguridad que su esperanza de Reino, aunque hayan estado sometidos bajo duros estados y poderes, controlados en gran parte por cristianos y musulmanes. Esos poderes y estados asumen el orden, controlan la administración, pueden dominar por la fuerza de 'su Dios' a los vasallos, pero en el fondo no necesitan 'creer' en Dios ni en resurrección, pues controlan y poseen desde ahora un poder divinizado. Por el contrario, los judíos sometidos bajo el dictado de los grandes poderes sólo tienen la autoridad que les ofrece el amor y la esperanza de resurrección, es decir, el Reino.
Se ha dicho a veces, citando de manera interesada a Nietzsche, que la esperanza judía brota del resentimiento de aquellos que no pudieron triunfar en el mundo, generando así una moral de esclavos e incapaces. Pues bien, en contra de esa acusación, podemos afirmar que los judíos han sido testigos de un amor más alto y que han podido expresarlo y cultivarlo en gratuidad, sin imponerse por la fuerza sobre el mundo. Significativamente, Nietzsche volvió a divinizar el rito pagano del eterno retorno, esto es, la fuerza que siempre permanece, evadiéndose con ello de la tarea del presente. Por el contrario, la esperanza de futuro no ha sido para los judíos un motivo de evasión, sino todo lo contrario: fuente de fidelidad al mundo presente, principio de una historia abierta a todos los pueblos de la tierra.
La resurrección no es huída de este mundo, como puede suceder con la experiencia sacral de la inmortalidad del alma cuando afirma que esta realidad que vemos y tocamos es sólo una apariencia. La afirmación del eterno retorno de Nietzsche devaluaba el instante concreto de la historia, pues la introducía en la rueda infinita de los giros cósmicos, donde nada permanece. Por el contrario, la esperanza de futuro consagra y ratifica la historia actual, el amor del presente, haciendo que podamos vivirlo con toda intensidad, como revelación de Dios y apertura generosa a los demás, sin imposiciones ni violencias. De esa manera, el judaísmo, configurado como pueblo de la resurrección, ofrece un testimonio de apertura concreta y universal porque espera la manifestación de Dios, no solo para los judíos, sino para todos los pueblos de la tierra.
2. Marta cristiana, Mesías ya resucitado.
Como ha puesto de relieve el discurso de Pablo ante el Sanedrín (cf. Hech 23, 1-10), cristianos y fariseos (herederos del viejo Israel, que perdura y se mantiene tras la caída del templo) fundan su camino y ofrecen su propuesta a partir de una misma esperanza y experiencia de resurrección. El judaísmo nacional la aplica a la vida y futuro del pueblo, al que Dios resucita después de cada crisis. Los cristianos afirman que la resurrección se ha expresado y culminado ya en la historia y pascua de Jesús, a quien había crucificado la autoridad del sistema. De aquí se deducen dos consecuencias.
1. El tiempo se ha cumplido (cf. Mc 1, 5; Gal 3, 3-4). La resurrección se ha iniciado por Cristo, como acción final de Dios, que unifica en amor a todos los humanos, de manera que ella puede ser objeto y tema de experiencia y comunión actual, más que de simple esperanza.
2. El mediador o testigo de la resurrección no es el judaísmo nacional, sino el pueblo mesiánico de aquellos a quienes Dios ha llamado en Jesús para formar la Iglesia, sean de origen judío o gentil.
Ciertamente, los cristianos siguen esperando la victoria completa del Cristo. Pero añaden que Jesús ha resucitado ya, de manera que su amor (la vida del futuro, la unidad de todos los humanos) puede extenderse y realizarse ya en la tierra, dentro de la historia. Ellos piensan que la misión básica del judaísmo nacional se ha cumplido, de manera que los nuevos judíos mesiánicos (= cristianos) se atreven a testimoniar desde ahora la comunión universal de Dios sobre la tierra.
El sistema no cree en la resurrección, sino sólo en un talión que se mantiene invariable, siempre vencedor, en eterno retorno de violencia, sobre los procesos de la humanidad, elevando a unos y humillando a otros, pero imponiendo la misma opresión de la fortuna: no acepta trascendencia, ni resurrección de gracia. Por el contrario, el mesianismo cristiano cree en la resurrección, realizada en Jesús y abierta a todas las personas, ratificando así la gratuidad y entrega de la vida por los otros. Por eso se atreve a superar la identidad nacional del judaísmo, no para negarlo y destruirlo con violencia (como han querido hacer los perseguidores), sino para ofrecerle humilde y gozosamente el testimonio de su universalidad.
Lógicamente, los cristianos ya no se limitan a esperar la resurrección, aguardando su llegada final, cuando Dios invierta la suerte de los hombres y confirme el valor de los rechazados y asesinados de la historia (como tiende a pensar el judaísmo); ellos confiesan que la gracia de Dios se ha expresado y encarnado ya en la pascua de Jesús como triunfo de la vida que se entrega y regala, se acoge y comparte. La resurrección no es algo que vendrá, sino que ha venido y se ha 'encarnado' (se ha realizado) en Cristo: es gracia de Dios, es la expresión y experiencia de la vida que se tiene en la medida en que se entrega a los demás, que culmina y triunfa en la medida en que se pierde, creando comunión.
La imposición del sistema proviene del miedo de la muerte, que sigue triunfando y domina sobre los humanos con su fuerza. En esa línea ha interpretado Pablo la exigencia y tragedia de la Ley, necesaria pero siempre insuficiente. Vivir bajo el dictado del sistema-ley significa asegurar lo que somos y tenemos, pues no tenemos ni somos más que aquello que podemos dominar y manejar con nuestras propias fuerzas. Por ella nos mantenemos en lucha permanente, de tal forma que el 'dios' de la pura historia humana viene a presentarse como guerra de todos contra todos. En contra de eso, la fe cristiana en la resurrección rompe la ley de violencia del todo que quiere divinizarse a sí mismo, pues cada individuo descubre en amor que posee un valor infinito y que puede amar a los demás, pues ha sido amado en Cristo, por encima de la muerte.
En el fondo, la resurrección cristiana se identifica con la gratuidad: con el hecho de que los hombres comparten la vida y la tienen de verdad en la medida en que la entregan. No deben aguardar al fin del tiempo: ya ahora, aquí, ellos viven la experiencia de la pascua realizada. Así recibe su valor y realidad el otro (cualquier prójimo): signo y presencia concreta de Dios. Cada individuo vale por sí mismo, es infinito, no como parte de un sistema glorioso y permanente, sino porque, en su mismo pequeñez, donde el sistema le niega o expulsa, es presencia y vida de Dios, vida que puede compartirse en amor con otros a quienes la regala. Por eso, entregar la vida no es perderla, sino confiarla al Dios-Amor y recuperarla en forma pascual. Así lo muestra la historia de Jesús, que los cristianos entienden como presencia del Reino de Dios y verdad del judaísmo.
Apéndice 3. Cristianos y judíos. Diálogo sobre la resurrección.
El tema de la resurrecciòn vincula y separa a judíos y cristianos. Los judíos siguen hablando de la resurrección como proceso abierto de futuro, pues añaden que no ha llegado todavía el momento decisivo del reino. Ciertamente, tienen muchas razones para mantener lo que dicen, pues sigue habiendo pobres y expulsados sobre el mundo ¿Cómo afirmar que el Mesías ha resucitado, si los hombres siguen padeciendo bajo poderes de muerte?
Los cristianos, en cambio, confiesa, con humildad y confianza, que ha llegado ya en Jesús el momento del Reino, ha comenzado la resurrección, experiencia de gracia y comunión universales. Ellos sólo pueden 'probar' su afirmación viviendo como testigos de pascua, portadores de una vida que regalan de forma gratuita, en amor universal que ofrece, de un modo privilegiado, a los excluidos del sistema
La experiencia y testimonio de la resurrección, vinculada a la opción mesiánica de Jesús, define a los cristianos, que no tienen más autoridad que su vida transformada por la Vida de Cristo, ni más verdad que su entrega gozosa y creadora por los otros. Por eso, si en un momento dado han querido expandir o imponer su fe por fuerza, persiguiendo a los judíos o creando un 'poder sagrado' sobre el mundo, especialmente sobre los pequeños, han negado su fe, se han opuesto al evangelio, mostrando que no creen en la pascua de Jesús y en su valor divino, por más que reciten sus credos o mantengan las instituciones eclesiales: los perseguidores no son testigos de la pascua de Jesús, sino funcionarios o dueños de un sistema de sacralidad que no proviene del evangelio.
Los cristianos deben dialogar con los creyentes de otras religiones al nivel de la comunión de vida, dentro de un sistema neo-liberal que pretende imponerse sobre todos. Han de hacerlo persona a persona, como testigos del Reino de Dios. No están llamados a decir verdades generales, fijadas en una institución sacral, valiosa en sí, pues la verdad pascual de Dios se identifica con la vida de Jesús y de sus seguidores, que son presencia del Reino en la historia.
El cristianismo, no es un pueblo santo o sociedad sagrada en un sentido antiguo (pues todos los hombres son pueblo de Dios), sino experiencia concreta de la pascua de Jesús, de la gratuidad que se expresa en la entrega de la vida Por eso deben seguir dialogando con las otras religiones, y en especial con las monoteístas, para ofrecerles su gracia, no para conquistarlas o convertir a sus adeptos.
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