Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 7, 21. 24-27
Jesús dijo a sus discípulos:
No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo.
Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero ésta no se derrumbó, porque estaba construida sobre roca.
Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: ésta se derrumbó, y su ruina fue grande.
Si Jesús hubiera de dictar hoy en nuestros pueblos y en nuestra lengua el Evangelio de este Domingo, podemos suponer que empezaría con estos refranes tan nuestros: Del dicho al hecho, hay un gran trecho... Y el otro tan repetido: Obras son amores, que no buenas razones. Y esto, ¿por qué?...
Jesús había dado todas sus instrucciones, y acabó el llamado Sermón de la Montaña con unas observaciones muy sensatas. Todo su gran auditorio estaba entusiasmado, y el Señor venía como a preguntarles:
- ¿Y van a cumplir ahora todo esto, sí o no?...
Si Jesús hubiera hecho al final esta pregunta, estamos más que seguros que se hubiera levantado de la montaña un ¡Sí.....! enorme, acompañado de aplausos fuertes e inacabables. No había para menos. Como anotan los Evangelios, la gente notaba la enorme diferencia que había entre Jesús y los demás maestros y doctores de la Ley. Jesús enseñaba como quien tenía autoridad propia, autoridad nada menos que de Dios. Y dictaba unas palabras que nadie en adelante podría modificar. Eran la última Palabra de Dios.
Todos los que hemos sido llamados a la fe le hemos dicho al Señor que sí, que aceptamos todas sus exigencias, que obedeceremos a todo lo que nos mande, que cumpliremos siempre, como Él, la voluntad del Padre... Nuestra palabra, nuestras promesas bautismales, son bien claras y decididas. Ahora, falta por ver hasta dónde llega la energía de nuestra voluntad: porque entre las palabras y los hechos puede haber mucha distancia...
El amor declarado y jurado a Jesús puede parecernos muy sincero, pero ahora tiene que venir la demostración por las obras: si cumplo el querer de Jesús, le amo de verdad; si todo se va en expresiones bonitas, las palabras no sirven de nada, sino que demuestran una contradicción palpable: la fe y la vida se han divorciado...
La palabra del Evangelio no puede ser más precisa:
- No todo el que me dice ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el Cielo... Y en aquel día del juicio me dirán muchos: ¡Pero, Señor, si hemos predicado de ti, si hemos hecho milagros y hasta hemos expulsado demonios en tu nombre!... Y yo les responderé: No sé quiénes sois. No sois de los míos. ¡Apartaos de mi, perversos!
Es todo la misma idea: no son las palabras de fe y de amor las que valen, sino las obras con que demostramos la fe en Jesucristo y el amor que le tenemos.
En las lecturas de hoy, la Liturgia de la Iglesia nos trae a consideración, muy estudiadamente, la página famosa de San Pablo a los Romanos, donde dice que Dios nos justifica por la fe y no por las obras. Y la Iglesia lo hace para prevenirnos: porque lo malo es que le hacemos decir a San Pablo lo que San Pablo no dice.
San Pablo dice que la salvación es totalmente gratuita de parte de Dios, y, por lo mismo, no se debe a nuestras obras. Pero San Pablo habla de la llamada a la fe: Dios llama a quien quiere y como quiere, aunque sea el mayor pecador, como le pasó al mismo Pablo, elegido y llamado cuando con más furor perseguía a la Iglesia.
Es Dios quien opta por nosotros. Si fuéramos nosotros los que optamos por Cristo, nuestra vocación cristiana se debería a esa gran obra buena nuestra, como es la opción por Cristo. No; es todo al revés: Cristo nos elige a nosotros; no somos nosotros quienes elegimos a Jesucristo, aunque con su gracia sabemos responderle y seguirle.
Pero ahora nosotros, una vez elegidos y bautizados, demostramos que vivimos la fe y el amor a Jesucristo con el testimonio de nuestras obras. Si nuestra fe es cristiana, y nuestras obras de paganos, aunque profesemos la fe en Jesucristo con los labios, nuestras obras nos están condenando...
San Pablo no habla ahí del cristiano, sino del no cristiano que es llamado a la fe. Mientras que Santiago habla al cristiano, y le dice:
- La fe sin obras es una fe muerta.
Y al cristiano que se cree salvado por la fe sin las obras, le dice:
- Tú dices que tienes fe, sin obras. Yo, con mis obras, te demuestro mi fe.
Esta tremenda sentencia de Santiago -la fe sin obras es una fe muerta- es el comentario más autorizado del Evangelio de este Domingo.
Nuestro seguimiento de Jesucristo lo compara San Pablo al cimiento sólido de una construcción. Lo hace antes Jesús en este Evangelio, cuando nos asegura que escuchar sus palabras y cumplirlas -la fe en Él con las obras nuestras- es edificar sobre terreno firme y no sobre arena movediza. Ya puede soplar el huracán más violento, que la edificación no se caerá.
Los deberes cristianos pueden a veces resultar difíciles y hasta podemos caer en ridículo ante quienes se ríen de nuestra fidelidad a Jesucristo. No hay miedo. La fe por cimiento y nuestras obras como materiales de construcción, el edificio va subiendo sólido, y resistirá hasta el fin...
¡Señor Jesucristo! Hoy tus palabras son muy firmes.
Nadie se puede ilusionar ni llamar a engaño.
Tú eres la Verdad y nos enseñas sin posibilidad de falsas ilusiones por parte nuestra. Que nuestra valentía para seguirte esté en consonancia con la valentía tuya para enseñarnos...
No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo.
Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero ésta no se derrumbó, porque estaba construida sobre roca.
Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: ésta se derrumbó, y su ruina fue grande.
Si Jesús hubiera de dictar hoy en nuestros pueblos y en nuestra lengua el Evangelio de este Domingo, podemos suponer que empezaría con estos refranes tan nuestros: Del dicho al hecho, hay un gran trecho... Y el otro tan repetido: Obras son amores, que no buenas razones. Y esto, ¿por qué?...
Jesús había dado todas sus instrucciones, y acabó el llamado Sermón de la Montaña con unas observaciones muy sensatas. Todo su gran auditorio estaba entusiasmado, y el Señor venía como a preguntarles:
- ¿Y van a cumplir ahora todo esto, sí o no?...
Si Jesús hubiera hecho al final esta pregunta, estamos más que seguros que se hubiera levantado de la montaña un ¡Sí.....! enorme, acompañado de aplausos fuertes e inacabables. No había para menos. Como anotan los Evangelios, la gente notaba la enorme diferencia que había entre Jesús y los demás maestros y doctores de la Ley. Jesús enseñaba como quien tenía autoridad propia, autoridad nada menos que de Dios. Y dictaba unas palabras que nadie en adelante podría modificar. Eran la última Palabra de Dios.
Todos los que hemos sido llamados a la fe le hemos dicho al Señor que sí, que aceptamos todas sus exigencias, que obedeceremos a todo lo que nos mande, que cumpliremos siempre, como Él, la voluntad del Padre... Nuestra palabra, nuestras promesas bautismales, son bien claras y decididas. Ahora, falta por ver hasta dónde llega la energía de nuestra voluntad: porque entre las palabras y los hechos puede haber mucha distancia...
El amor declarado y jurado a Jesús puede parecernos muy sincero, pero ahora tiene que venir la demostración por las obras: si cumplo el querer de Jesús, le amo de verdad; si todo se va en expresiones bonitas, las palabras no sirven de nada, sino que demuestran una contradicción palpable: la fe y la vida se han divorciado...
La palabra del Evangelio no puede ser más precisa:
- No todo el que me dice ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el Cielo... Y en aquel día del juicio me dirán muchos: ¡Pero, Señor, si hemos predicado de ti, si hemos hecho milagros y hasta hemos expulsado demonios en tu nombre!... Y yo les responderé: No sé quiénes sois. No sois de los míos. ¡Apartaos de mi, perversos!
Es todo la misma idea: no son las palabras de fe y de amor las que valen, sino las obras con que demostramos la fe en Jesucristo y el amor que le tenemos.
En las lecturas de hoy, la Liturgia de la Iglesia nos trae a consideración, muy estudiadamente, la página famosa de San Pablo a los Romanos, donde dice que Dios nos justifica por la fe y no por las obras. Y la Iglesia lo hace para prevenirnos: porque lo malo es que le hacemos decir a San Pablo lo que San Pablo no dice.
San Pablo dice que la salvación es totalmente gratuita de parte de Dios, y, por lo mismo, no se debe a nuestras obras. Pero San Pablo habla de la llamada a la fe: Dios llama a quien quiere y como quiere, aunque sea el mayor pecador, como le pasó al mismo Pablo, elegido y llamado cuando con más furor perseguía a la Iglesia.
Es Dios quien opta por nosotros. Si fuéramos nosotros los que optamos por Cristo, nuestra vocación cristiana se debería a esa gran obra buena nuestra, como es la opción por Cristo. No; es todo al revés: Cristo nos elige a nosotros; no somos nosotros quienes elegimos a Jesucristo, aunque con su gracia sabemos responderle y seguirle.
Pero ahora nosotros, una vez elegidos y bautizados, demostramos que vivimos la fe y el amor a Jesucristo con el testimonio de nuestras obras. Si nuestra fe es cristiana, y nuestras obras de paganos, aunque profesemos la fe en Jesucristo con los labios, nuestras obras nos están condenando...
San Pablo no habla ahí del cristiano, sino del no cristiano que es llamado a la fe. Mientras que Santiago habla al cristiano, y le dice:
- La fe sin obras es una fe muerta.
Y al cristiano que se cree salvado por la fe sin las obras, le dice:
- Tú dices que tienes fe, sin obras. Yo, con mis obras, te demuestro mi fe.
Esta tremenda sentencia de Santiago -la fe sin obras es una fe muerta- es el comentario más autorizado del Evangelio de este Domingo.
Nuestro seguimiento de Jesucristo lo compara San Pablo al cimiento sólido de una construcción. Lo hace antes Jesús en este Evangelio, cuando nos asegura que escuchar sus palabras y cumplirlas -la fe en Él con las obras nuestras- es edificar sobre terreno firme y no sobre arena movediza. Ya puede soplar el huracán más violento, que la edificación no se caerá.
Los deberes cristianos pueden a veces resultar difíciles y hasta podemos caer en ridículo ante quienes se ríen de nuestra fidelidad a Jesucristo. No hay miedo. La fe por cimiento y nuestras obras como materiales de construcción, el edificio va subiendo sólido, y resistirá hasta el fin...
¡Señor Jesucristo! Hoy tus palabras son muy firmes.
Nadie se puede ilusionar ni llamar a engaño.
Tú eres la Verdad y nos enseñas sin posibilidad de falsas ilusiones por parte nuestra. Que nuestra valentía para seguirte esté en consonancia con la valentía tuya para enseñarnos...
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