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sábado, 12 de julio de 2008

Las parábolas del Reino I: Un maestro no autorizado

XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A

Por Neptalí Díaz Villán CSsR.
Publicado Misioneros Redentoristas

En tiempo de Jesús el maestro enseñaba o exponía sus ideas desde su escuela, el rabino desde la sinagoga, el sumo sacerdote desde el templo, así como en nuestros tiempos, el obispo desde su cátedra (de ahí la palabra catedral), el sacerdote desde el púlpito o el político desde la tribuna.

Los evangelistas nos presentan a Jesús como un personaje paradójico de principio a fin: es el mismo Logos de Dios, sin embargo se encarnó en el seno de una sencilla aldeana y nació en un establo; su compañía fueron los pobres, los desarrapados, los pecadores y las prostitutas. Cuando lo aclamaron como Mesías no entró montado en un poderoso caballo sino en un burro, y como corona le pusieron espinas en sus sienes. Su enseñanza no la dio desde la sinagoga, y cuando intentó hacerlo casi lo linchan (Lc 4,14ss); ni desde la escuela que criticó fuertemente, porque en la cátedra de Moisés se habían sentado los maestros de la Ley y los fariseos, manipulando el conocimiento (Mt 23,1s), y mucho menos desde templo, donde fue a pelear porque lo habían convertido en cueva de bandidos (Mc 11,17).

Jesús de Nazareth, sin autoridad oficial para enseñar, sin más carta de presentación que su misma calidad humana, se sentó, no en la cátedra de Moisés, presidida por los maestros y fariseos, sino junto al lago, al lado de la gente. Luego se sentó en la barca, signo de la comunidad eclesial (la Iglesia - comunidad, como lugar de encuentro con Jesús), y empezó a enseñar en parábolas, el lenguaje del pueblo.

Aunque todavía quedan algunos “ejemplares”, los narradores orales eran personajes populares en todo el mundo antiguo, sobre todo antes de la invención de la imprenta. En la Grecia antigua se destacaba el rapsoda que cantaba los poemas de Homero, el griot en África, tusital en la polinesia, penglipurlara en Malasia y para no ir tan lejos, los juglares, los piqueros, trovadores, romaceros, cantores y copleros de nuestros pueblos latinoamericanos.

Jesús, entre otras cosas, era un popular contador de cuentos y parábolas. Por medio de esta común manera de comunicarse enseñaba con sencillez, picardía y no pocas veces, con sarcasmo e ironía, pero siempre con profundidad, su experiencia de Dios y su propuesta a la humanidad.

Hoy tenemos la conocida parábola del sembrador. La gente conocía muy bien el contexto de la parábola. Ellos eran labradores, campesinos, que sabían lo que significaba sembrar, ver crecer la semilla, desherbar, cosechar, etc. Esta es una parábola dirigida a la comunidad eclesial que se reúne alrededor de Jesús (Jesús sentado dentro de la barca es signo de la iglesia, comunidad de hermanos). La semilla, muy buena por supuesto, es la Palabra lanzada sobre las personas. El primer acto de fe no es de nosotros hacia Dios, sino de Dios hacia nosotros; Él cree en nosotros y lanza su semilla, la arriesga, la expone al fracaso, a que la pisoteen, a que se la coman las aves, o a que alcance a germinar pero no dé fruto. Sabe que el Reino va a ser discutido, ignorado e incluso perseguido por personas “que miran sin ver y escuchan sin oír ni entender”, pero insiste, porque cree en el ser humano, en su capacidad de acogida y de cambio.

Hay cuatro actitudes distintas ante la Palabra: la actitud de la tierra del camino, la de las piedras, la que está cubierta de zarzas y la de la tierra buena o bien preparada; el resultado y el significado de cada de estas cuatro tipos de tierra lo explica el mismo texto. Vale la pena en este día, cuando nos reunimos también alrededor de Jesús, preguntarnos cuál es nuestra actitud ante la Palabra. ¿Cuánto tiempo llevo recibiendo la semilla? ¿Cuántas veces la semilla ha caído en mí? ¿Qué fruto ha dado? Si no ha dado fruto no es porque sea una semilla mala, seguramente tampoco porque sea tierra mala, tal vez porque no ha sido bien preparada o no se han tenido los cuidados, la perseverancia y la constancia suficientes para que dé fruto.

El fruto de la Palabra (semilla) no puede ser sólo un sentimiento de tranquilidad y de gozo espiritual; tiene que ser real y duradero: producir “semilla para el sembrador y pan para el que come” (1ra lect.). ¿De qué manera nosotros, los que hoy nos reunimos en torno a Cristo, estamos generando soluciones a los problemas de nuestro mundo; el hambre, la injusticia, la discriminación, el desplazamiento y la falta de oportunidades para desarrollo integral de la persona? ¿Hacemos parte de lo que llama Pablo (2da lect.) “la creación expectante que aguarda la plena manifestación de los hijos de Dios… con la esperanza de verse libre de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios”?

Las mamás saben lo que significan los dolores de parto, unos casos más complicados que en otras. En la Biblia estos dolores son signo de los cambios necesarios de las personas y de las estructuras sociales; cambios que por lo general encuentran resistencia e incluso persecución, y por lo tanto dolor, miedo, angustia, pero también esperanza por la inminente venida de una nueva criatura, nacida del agua del Espíritu, como le dijo Jesús a Nicodemo (Jn 3,1ss), el nacimiento del hombre nuevo, como diría Pablo, (Col 3,9-10), o en palabras del Apocalipsis, los cielos nuevos y la tierra nueva (Ap 21,1).

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