Publicado por Xabier Pikaza Ibarrondo
Domingo 3 de Pascua. Lc 24, 13-35.
Tras haber presentado a los grandes testigos (Magdalena, Pedro, María), quizá la más bella de las estaciones de Pascua se llama Emaús. Por allí pasó Jesús, por allí sigue pasando, como ha narrado Lucas, que recoge la historia de dos fugitivos que le encuentran y le acogen en la fracción del pan. Pudo haber sucedido esa historia, con dos personajes concretos: Cleofás y María su esposa (cf. Jn 19, 29), el primer matrimonio expresamente cristiano de los comienzos de
Dos fugitivos
No van con las mujeres al sepulcro, para ungir al cuerpo muerte, ni quedan en Jerusalén, como los otros, sino que escapan. Es como si tuvieran más dolor; como si la aventura de Jesús hubiera aparecido ante sus ojos como un bello y duro engaño. Cuanto antes pudieran olvidarla sería mejor: la vida no se puede edificar sobre recuerdos vacíos, sobre palabras vanas, como las de las mujeres del sepulcro (cf 24, 11-22).
Escapan por los caminos de la vida y para volver hacia el Cristo y su mensaje necesitan más razones que la catequesis pascual de las mujeres de Mc 16, 1-8; a ellas les bastaba el recuerdo de aquello que Jesús había dicho, estando como estaban al borde de su tumba vacía. Estos necesitan toda la palabra de Escritura, necesitan la fracción del pan, tienen que ver a Jesús. De esa manera, su misma gran incredulidad se hará motivo de una más honda y larga catequesis pascual.
Son muchos los motivos que podríamos destacar en esa catequesis, convertida en principio de la más intensa teología de la pascua. Podríamos hablar de una hermenéutica, es decir, de una nueva comprensión de
Desde ese fondo, en contraste con las mujeres del sepulcro que no creen (cf. Lc 24,10) presenta Lc 24, 13-
Experiencia de Emaús. El comienzo.
El texto es una joya de teología narrativa: la verdad no se argumenta ni demuestra a base de razones; la verdad viene a expresarse en forma de relato; sólo convence quien sepa contar una historia de forma que su verdad (su mensaje) vuelva a hacerse presenta allí donde se cuenta.
Y he aquí que dos de ellos
(del grupo de Once y los otros: cf 24,9),
en aquel mismo día caminaban hacia una aldea llamada Emaús,
que distaba como una sesenta estadios de Jerusalén.
Y ellos dialogaban entre sí sobre todas estas cosas
que habían acontecido.
Y sucedió que mientras dialogaban y hablaban
el mismo Jesús se acercó y caminaba con ellos.
Y sus ojos estaban cerrados, para no reconocerle. Y él les dijo:
- ¿Qué son esas palabras que os decís entre vosotros,
mientras camináis?
Y ellos se pararon, quedando tristes.
Y uno, llamado Cleofás, respondiéndole le dijo:
- ¿Eres tú el único habitante de Jerusalén que ignoras
las cosas que han pasado en ella en estos días?
Y les preguntó: ¿Cuáles? Y ellos le dijeron:
- Las referentes a Jesús de Nazaret, que fue varón profeta,
poderoso en acción y palabra, ante Dios y ante todo el pueblo,
cómo le entregaron nuestros sacerdotes y jefes,
en juicio de muerte y le crucificaron.
Nosotros esperábamos que él fuera quien debía redimir a Israel,
pero con todas estas cosas, han pasado ya tres días...
(Lc 24, 13-21)
Estos fugitivos de Emaús son signo de todos los han ido caminando con Jesús pero después se han decepcionado. No pueden entender la cruz, no saben situar su muerte en el esquema salvador del reino: ¡pensábamos que tenía que redimir a Israel! Como fracasados escapan, huyendo de su propia historia, del pasado de su encuentro con Jesús, con la esperanza rota.
Escapan y sin embargo siguen hablando de Jesús, como si tuvieran necesidad de recrear su recuerdo, de recuperar su figura. Uno se llama Cleofás (24, 18). El otro permanece innominado (¿su mujer Maria, una hermana, un amigo?). Si María, la mujer de Cleofás que estaba bajo la cruz (cf. Jn 19, 25) es la misma que ahora acompaña a Cleofás (y este Cleofás es el mismo de aquel texto), tenemos que afirmar que ella no cree, ni ella ni su marido, que vuelven a su casa.
Sea como fuere, ellos abandonan la comunidad donde sigue reunido el resto de discípulos incrédulos con las mujeres creyentes (cf 24, 9-10.33-35). Parecen el comienzo del fin; empieza a disgregarse el grupo que Jesús había formado a lo largo de su vida. Escapan de Jesús, pero le llevan en su mente y conversación (cf 24, 14). Pues bien, la misma huida viene a convertirse en principio de un nuevo encuentro.
Muchas veces resulta necesaria la distancia: separarse del lugar de la experiencia inmediata, tomar tiempo para revivir lo que ha pasado. Quien no sufra el choque fuerte del fracaso de Jesús, quien no sienta la tentación de escaparse no podrá entender el evangelio. Ese momento de decepción, ese intento de evadirse de recuperar la tranquilidad de un pasado sin cruz, constituye un elemento integrante de la resurrección cristiana.
El desconocido de pascua. Catequesis del camino.
Se suele decir que no existe verdadera conversación si es que no viene “un tercero” para ofrecer nueva luz. Pues así viene Jesús, como un desconocido, que empieza preguntando: se interesa por el dolor de los fugitivos y permite que ellos hablen y digan aquello que esperaban (liberación de Israel) y aquello que ahora sufren (fracaso de Jesús). Para que la conversación resulte verdadera debemos empezar acogiendo la palabra de los otros, no sólo para aprender lo que ellos digan sino también (y sobre todo) para dejar que ellos se expresen y con ello manifiesten su verdad, su intimidad más honda.
Como buen dialogante, Jesús les ha invitado a decir, a recordar otra vez, quizá en nueva perspectiva, aquello que ha sido su deseo, aquello que ahora es su decepción. La experiencia pascual viene a expresarse a través de un diálogo que, de manera casi lógica, termina por centrarse en los grandes argumentos de la historia: el sentido del dolor y la fuerza creadora de la comunión. ¿No sabéis que el Cristo debía padecer? Así empieza el primer argumento del desconocido:
¡Oh faltos de mente y duros de corazón
para creer todas las cosas que dijeron los profetas!
¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas
y entrara así en su gloria?
Y comenzando por Moisés y por todos los profetas
les fue interpretando en todas las Escrituras
todas las cosas que se referían a él (24, 25-27).
Los fugitivos no entendían el sentido de la muerte de Jesús. Esperaban que acabara (que viniera) como Mesías triunfador, para imponerse con la fuerza de su gloria (con las armas, si es que fuere necesario); pero han visto cómo ha muerto: fracasado, crucificado. Esperaban la restauración nacional, política, del reino de Israel y han asistido a la muerte del pretendiente mesiánico. Sobre esa derrota de Jesús sólo resultan posibles las habladurías fantasmales de "mujeres" que dicen ver al ángel de Dios ante un sepulcro misteriosamente vacío (cf 24, 22).
Esta ha sido la dificultad. Jesús, con la voz de aquel desconocido, les responde ofreciéndoles una hermenéutica nueva de las viejas Escrituras. En el fondo, toda la historia del pueblo de Dios y las palabras de la revelación culminan en la muerte de Jesús. Aprender a sufrir, ese es el secreto; dar la vida por los demás, ese es el misterio.
Así les va enseñando Jesús a comprender su sufrimiento, en el principio de la catequesis pascual, a partir de los profetas de Israel. Ellos anunciaron, de algún modo, la exigencia y el valor del sufrimiento como camino salvador, conforme a las palabras recogidas en los Cantos del Siervo de Yahvé (Isaías 40-55). En esta misma línea se sitúan los Salmos que hablan de un justo que sufre. Lo mismo se nos dice en los pasajes posteriores de la literatura helenista israelita, como el libro de
A través de todos esos testimonios, aducidos por Jesús como palabra de Dios y profecía, descubrimos que el mundo no se salva a base de poder y por las armas, con la ley de la venganza; sólo quien ama hasta el final, sufriendo por los otros, sin vengarse ni emplear violencia, y así muere por los hombres, puede ser Mesías verdadero. Entendido de esa forma, como expresión de amor supremo, el sufrimiento no es objeción sino prueba de la mesianidad de Jesús. No es Mesías de Dios a pesar de que ha sufrido sino precisamente porque ha sabido sufrir sin vengarse, amando a los demás, es decir, por amor y servicio de vida, hasta la muerte. No resucita Jesús a pesar de haber muerto sino precisamente porque ha muerto dando su vida por los otros.
Sólo allí donde el sufrimiento se comprende como gesto salvador, sólo donde viene a presentarse como signo más alto de amor, puede hablarse de la pascua de Jesús, el Cristo. Esto es algo nuevo, pero al mismo tiempo es la verdad antigua de toda
De la profecía al pan partido
Las palabras del desconocido del camino iluminan nuestra catequesis de la pascua. No es que Jesús haya resucitado a pesar de
- Los judíos nacionales no piensan de esa forma. Ellos siguen creyendo que su Biblia (Ley, Profetas, Escritos: nuestro Antiguo Testamento) se basta por sí misma. No hace falta Jesús para entenderla; no es bueno suponer que ella culminen en el sufrimiento de un crucificado, cuya vida se abre en forma salvadora por la pascua, para todos los pueblos de la tierra. Los judíos que no han aceptado a Jesús afirman que su Escritura (Ley Escrita) culmina y se explica de manera más perfecta en los libros y documentos de su tradición oral, recogida en
- En contra de eso, los judíos mesiánico o los cristianos podemos y debemos afirmar que el argumento más profundo de
La resurrección del Mesías crucificado constituye así el principio hermenéutico cristiano, su punto de inflexión y novedad respecto al judaísmo (y al Islam). No es la expresión de una esperanza final para los muertos, en la que siguen creyendo judíos y musulmanes. Es la resurrección del crucificado, el triunfo ya logrado de aquel a quien los mismos jerarcas de Israel han condenado
Jesús ha comenzado a ofrecer su catequesis y los caminantes aceptan en parte su argumento, pues como dirán después su corazón estaba ardiendo mientras escuchaban a Jesús (cf Lc 24, 32), pero todavía no le reconocen ni aceptan como Cristo. No le entienden aún, pero le aman ya y le invitan a quedarse a cenar en su casa, pues es de noche (24, 28-29).
En el pan compartido.
Este es el momento decisivo. Ellos no creen todavía, pero quieren que quede en su casa, que les acompañe en la cena y el descanso. Quizá pudiéramos decir que Jesús resucitado se revela allí donde alguien sabe invitar al caminante, ofreciéndole su hogar y compañía. Pero el texto quiere que avancemos hasta el lugar de la manifestación definitiva del Cristo. Ellos le ofrecen de comer y él, actuando como padre de familia y señor de la casa, les ofrece el pan. Entonces le descubren:
Y sucedió que, al sentarse con ellos en la mesa,
tomando el pan, lo bendijo; y partiéndole se lo dio.
Entonces se abrieron sus ojos y le reconocieron
y él se volvió invisible para ellos (Lc 24, 30-31).
El invitado se coloca en el centro de la escena y, en lugar de esperar a que le sirvan, diciéndole que coma, asume la iniciativa: ¡parte el pan y se lo ofrece precisamente a los señores de la casa, que han tenido el gesto de acogerle!. Quizá pudiéramos pensar que han sido los mismos caminantes quienes le han ofrecido la presidencia de su mesa, pidiéndole que parta el pan. El hecho es que lo parte y se lo ofrece, en gesto que recuerda las escenas de comidas ya estudiadas, tanto en perspectiva de multiplicaciones como de eucaristía (cf 10ª estación).
Sólo así culmina el proceso de catequesis: ¡descubren al Cristo!. No ha sido suficiente la interpretación de las Escrituras, ni la exégesis acerca del valor del sufrimiento y de la muerte por los otros. Para encontrar a Jesús resucitado hay que avanzar en su camino, acercándose a la mesa compartida, al pan que se parte, a la comunidad donde los fieles (creyentes) celebran con gozo
Desaparece Jesús como persona separada (su visión), pero quedan sus signos: la palabra de la profecía, el pan compartido. Este es el lugar donde la pascua cobra densidad cristiana. Los dos fugitivos han hecho su camino: han recorrido el itinerario de la resurrección, han llegado hasta el final. Ahora saben que Jesús vive, que ha triunfado, que está presente en la palabra y la fracción del pan. Así descubren a Jesús precisamente cuando desaparece en su forma externa. Nosotros, herederos de una vieja tradición racionalista y, al mismo tiempo, mágica queremos fundar muchas veces nuestra fe en argumentos científicos y en apariciones. Pero al final de este recorrido no encontramos argumentos de ciencia ni tampoco apariciones: sólo hallamos una palabra sobre el valor de la entrega de la vida (del sufrimiento del Mesías) y un signo (el pan compartido). En esa palabra y ese signo se hace presente el Cristo pascual.
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