Publicado por Fundación Epsilón
Fue Juan Bautista como lluvia que cae del cielo y fecunda la tierra. Cuando apareció en el desierto de Judá, Jesús lo identificó con el gran profeta Elías: aquél que hizo bajar fuego del cielo para demostrar que su Dios era el verdadero y acabar con el clero de Baal; y que más tarde prometió la lluvia que pondría fin a una trágica sequía de tres años. Elías se fue con Dios, arrebatado por un carro de fuego. Y a partir de su extraña desaparición, en el pueblo sencillo cundió el rumor de que volvería antes de la venida del Mesías.
Jesús puso término a aquel plazo sin fin. Elías había vuelto: era Juan Bautista.
Juan vino al mundo por obra de Dios. Nadie lo esperaba. Ni siquiera sus padres: su madre Isabel era estéril, y ambos de avanzada edad. Un ángel le anunció a Zacarías que tendría un hijo y le pondría por nombre: regalo de Dios, gracia del cielo, o sea, Juan. Seria "bautista" de profesión. La increíble e inesperada noticia le acarreó a Zacarías quedarse mudo hasta el día del nacimiento de su hijo, por no fiarse de las palabras del ángel. Con todo este aparato maravilloso, se quiere decir sencillamente que Juan fue un don de Dios para la sociedad.
Vivió en el desierto. No quiso saber mucho de una sociedad inhumana, plagada de injusticias. Desde el desierto gritó para que lo oyeran todos los ciudadanos. No fue en ningún caso "voz que dama en el desierto" y nadie oye, como se ha dicho con frecuencia traduciendo mal el texto griego. Al oírlo acudió toda la provincia de Judea y la ciudad de Jerusalén; y eso que no decía cosas halagüeñas. Su misión tuvo éxito aunque muriera decapitado.
Heredero de la más pura tradición profética, Juan "iba vestido, como Elías, de pelo de camello con una correa de cuero a la cintura": dime cómo te vistes y te diré quién eres. Lo que fue Elías ocho siglos antes, lo era Juan ahora: defensor de un Dios que no fundamenta sistemas injustos ni convive con otros dioses. Se alimentaba de "saltamontes y miel silvestre", plato de los beduinos del desierto.
Juan eran representante y último eslabón de una cadena de profetas que anunciaba la tierra prometida: Jesús, el Mesías.
Su lengua era como espada de dos filos, hiriente y provocativa: "raza de víboras" que matan con veneno mortal y a traición, decía a los componentes de una sociedad de clases enfrentadas; "Que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen". Mensaje de igualdad, el suyo.
Y cuando le preguntaban: "¿Qué tenemos que hacer?, aconsejaba obras como ésta: "El que tenga dos túnicas -símbolo de riqueza entonces- que dé una a quien no tiene, y el que tenga de comer, que haga lo mismo. ¡Ay si practicáramos hoy esto...!
A unos recaudadores que fueron a bautizarse les dijo: "No exijáis más de lo que tenéis establecido"; y a unos guardias que se le acercaron: "No hagáis violencia a nadie ni saquéis dinero; conformaos con vuestra paga". Consejos dignos de ser tenidos en cuenta hoy.
Compartir, justicia, no violencia fue su mensaje. En cualquier caso, invitación a cambiar. Juan fue para su tiempo una lluvia de justicia, una llamada a la conversión. Si su doctrina se pusiera en práctica, otro gallo le cantaría a nuestra sociedad que ha tomado la injusticia y el desorden como ley y norma de vida.
Jesús puso término a aquel plazo sin fin. Elías había vuelto: era Juan Bautista.
Juan vino al mundo por obra de Dios. Nadie lo esperaba. Ni siquiera sus padres: su madre Isabel era estéril, y ambos de avanzada edad. Un ángel le anunció a Zacarías que tendría un hijo y le pondría por nombre: regalo de Dios, gracia del cielo, o sea, Juan. Seria "bautista" de profesión. La increíble e inesperada noticia le acarreó a Zacarías quedarse mudo hasta el día del nacimiento de su hijo, por no fiarse de las palabras del ángel. Con todo este aparato maravilloso, se quiere decir sencillamente que Juan fue un don de Dios para la sociedad.
Vivió en el desierto. No quiso saber mucho de una sociedad inhumana, plagada de injusticias. Desde el desierto gritó para que lo oyeran todos los ciudadanos. No fue en ningún caso "voz que dama en el desierto" y nadie oye, como se ha dicho con frecuencia traduciendo mal el texto griego. Al oírlo acudió toda la provincia de Judea y la ciudad de Jerusalén; y eso que no decía cosas halagüeñas. Su misión tuvo éxito aunque muriera decapitado.
Heredero de la más pura tradición profética, Juan "iba vestido, como Elías, de pelo de camello con una correa de cuero a la cintura": dime cómo te vistes y te diré quién eres. Lo que fue Elías ocho siglos antes, lo era Juan ahora: defensor de un Dios que no fundamenta sistemas injustos ni convive con otros dioses. Se alimentaba de "saltamontes y miel silvestre", plato de los beduinos del desierto.
Juan eran representante y último eslabón de una cadena de profetas que anunciaba la tierra prometida: Jesús, el Mesías.
Su lengua era como espada de dos filos, hiriente y provocativa: "raza de víboras" que matan con veneno mortal y a traición, decía a los componentes de una sociedad de clases enfrentadas; "Que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen". Mensaje de igualdad, el suyo.
Y cuando le preguntaban: "¿Qué tenemos que hacer?, aconsejaba obras como ésta: "El que tenga dos túnicas -símbolo de riqueza entonces- que dé una a quien no tiene, y el que tenga de comer, que haga lo mismo. ¡Ay si practicáramos hoy esto...!
A unos recaudadores que fueron a bautizarse les dijo: "No exijáis más de lo que tenéis establecido"; y a unos guardias que se le acercaron: "No hagáis violencia a nadie ni saquéis dinero; conformaos con vuestra paga". Consejos dignos de ser tenidos en cuenta hoy.
Compartir, justicia, no violencia fue su mensaje. En cualquier caso, invitación a cambiar. Juan fue para su tiempo una lluvia de justicia, una llamada a la conversión. Si su doctrina se pusiera en práctica, otro gallo le cantaría a nuestra sociedad que ha tomado la injusticia y el desorden como ley y norma de vida.
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