En la fiesta de san Pedro y san Pablo podríamos acentuar las diferencias entre estos dos enormes apóstoles que son las columnas que mantienen firme la Iglesia, la comunidad de los creyentes. Pero las lecturas de hoy nos dan base suficiente para subrayar las similitudes.
A pesar de que tuvieron orígenes diferentes –Jesús llamó a Pedro con los primeros discípulos, Pablo aparece en escena después de la muerte y resurrección de Jesús– y de que siguieron caminos diversos –Pedro apóstol de los judíos y Pablo de los gentiles–; a pesar de que tuvieron sus diferencias –en Efeso debió de haber palabras fuertes entre los dos por lo que se cuenta en la carta a los Gálatas (2,11-14)–; a pesar de todo eso, hay una experiencia común que está a la base de sus vidas, que les motivó a entregarse, en la medida de la capacidad de cada uno y siempre contando con sus limitaciones, al servicio de la predicación de la buena nueva de Jesús.
Pedro, liberado de sus propias cadenas
La primera y segunda lectura nos hablan de esa experiencia que no es otra que la liberación. Los dos experimentaron la liberación de las cadenas que los oprimían. Aunque en la primera lectura de los Hechos se relata la liberación de Pedro de la cárcel por un ángel, conocemos la vida de Pedro y su relación con Jesús y sabemos que Jesús siempre le fue llevando más allá de los prejuicios que le aprisionaban, liberándolo para convertirle en una persona nueva al servicio del Reino.
Recordemos sin ir más lejos la escena de Pedro en el lago, en la que Jesús le libera de sus propios temores y le invita a avanzar por el agua y a confiar sólo en el Señor. Por tanto, la liberación de Pedro es mucho más que la liberación puntual de la cárcel. Jesús hizo libre a Pedro para el Evangelio. El Pedro que quería hacer su propio camino, que incluso quería decirle a Jesús cómo debía realizar su misión (escena de la confesión de Cesárea), termina siguiendo los caminos que le marca Jesús y encuentra ahí su plenitud en libertad como persona.
Pablo, liberado en el camino de Damasco
En la segunda lectura Pablo habla en primera persona. Da la impresión de estar al final de su vida. Echa la mirada atrás. Ha combatido el buen combate y espera la corona merecida. Pero reconoce que en ese camino ha estado siempre presente el Señor que le ayudó en todo momento y le dio fuerzas “para anunciar íntegro el mensaje”. Dice también que “seguirá librándome”.
Sin duda Pablo tiene presente aquella primera liberación, la del camino de Damasco, cuando se encontró frente a frente con el Señor resucitado y su vida cobró un nuevo sentido, dejando atrás su pasado fariseo. Allí fue liberado de la opresión de la ley para conocer la fuerza de la gracia de la vida. Esa fue su experiencia de liberación y la que dio sentido a toda su vida itinerante al servicio del Evangelio, a todos sus trabajos, esfuerzos y dolores.
Llaves que liberan y dan vida
La liberación está, pues, a la base de la experiencia vital, fundamental, de estos dos apóstoles que son las columnas centrales de la Iglesia, de nuestra fe. La liberación es la experiencia que conduce a la fe. Confesar a Jesús no es una pura afirmación intelectual, no es una idea. Cambia nuestra vida como cambió las de Pedro y Pablo. Nos libera de prejuicios y miedos. Nos abre al futuro. Da sentido a nuestras vidas. El Reino se nos aparece como la realidad más valiosa por la que luchar y entregar nuestra vida. Las manos se nos abren a la fraternidad y sentimos a Dios como Padre de la vida que acoge a todos sin excepción.
Las llaves de que se habla en el Evangelio son llaves que abren las prisiones, que liberan de prejuicios y enfermedades, que crean fraternidad. No son nunca llaves para oprimir ni condenar. No son llaves para condenar a las personas. Sólo hay que condenar todo lo que impide a las personas vivir como lo que somos: hijos e hijas de Dios, con toda nuestra dignidad y libertad. Esas llaves, hoy en poder de todos los creyentes, de la Iglesia, de todos los que seguimos la estela de Pedro y Pablo y en ellos la de Jesús, nos facultan y capacitan para abrir, para liberar, para dar vida. ¡Usemoslas!
A pesar de que tuvieron orígenes diferentes –Jesús llamó a Pedro con los primeros discípulos, Pablo aparece en escena después de la muerte y resurrección de Jesús– y de que siguieron caminos diversos –Pedro apóstol de los judíos y Pablo de los gentiles–; a pesar de que tuvieron sus diferencias –en Efeso debió de haber palabras fuertes entre los dos por lo que se cuenta en la carta a los Gálatas (2,11-14)–; a pesar de todo eso, hay una experiencia común que está a la base de sus vidas, que les motivó a entregarse, en la medida de la capacidad de cada uno y siempre contando con sus limitaciones, al servicio de la predicación de la buena nueva de Jesús.
Pedro, liberado de sus propias cadenas
La primera y segunda lectura nos hablan de esa experiencia que no es otra que la liberación. Los dos experimentaron la liberación de las cadenas que los oprimían. Aunque en la primera lectura de los Hechos se relata la liberación de Pedro de la cárcel por un ángel, conocemos la vida de Pedro y su relación con Jesús y sabemos que Jesús siempre le fue llevando más allá de los prejuicios que le aprisionaban, liberándolo para convertirle en una persona nueva al servicio del Reino.
Recordemos sin ir más lejos la escena de Pedro en el lago, en la que Jesús le libera de sus propios temores y le invita a avanzar por el agua y a confiar sólo en el Señor. Por tanto, la liberación de Pedro es mucho más que la liberación puntual de la cárcel. Jesús hizo libre a Pedro para el Evangelio. El Pedro que quería hacer su propio camino, que incluso quería decirle a Jesús cómo debía realizar su misión (escena de la confesión de Cesárea), termina siguiendo los caminos que le marca Jesús y encuentra ahí su plenitud en libertad como persona.
Pablo, liberado en el camino de Damasco
En la segunda lectura Pablo habla en primera persona. Da la impresión de estar al final de su vida. Echa la mirada atrás. Ha combatido el buen combate y espera la corona merecida. Pero reconoce que en ese camino ha estado siempre presente el Señor que le ayudó en todo momento y le dio fuerzas “para anunciar íntegro el mensaje”. Dice también que “seguirá librándome”.
Sin duda Pablo tiene presente aquella primera liberación, la del camino de Damasco, cuando se encontró frente a frente con el Señor resucitado y su vida cobró un nuevo sentido, dejando atrás su pasado fariseo. Allí fue liberado de la opresión de la ley para conocer la fuerza de la gracia de la vida. Esa fue su experiencia de liberación y la que dio sentido a toda su vida itinerante al servicio del Evangelio, a todos sus trabajos, esfuerzos y dolores.
Llaves que liberan y dan vida
La liberación está, pues, a la base de la experiencia vital, fundamental, de estos dos apóstoles que son las columnas centrales de la Iglesia, de nuestra fe. La liberación es la experiencia que conduce a la fe. Confesar a Jesús no es una pura afirmación intelectual, no es una idea. Cambia nuestra vida como cambió las de Pedro y Pablo. Nos libera de prejuicios y miedos. Nos abre al futuro. Da sentido a nuestras vidas. El Reino se nos aparece como la realidad más valiosa por la que luchar y entregar nuestra vida. Las manos se nos abren a la fraternidad y sentimos a Dios como Padre de la vida que acoge a todos sin excepción.
Las llaves de que se habla en el Evangelio son llaves que abren las prisiones, que liberan de prejuicios y enfermedades, que crean fraternidad. No son nunca llaves para oprimir ni condenar. No son llaves para condenar a las personas. Sólo hay que condenar todo lo que impide a las personas vivir como lo que somos: hijos e hijas de Dios, con toda nuestra dignidad y libertad. Esas llaves, hoy en poder de todos los creyentes, de la Iglesia, de todos los que seguimos la estela de Pedro y Pablo y en ellos la de Jesús, nos facultan y capacitan para abrir, para liberar, para dar vida. ¡Usemoslas!
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