A lo largo de este año hemos ido reflexionando sobre distintos tipos de miedo. Es una realidad que siempre nos acompañará y si no aprendemos a “manejarla” nos puede paralizar o llevarnos a recorrer caminos que no desearíamos.
Pero ¿te has preguntado alguna vez cuál es el miedo más importante con el que cargamos las personas?
Puedes platearle la pregunta a gente conocida. Sin duda recibirás diversidad de respuestas.
Buena parte quizás te digan que es el miedo a la muerte; otros –por aquello de no nombrarla- te hablarán del dolor o la enfermedad; para otros serán aquellas realidades que llevan a situaciones de pobreza, como la pérdida del trabajo; alguno te hablará de la soledad…
Son miedos reales. Pero el miedo más importante normalmente lo tenemos tan “escondido” dentro de nosotros que ni siquiera nos damos cuenta de su existencia y de cómo condiciona nuestra vida.
En estos días ha caído en mis manos un viejo libro de Thomas Merton: “Nuevas semillas de contemplación”. Entre otras cosas interesantes me encontrado con estos párrafos:
“El miedo es la raíz de todas las guerras: no tanto el miedo que los seres humanos se tienen unos a otros cuanto el miedo que tienen a todo.
No sólo no confían unos en otros, sino que ni siquiera confían en sí mismos. Si no están seguros de si otro se volverá contra ellos para matarlos, menos seguros están aún de si un día se volverán contra sí mismos para matarse.
No son capaces de confiar en nada, porque han dejado de creer en Dios.
Lo peligroso no es sólo el odio que sentimos hacia otros, sino también, y sobre todo, el que sentimos hacia nosotros mismos: particularmente el odio a nosotros mismos que es demasiado profundo y demasiado poderoso para afrontarlo conscientemente, pues nos hace ver nuestro propio mal en los demás y nos incapacita para verlo en nosotros mismos”.
El miedo a sí mismo
La verdad es que cuando lo leí por primera vez, me costó creérmelo. ¿Cómo es posible que el miedo más importante sea el miedo a mí mismo? Nunca me lo había planteado de forma tan descarada y mi reacción inmediata fue considerarlo una exageración.
Tuve que leerme el texto varias veces para empezar a pensar que quizás era cierto. Que era posible que el miedo a nosotros mismos determine en buena medida nuestra forma de ser, lo que decimos, lo que callamos, lo que hacemos, lo que dejamos de hacer.
Con demasiada frecuencia vivimos condicionados por cómo nos ven los demás o qué piensan de nosotros. Y pensamos que si nos conocieran tal y como realmente somos perderíamos estima, aceptación.. y nos convertiríamos en unos marginados en los ámbitos donde nos movemos.
Inconscientemente procuramos mantener una buena imagen frente a los demás, porque la imagen que tenemos de nosotros mismos no es muy positiva.
Nos juzgamos con dureza
Y todo ello porque normalmente nos juzgamos con dureza a nosotros mismos. Posiblemente eso sea en gran medida fruto de la educación que hemos recibido.
Una educación que nos exigía ser perfectos e intachables. Por supuesto nunca vamos a dar la medida y aparecerán los complejos de culpabilidad que, para que no molesten, intentaremos “encarcelar” en lo profundo de nuestra conciencia.
¡Qué pocas veces en nuestra educación nos enseñaron a ser humanos! Ser humano significará aceptar nuestros límites, nuestras imperfecciones, nuestras contradicciones internas como parte de lo que somos. No con una actitud de pasividad donde “todo vale”, pero sí con el realismo de saber que siempre nos moveremos en ese ámbito de lo no-perfecto.
Ser humanos es ser conscientes de nuestras debilidades y desde ellas ser solidarios con los demás que también son débiles. Crecer en compresión y cercanía sin pretender ser superiores a nadie.
Los engaños de creernos mejores
Demasiadas veces caemos en la tentación de creernos mejores que los demás –tapando lo que realmente somos- y nos convertimos en jueces implacables de los otros.
Otras veces –como dice Merton- el miedo a enfrentarnos con nuestra verdad nos hace ver en los demás el mal que realmente hay en notros mismos..
Esos dos engaños que frecuentemente se dan en nuestra vida personal, también se han trasladado a lo largo de la historia a la acción misionera de la Iglesia: ver en los demás los defectos que no reconocemos en nosotros mismos como institución.
Por eso la misión necesita de personas que no tengan miedo a sí mismas, personas que se reconozcan humanas, personas que tengan un corazón humanamente comprensivo como el corazón de Dios.
Sólo si superamos el miedo a nosotros mismos, podremos ser “buena noticia” para la humanidad.
Pero ¿te has preguntado alguna vez cuál es el miedo más importante con el que cargamos las personas?
Puedes platearle la pregunta a gente conocida. Sin duda recibirás diversidad de respuestas.
Buena parte quizás te digan que es el miedo a la muerte; otros –por aquello de no nombrarla- te hablarán del dolor o la enfermedad; para otros serán aquellas realidades que llevan a situaciones de pobreza, como la pérdida del trabajo; alguno te hablará de la soledad…
Son miedos reales. Pero el miedo más importante normalmente lo tenemos tan “escondido” dentro de nosotros que ni siquiera nos damos cuenta de su existencia y de cómo condiciona nuestra vida.
En estos días ha caído en mis manos un viejo libro de Thomas Merton: “Nuevas semillas de contemplación”. Entre otras cosas interesantes me encontrado con estos párrafos:
“El miedo es la raíz de todas las guerras: no tanto el miedo que los seres humanos se tienen unos a otros cuanto el miedo que tienen a todo.
No sólo no confían unos en otros, sino que ni siquiera confían en sí mismos. Si no están seguros de si otro se volverá contra ellos para matarlos, menos seguros están aún de si un día se volverán contra sí mismos para matarse.
No son capaces de confiar en nada, porque han dejado de creer en Dios.
Lo peligroso no es sólo el odio que sentimos hacia otros, sino también, y sobre todo, el que sentimos hacia nosotros mismos: particularmente el odio a nosotros mismos que es demasiado profundo y demasiado poderoso para afrontarlo conscientemente, pues nos hace ver nuestro propio mal en los demás y nos incapacita para verlo en nosotros mismos”.
El miedo a sí mismo
La verdad es que cuando lo leí por primera vez, me costó creérmelo. ¿Cómo es posible que el miedo más importante sea el miedo a mí mismo? Nunca me lo había planteado de forma tan descarada y mi reacción inmediata fue considerarlo una exageración.
Tuve que leerme el texto varias veces para empezar a pensar que quizás era cierto. Que era posible que el miedo a nosotros mismos determine en buena medida nuestra forma de ser, lo que decimos, lo que callamos, lo que hacemos, lo que dejamos de hacer.
Con demasiada frecuencia vivimos condicionados por cómo nos ven los demás o qué piensan de nosotros. Y pensamos que si nos conocieran tal y como realmente somos perderíamos estima, aceptación.. y nos convertiríamos en unos marginados en los ámbitos donde nos movemos.
Inconscientemente procuramos mantener una buena imagen frente a los demás, porque la imagen que tenemos de nosotros mismos no es muy positiva.
Nos juzgamos con dureza
Y todo ello porque normalmente nos juzgamos con dureza a nosotros mismos. Posiblemente eso sea en gran medida fruto de la educación que hemos recibido.
Una educación que nos exigía ser perfectos e intachables. Por supuesto nunca vamos a dar la medida y aparecerán los complejos de culpabilidad que, para que no molesten, intentaremos “encarcelar” en lo profundo de nuestra conciencia.
¡Qué pocas veces en nuestra educación nos enseñaron a ser humanos! Ser humano significará aceptar nuestros límites, nuestras imperfecciones, nuestras contradicciones internas como parte de lo que somos. No con una actitud de pasividad donde “todo vale”, pero sí con el realismo de saber que siempre nos moveremos en ese ámbito de lo no-perfecto.
Ser humanos es ser conscientes de nuestras debilidades y desde ellas ser solidarios con los demás que también son débiles. Crecer en compresión y cercanía sin pretender ser superiores a nadie.
Los engaños de creernos mejores
Demasiadas veces caemos en la tentación de creernos mejores que los demás –tapando lo que realmente somos- y nos convertimos en jueces implacables de los otros.
Otras veces –como dice Merton- el miedo a enfrentarnos con nuestra verdad nos hace ver en los demás el mal que realmente hay en notros mismos..
Esos dos engaños que frecuentemente se dan en nuestra vida personal, también se han trasladado a lo largo de la historia a la acción misionera de la Iglesia: ver en los demás los defectos que no reconocemos en nosotros mismos como institución.
Por eso la misión necesita de personas que no tengan miedo a sí mismas, personas que se reconozcan humanas, personas que tengan un corazón humanamente comprensivo como el corazón de Dios.
Sólo si superamos el miedo a nosotros mismos, podremos ser “buena noticia” para la humanidad.
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