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sábado, 12 de julio de 2008

Las parábolas no requieren explicaciones sino una respuesta personal, no retórica, sino vital.

XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A

Por Marcos Rodríguez
Publicado por Fe Adulta


Sólo Mateo agrupa las parábolas en un solo capítulo. En el capítulo 13 que hoy comenzamos a leer, Jesús inaugura una manera nueva de hablar: las parábolas. Es muy poco probable que Jesús haya dicho todas estas parábolas de una sentada. Seguramente tienen razón Marcos y Lucas al ponerlas en distintas circunstancias.

Aunque en la lectura litúrgica nos hemos saltado el capítulo 12, podemos encontrar conexión entre lo leído el domingo pasado y la parábola de hoy. En aquella ocasión, Jesús daba gracias a Dios, porque unos pocos aceptan la palabra. Hoy, sólo los granos que caen en tierra buena dan fruto.

En la primera lectura (Is 55,10-11), se nos decía con una imagen bellísima, que Dios cumple siempre sus objetivos, pero sus caminos y sus expectativas no siempre coinciden con las nuestras.

En la segunda (Rom 8,18-23), Pablo nos decía que la creación entera está esperando que el ser humano la lleve a su plenitud. Todos, en cualquier circunstancia contribuimos a la meta final; pero podemos contribuir como una piedra, como una planta, como un animal o como persona humana, es decir, voluntaria y conscientemente.

Yo tengo posibilidad de responder a las expectativas que en mí tiene puestas la creación. Mi plenitud sólo será completa si soy capaz de compartir mi existencia con todas las criaturas del universo.

Muchas veces hemos recordado que toda la Biblia es teología narrativa, pero en las parábolas descubrimos que no hay más que eso: una sencilla narración. El relato en sí no significa nada. A mí nada me importa que la semilla nazca y dé fruto. Pero ese relato, en sí anodino, se convierten en símbolo de un mundo distinto del que habito. Las imágenes describen, dan que pensar, cuestionan mi manera de ser, me dicen que otro mundo es posible y esperan de mí una respuesta vital.

Esta proyección sólo se puede hacer con un relato. El mensaje espiritual no se deja atrapar en conceptos. En toda parábola existe un punto de inflexión que rompe la lógica del relato. Es esa quiebra se encuentra el verdadero mensaje.

En la parábola del sembrador, la ruptura se produce al final. En la Palestina del tiempo de Jesús, que un campo produjera el diez por uno, se consideraba una buena cosecha. Pues bien, tu campo puede llegar a producir ciento por uno. ¡Una locura!

El objetivo de las parábolas es sustituir una manera de ver el mundo, miope y torpe, por otra abierta a una nueva realidad llena de sentido y de futuro. Obliga a mirar a lo más profundo de sí mismo y a descubrir posibilidades insospechadas.

La parábola es un método de enseñanza que permite no decir nada al que no está dispuesto a cambiar, y a decir más de lo que se puede decir con palabras, al que está dispuesto a escuchar. Quien la oye, tiene que hacer realidad la ficción del relato y empezar a vivir de acuerdo con lo narrado.

La explicación que los tres evangelistas ponen a continuación, no aporta nada al relato. Las parábolas no admiten explicación. Jesús no pudo caer en la trampa de intentar explicarlas. Para descubrir el sentido hay que dejarse empapar por las imágenes.

La parábola exige una respuesta personal no retórica, sino vital; obliga a tomar postura ante la alternativa de vida que propone. Si no se toma una decisión, es que ya se ha definido la postura: continuar con la propia manera de ver y vivir la realidad.

Los exegetas apuntan a que, en un principio, los protagonistas de la parábola fueron el sembrador y la semilla. El objetivo habría sido animar a predicar sin calcular la respuesta de antemano. No; hay que sembrar a voleo, sin preocuparse de donde cae. La semilla debe llegar a todos. En línea con la primera lectura, pretende que se descubra la fuerza de la semilla en sí, aunque necesita unos mínimos para desarrollarse

No debemos dar ninguna importancia a la cantidad de respuestas. La intensidad de una sola respuesta puede dar sentido a toda la siembra. La sinuosa y larga trayectoria de la existencia humana queda justificada con la aparición de un solo Francisco de Asís o de una Teresa de Calcuta. Por eso Jesús pudo decir: El Reino ya está aquí, yo lo hago presente.

Tenemos que tratar de comprender que el Reino puede estar creciendo aun cuando el número de los cristianos está disminuyendo. La plena manifestación puede depender sólo de mí.

Sólo más tarde se dio a la parábola un cariz distinto, insistiendo en la disposición de los receptores, y dando demasiada importancia a las condiciones de la tierra. Esta alegorización no sería original de Jesús, sino un intento de acomodarla a la nueva situación de los cristianos, cambiando el sentido original y haciéndola más moralizante.

Ni aún en sentido alegórico debemos pensar en unas personas como tierra buena y otras, mala. Más bien debemos descubrir en cada uno de nosotros la tierra dura, las zarzas, las piedras que impiden a la semilla fructificar. En el mismo terreno hay tierra buena, piedras y zarzas.

No debemos identificar la “semilla” con la Escritura. Lo que llamamos “Palabra de Dios”, es ya un fruto de la semilla. Es la manifestación de una presencia que ha fructificado en experiencia personal. La verdadera “semilla”, es lo que hay de Dios en nosotros.

Lo importante no es la palabra, sino lo que la palabra expresa. Esa semilla lleva millones de años dando fruto, y seguirá cumpliendo su encargo.

El Reino de Dios está ya aquí, y está en acción, pero su manera de actuar es paciente. Dios no actúa nunca violentando la creación.

En este sentido más profundo del concepto de “Palabra de Dios”, podemos recordar el prólogo de Juan. “En el principio ya existía La Palabra”; “y la palabra era Dios”; “y La Palabra (Logos) se ha hecho carne”, es decir, Dios es encarnación.

Lo que Dios hace una vez, lo está haciendo siempre. Dios está en cada una de sus criaturas y se manifiesta en todas ellas como algo tan cercano que constituye la base de todo ser.

No debemos dar a entender que nosotros los cristianos somos los privilegiados que hemos recibido la semilla (Escritura). Dios se derrama en todos y por todos de la misma manera. Pero Dios no se nos da como producto elaborado, sino como semilla, que cada uno tiene que dejar fructificar.

No queremos menospreciar el valor de la “Escritura”. Su verdadero valor está en llevarnos a descubrir a Dios en nosotros y en todos los seres, y prepararnos para vivir esa realidad.

En esta parábola podemos descubrir el sentido dinámico de la existencia humana. Pero, el domingo pasado, el evangelio nos había dicho que ni la sabiduría ni el poder ni la virtud eran el principal valor para Jesús. Generalmente caemos en la trampa de creer que dar fruto es hacer obras grandes.

La tarea fundamental del ser humano no es hacer cosas, sino hacerse. “Dar fruto” sería dar sentido a mi existencia de modo que al final de ella la creación entera estuviera un poco más cerca de la meta gracias a mi presencia en ella.

Yo no tengo que dar sentido a la creación; se trataría de que por mi culpa no pierda el sentido que ya tiene. En el fondo, mi tarea sería no entorpecer la marcha de la creación hacia la consecución de su objetivo final. Si la semilla no da fruto, es porque algún obstáculo se lo impide.

Teilhard de Chardin desarrolló la intuición de Pablo y nos hizo ver con gran lucidez cuál era esa meta del universo. La materia camina hacia la espiritualización. En toda la materia hay una chispa de Espíritu que es la que tiene que desplegarse hasta formar una inmensa hoguera que engulla toda la creación y consuma lo que es escoria.

Ante esta visión grandiosa, resultan completamente ridículas nuestras raquíticas aspiraciones moralizantes. Jesús nunca puso el acento en el cumplimiento de normas y preceptos. Su tarea consistía en ofrecer a todo el que encontraba en su camino, una oferta de salvación que ya estaba en él mismo: tomar conciencia de lo divino que nos habita y vivir en armonía con esa realidad.

La meta de la creación es la unidad. Y porque se trata de alcanzar la unidad en el Espíritu, esa plenitud de ser no la puedo encontrar encerrándome en mí mismo, sino descubriendo al otro y potenciando esa relación con el otro como persona. Y digo como persona, porque generalmente nos relacionamos con los demás como cosas, de las que nos podemos aprovechar.

Cuando hago esto no soy más, sino menos, porque me estoy deteriorando como ser humano. Descubriendo al otro y volcándome en él, despliego yo mis mejores posibilidades de ser. Hemos llegado a lo que tenía que ser la esencia de lo humano: el amor.

“El que tenga oídos que oiga”. Esa advertencia vale para nosotros hoy igual que para los que la oyeron de labios de Jesús. En aquel tiempo, era la doctrina oficial la que impedía comprender el mensaje de Jesús. Hoy siguen siendo los prejuicios religiosos, los que nos mantienen atados a falsas seguridades, que nos sigue ofreciendo una religión muy alejada de los orígenes. El aferrarnos a esas seguridades es lo que sigue impidiendo una respuesta al mensaje, adecuada a nuestra situación actual.

El evangelio es fácil de oír, más difícil de escuchar y cada vez más complicado de vivir. Nuestra tarea, hoy como entonces, es descubrir dentro de nosotros lo expresado por la palabra.


Meditación-contemplación



“El resto cayó en tierra buena y dio grano”.
“Dios no da el Espíritu con medida” (Jn 3, 34)
Dios se da totalmente, absolutamente, siempre y a todos.
Experimenta esta verdad y cambiará tu vida.

……………


Descubrir a Dios como amor dinámico,
Es la base de toda experiencia religiosa.
Todo lo que Dios es, lo tienes a tu alcance.
Todo lo que tú eres y puedes ser, depende de ese don.

…………….


Recibe la semilla y deja que se desarrolle en ti.
No intentes tirar de ella para que crezca más deprisa.
Todo crecimiento tiene su propio ritmo.
Ten confianza, en la semilla ya está el árbol completo.

…………….

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