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lunes, 30 de agosto de 2010

La Sombra Siniestra del Suicidio se Cierne sobre los Amigos y la Familia


Por Ron Rolheiser (Traduccuón Carmelo Astiz, cmf))
Publicado por Ciudad Redonda

Cada año escribo una columna sobre el suicidio. No es que sea mi tema favorito, pero lo hago porque en el foro público hay una producción demasiado escasa que trate este tema doloroso. El suicidio permanece como uno de los grandes temas que no deben mencionarse; y la gente que pierde a seres queridos a causa del suicidio busca, generalmente en vano, cualquier cosa que pueda proporcionarle comprensión y consuelo.
Este año, más que en años anteriores, estoy lidiando conmigo mismo para escribir esta columna, porque últimamente unos cuantos lectores me han escrito aconsejándome que mis escritos proyecten luz sobre el tema, ya que estoy ofreciendo un consuelo falso y peligroso y, peor todavía, que mis escritos (al suavizar el tabú que ve el suicidio como una desesperación final) contribuyen a aumentar el número de suicidios.
Al suavizar este tabú -me sugieren-, usted da permiso a la gente para eliminar su vida. Dios perdona, ¿entonces, por qué no? También, los católicos romanos citan con frecuencia el Catecismo de la Iglesia Católica para defender su crítica.
A pesar de todo esto, es necesario todavía tratar la cuestión: El hecho terriblemente cruel es que, sólo en los Estados Unidos, se dan tres o cuatro suicidios por hora, más de noventa al día, sobrepasan los 33,000 al año; y cada una de esas muertes afecta profundamente a mucha gente.
En el fondo, todo el mundo queda afectado. Nadie va por la vida sin sentirse tocado, asustado e irrevocablemente transformado por el suicidio de otro ser humano.
En medio de todo esto, se da generalmente un tranquilo estoicismo. ¡Silencio, no hablemos de eso! Pero, oculta bajo el estoicismo, se asienta una amarga ambivalencia: se descuelgan fotografías, se borran memorias, y nosotros lidiamos con una culpabilidad no resuelta, luchamos con la vergüenza, con el miedo por la salvación del suicida y, en gran parte, con un cierto mal-estar sobre la vida misma. Si puede pasar esto, ¿de qué nos podemos fiar?
¿Qué hay que decir sobre el suicidio, aparte de lo que intenté decir en mis escritos anteriores?
En primer lugar, que el miedo que expresan mis críticos tiene que tomarse en serio: El suicidio es algo realmente terrible. El tabú radical con que la sociedad y las iglesias han rodeado al suicidio -lo mismo que el tabú que rodea al incesto- alguna justa razón tendrá para estar ahí… El suicidio es un acto terrible del que no hay retorno. Destruye, y de modo permanente, mucho más que la vida sola de quien comete ese acto. Quizás nunca podamos arrojar luz suficiente sobre el suicidio. Por eso se ha atrincherado en este terrible tabú.
Pero este tabú se toma como un aviso antes del hecho del mismo suicidio. Hay que decir algo también sobre qué ocurre después del hecho. Cuando uno toma su propia vida por su mano, los que quedan en este mundo se esfuerzan, hasta literalmente, por respirar oxígeno humano y teológico. Es necesario decir algo a “los-que-quedan” en este mundo.
Con mis escritos sobre el suicidio intento dirigirme a “los-que-quedan-aquí”, y no para que mis páginas sirvan como un instrumento de orientación para alguien clínicamente deprimido. Además, creo que nada de lo que hasta ahora he dicho sobre el suicidio vaya contra la enseñanza contenida en el Catecismo de la Iglesia Católica. Lo que enseña irradia de hecho profunda compasión y comprensión: El Catecismo destaca la gravedad del asunto, afirma claramente que el suicidio es un acto que va contra todo lo que Dios designó para la vida humana; sigue afirmando que la responsabilidad del acto puede quedar radicalmente reducida por el estado sicológico del suicida; y entonces nos invita a confiar en la comprensión y compasión de Dios. Por otra parte, la Iglesia en su práctica pastoral, prácticamente sin excepciones, refleja lo que yo he escrito.


COMPASIÓN DE UN SACERDOTE, el P. Miguel Schatz

Recuerdo siempre aquel tiempo en que la práctica de la Iglesia no era así. Cuando yo era adolescente, uno de nuestros vecinos se suicidó. En aquel tiempo todavía formulábamos una pregunta penosa en torno al suicidio: ¿Habríamos de ofrecer a ese hombre los ritos y oraciones finales de la Iglesia, y permitir que se le enterrara en cementerio eclesiástico?
Nuestro párroco, el P. Miguel Schatz, un hombre tranquilo, modesto, amable, sin pretensiones, religioso Oblato de María Inmaculada, rápidamente eliminó toda duda e hizo lo que hubiera hecho Jesús: Mostró a aquel hombre herido y a su afligida familia la plena compasión de Dios, de la Iglesia y de la comunidad. Si yo soy ahora sacerdote, lo debo mucho más a esta experiencia que a cualquier otra razón. La respuesta del P. Miguel me ayudó a entender el corazón de Dios y lo que debería ser la compasión humana y eclesial.
Al fin, todo se reduce a la cuestión de Dios: Dios es perfecto amor, compasión y comprensión. Si Dios es infinita misericordia y puede, como nos enseña nuestra fe cristiana, descender al mismo infierno, entonces es una afrenta a la naturaleza de Dios y una afrenta a nuestra propia fe creer que tal Dios hubiera de aislar de la vida a alguien, durante toda la eternidad, porque esa persona era frágil, estaba tan herida, tan magullada, era tan hipersensible o quizás simplemente tan desequilibrada bioquímicamente, que, en un momento de depresión o de pánico, decidió acabar con su vida. En el hondón de nuestro corazón, todos aceptamos eso. Necesitamos, pues, proclamarlo bien alto.
Estamos en manos seguras -en las de Dios-, manos mucho más amables que las propias nuestras. Podemos fiarnos de Dios, y en ningún otro lugar o en ningún otro momento es esto más conmovedor que en el hecho del suicidio.

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