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sábado, 6 de agosto de 2011

XIX Domingo del T.O. (Mt 14, 22-33) - Ciclo A: ORACIÓN, MIEDO Y CONFIANZA




El evangelio nos ha dejado testimonios de que Jesús buscaba la noche y la soledad para orar. Sea la oración teísta (relacional o afectiva), sea el silencio contemplativo (“estar” desnudo, en el silencio mental), necesitamos conectar conscientemente con el Misterio, Raíz, Fuente, Fundamento y Núcleo de lo que somos, para experimentarnos anclados en él y para dejarnos transformar: para permitir que lo que somos, más allá del ego, salga a la luz.

Me parece que no tiene sentido comparar ambas formas de orar, porque ni son contrapuestas ni tienen por qué excluirse. Así como hay muchos niveles diferentes desde los que podemos aproximarnos a la realidad, existen también tantas formas de conectar con el Misterio como personas.

Como dijera preciosamente León Felipe:

“Nadie fue ayer
ni va hoy
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol...
y un camino virgen
Dios”.

Probablemente, cada cual tendrá que fiarse de su “maestro interior” (intuición o voz del Espíritu) para, según la etapa de su vida, el momento que esté atravesando o su propio perfil psicológico, elegir aquella forma que le resulte más adecuada.

Ambas formas tienen aspectos positivos y, como todo lo humano, encierran riesgos, de los que será bueno ser lúcidos. Por si sirve de ayuda, reproduzco aquí un esquema que presentaba en el libro “¿Qué Dios y qué salvación?” (p. 245).



El evangelista, tras mostrar a Jesús orando en la noche, nos trae una escena que parece “escapada” de los relatos de apariciones del resucitado, como si fuera una “aparición pascual” adelantada.

Se trata, en realidad, de una celebración litúrgica en la iglesia/barca, en la que Jesús es proclamado como “Hijo de Dios”. Se trata de la primera confesión de fe que usa esta fórmula, que constituye el título cristológico más elevado.

Es evidente que ese título no significa todavía lo que la reflexión posterior –muy marcada por el pensamiento helenista, que desembocaría en los concilios de Nicea (325) y de Calcedonia (451)- volcaría sobre él. Para una comunidad judeocristiana, como la de Mateo, ese título, con ser el más excelso, no podía significar el reconocimiento de “otro” Dios junto a Yhwh –el estricto monoteísmo judío no lo permitía-. La expresión “Hijo de Dios” aludía a una especialísima relación de Jesús con Dios, con quien gozaba de una predilección e intimidad única.

La celebración litúrgica arranca de una situación de temor. La barca/iglesia se halla casi a la deriva, muy lejos de tierra, en medio del mar/mal, y azotada por un viento “contrario”; y todo ello, en medio de la noche/oscuridad. La dificultad que origina el miedo no puede ser mejor descrita.

Jesús se acerca “de madrugada” (originalmente, en la “cuarta vigilia”, entre las tres y las seis de la mañana). Los romanos dividían la noche en “cuatro cuartos”, de tres horas cada uno: de 6 de la tarde a 6 de la mañana. La precisión del evangelista –que, en esta traducción castellana, se ha perdido- no es irrelevante: en el Antiguo o Primer Testamento encontramos textos en los que ese momento –justo al amanecer- se presenta como el tiempo de la intervención de Dios (Éxodo 14,24; Salmo 46,6; Isaías 17,14).

Precisamente a esa hora el evangelista sitúa a Jesús caminando sobre las aguas, es decir, venciendo todo tipo de mal. Es un modo poético y metafórico de decir que en Jesús reside el poder de Yhwh, el único a quien se reconocía esa capacidad: “Tú te abriste camino por el mar, un sendero por las aguas caudalosas” (Salmo 77,20); “sólo él camina sobre las espaldas del mar” (Job 9,8).

Sin embargo, los discípulos son incapaces de reconocerlo; más aún, lo confunden con un fantasma, se atemorizan y se ponen a gritar. Tras estos signos, el relato parece indicar la incomprensión en la que se encuentran –y en la que pueden hallarse los miembros de la comunidad de Mateo y los propios lectores-, que les impide nada menos que reconocer la presencia trascendente y victoriosa del Señor sobre el mal y sobre el propio miedo.

Pues bien, en medio de esa ignorancia de la que nace el miedo, se alza la palabra de Jesús, una palabra de ánimo pero, sobre todo, reveladora de su identidad: “Yo Soy”. El “Yo Soy” bíblico remite directamente a Yhwh – El Que Es, no como ser separado, sino como la Realidad última que constituye la mismidad de todo lo que es. En ese sentido, podemos reconocerla también como nuestra identidad más profunda.

Si lo leemos en clave relacional (modelo dual), nos abrimos a Dios como el “Yo Soy” fuente de toda confianza y vencedor de todo mal, que aleja de nosotros cualquier miedo. Si lo leemos en clave transpersonal (modelo no-dual), nos reconocemos, más allá de nuestro ego o incluso de nuestro “yo particular”, como el Yo Soy universal e ilimitado –en la “identidad compartida”, con Jesús y con todos los seres, que no niega las diferencias, sino que las abraza- en el que también los miedos se diluyen.


Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com

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