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jueves, 13 de noviembre de 2008

XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: Igualdad de oportunidades

por Jesús Burgaleta
Publicado por El Libro de Arena

Hay personas que se preguntar para qué se nos ha dado la vida. Piensan que es un esfuerzo inútil, una pasión perdida, un riesgo sin sentido. Algunos hasta quisieran que los hubieran consultado antes de haber venido a la existencia.
Otros pensamos y sentimos y tenemos la experiencia de la vida como un don, como lo más preciado que se puede pensar, como un tesoro, como algo infinitamente más estimable que la nada.
La vida la tenemos como un talento, una oportunidad, un quehacer, un capital inicial dejado en nuestras manos, una fortuna, un regalo que Dios generosamente nos ha hecho. «Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus empleados y les dejó encargado de sus bienes». La «vida» es el bien que nos han entregado. «Para vivir» vivimos.
La «vida» que tenemos es nuestra responsabilidad máxima, nuestra vocación, nuestra tarea y nuestro quehacer. Hacer vida, desarrollar vida, engendrar vida, dar vida, alumbrar vida, regenerar vida, incrementar vida, hacer que toda vida viva con fuerza y pujanza es nuestra misión.
Ante la vida que se nos ha dado –por más que la llevemos en frágiles recipientes de barro– no debemos arrugarnos ni tener miedo. Al contrario. La vida se nos ha dado para que la desarrollemos. La vida, aunque sea lo más preciado y corra riesgos, no hay que esconderla ni guardarla. La vida es un reto. Hay que arriesgar, jugar, exponer, entregar. La vida es una travesía, que es necesario hacer; es un proyecto que tenemos que llevar a cabo; es una semilla que tiene que dar su fruto. La vida consiste en desarrollo, crecimiento, en ir caminando gradualmente hacia la plenitud.
No se puede tener una actitud pusilánime ante la vida, ni mantener un pesimismo tal que nos inhiba, ni un pasotismo que haga que se nos pierda sin darnos cuenta. El que no trabaja la vida, se queda sin nada; el que no la desarrolla, la mata; el que no fructifica, se queda perdido en la tierra, muerto. Es lo que le ocurre al tercer personaje de la parábola: «Señor, sabía que eras exigente…; tuve miedo y fui a esconder el talento bajo tierra». Esto es ser un ser humano «negligente y holgazán», que no ha conseguido nada con lo que le han dado y, en consecuencia, está destruido. ¡Qué desgracia haber pasado por la vida sin haber crecido, madurado, fructificado! ¡Esto pasa! ¿Nos pasa?
Dios nos ofrece a todos igualdad de oportunidades. Los dones son distintos, «según su capacidad» –cinco, dos, uno–; eso da absolutamente igual. La oportunidad está en que cada uno, desde su situación, puede hacer crecer su vida –como cinco, como dos o como uno–, y todo el que es fiel tiene el mismo premio: UNA VIDA LLENA.
Por ello, nadie tenemos excusa: a cada uno se nos pide según lo que hemos recibido y a cada uno se nos colmará en la medida en que hemos respondido. Al que ha desarrollado como dos, se le dice lo mismo que al de cinco: «Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu Señor».
En la vida en general, y en la vida cristiana en particular, no es cuestión de ser el mejor, el más santo, el más listo, el más majo o el más heroico. No se trata de una competición, ni de unas oposiciones. Cada uno tiene que rendir según sus cualidades. Como ocurre con la semilla que cae en tierra buena y fructifica, «unos ciento, otros sesenta, otros treinta» (13,8.23).

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