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miércoles, 19 de noviembre de 2008

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO: EL ÚLTIMO JUICIO Y EL ÚLTIMO ENCARECIMIENTO DE LA LIMOSNA

Homilía de San Juan Crisóstomo

Escuchemos con fervor y con toda devoción este fragmento evangélico, dulcísimo que es, que nosotros no cesamos de meditar constantemente y con el que, muy razonablemente, ha terminado el Señor su discurso. ¡Cuánta importancia daba Él a la misericordia y a la limosna! De ahí que no sólo habló anteriormente de ella de modos diversos, sino que aquí también habla finalmente con más claridad y energía, no poniéndonos delante dos o tres o cinco personas, sino el orbe entero. Cierto que tampoco antes esas dos personas representaban simplemente dos personas, sino dos grandes porciones de la humanidad: una, los que desobedecen, y otra los que obedecen; mas aquí su palabra toma acentos más trágicos y brilla con más vivo resplandor. De ahí que ya no diga: Aseméjase el reino de los cielos, sino que Él mismo se nos muestra descubiertamente, diciendo: Cuando viniere el Hijo del hombre en su gloria... Porque ahora ha venido en deshonor, en injurias e ignominias; mas entonces se sentará en el trono de su gloria. Y su gloria recuerda ahora continuamente. Es que como la cruz estaba tan cerca y la cruz parecía el suplicio más ignominioso, de ahí que trate Él de levantar a sus oyentes y les ponga ante los ojos el tribunal, y delante del tribunal a la tierra entera. Y no es éste el modo único por el que da tono de espanto a su palabra, sino el hecho de mostrarnos vacíos los cielos. Porque todos los ángeles—dice—vendrán en su acompañamiento, y también ellos darán testimonio de cuanto sirvieron, enviados por el Señor, en la salvación de los hombres. De todos los modos ha de ser espantoso aquel día. Seguidamente: Se reunirán dice—todas las naciones, es decir, todo el género humano. Y separará los unos de los otros, como el pastor a sus ovejas. Ahora no están los hombres separados, sino todos mezclados; mas entonces se hará la separación con extremo cuidado. Y, por de pronto, por el lugar que cada porción ocupa, da el Señor a entender lo que son; luego, por los nombres que les pone manifiesta la diversa calidad, pues a unos los llama ovejas, y a los otros, cabritos. Cabritos, para indicar la inutilidad; ovejas, para significar el mucho provecho. Ninguna utilidad producen, en efecto, los cabritos; mucho provecho, en cambio, sacamos de las ovejas: la lana, la leche, las crías, de todo lo cual carece el cabrito, Ahora bien, los animales tienen de la naturaleza ser inútiles o provechosos, mas en los hombres depende de su libre albedrío. De ahí que en éstos, unos son castigados y otros premiados. Sin embargo, el Señor no los castiga, hasta haberse justificado ante ellos; de ahí que, después de colocarlos a la izquierda, les dirige sus acusaciones. Ellos le responden modestamente, pero ya no les sirve para nada. Y con mucha razón, pues descuidaron una cosa en que tanto empeño tiene el Señor, A la verdad, los profetas mismos no hacían sino repetirles en todos los tonos: Misericordia quiero y no sacrificio. Moisés, su legislador, por todos los medios, por obras, por palabras, trataba de inducirlos a la práctica de la misma misericordia. Y la misma naturaleza es maestra de esa virtud. Notad, empero, cómo ellos no faltan a una o dos de sus obras, sino a todas. Porque no sólo no dieron de comer al hambriento ni vistieron al desnudo, sino que ni siquiera visitaron al enfermo, con ser tan fácil. Y advertir también cuán ligeras cosas manda. Porque no dijo: "Estuve en la cárcel, y me librasteis; enfermo, y me curasteis, sino: Enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y me vinisteis a ver. Ni siquiera en dar de comer al hambriento mandó nada pesado, pues no pretende que pongamos una mesa suntuosa, sino lo necesario para el sustento, y lo pretende con figura lastimera. De suerte que por todos lados había motivos bastantes para castigarlos: la facilidad de dar lo que se les pedía, que era un pedazo de pan; lo lastimero del que se lo pedía, que era un mendigo; la misma compasión natural, pues era un hombre; lo precioso de la promesa, pues les había prometido el reino de los cielos; lo terrible del castigo, pues les había amenazado con el infierno; la dignidad del que recibía, pues era Dios quien por los pobres recibía; la excelencia del honor, pues se había Dios dignado descender tanto; lo justo de la donación misma, pues Dios recibía lo que era suyo. Mas la avaricia ciega de una vez a los que son víctimas de ella por más grave amenaza que pese sobre ellos. Más arriba había dicho que quien no recibiera a los suyos sufriría más grave castigo que Sodoma y Gomorra. Y aquí: En cuanto no lo hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis. ¿Qué dices, Señor? ¿Son hermanos tuyos y los llamas pequeños? Por eso justamente son hermanos míos, porque son humildes, porque son mendigos, porque son desechados. Ésos son, en efecto: los desconocidos y desdeñados, a quienes el Señor llama señaladamente a su hermandad. No digo solamente a los monjes y a los que se han ido a morar en las montañas, no. Aun cuando sea un hombre del mundo, si está hambriento, si va desnudo, si es peregrino, el Señor quiere que goce de todo ese cuidado, pues el bautismo y la participación de los sacramentos le ha hecho hermano suyo.

(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (46–90), Tomo II, BAC, Madrid, 1956, Pág. 565-568)

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