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martes, 24 de marzo de 2009

Solemnidad de la Anunciación del Señor: EL TÍTULO DE ESCLAVA DEL SEÑOR


1.- Todos los que nos reunimos hoy aquí, no es día de fiesta, es un día laborable, esta festividad de la Anunciación, pues nos sentimos hijos de la Virgen. Y Ella nos mira también así. La Iglesia siempre ha interpretado aquel: “Mujer, he aquí a tu hijo” un reemplazo del Señor Jesús que regresa a la Casa del Padre, primero por Juan y luego por nosotros.

Pobre Madre, la de los dolores de cabeza que la hemos causado todos desde entonces. Bueno, el mismo Juan, por mucho que los pintores célebres hayan endulzado sus facciones, era nada menos que el Hijo del Trueno, así que, más o menos como nosotros. Vamos a sentirnos alrededor de María, junto a su hijo Jesús y vamos a mirarnos en Ella.

María, la Madre de Jesús y Madre Nuestra, tiene muchos títulos –diría yo doctorados—y el primero el de ser Madre de Dios, y exigidos por éste, el ser Inmaculada y sin mancha, y el que su cuerpo nunca haya sufrido la corrupción del sepulcro. Bueno, y además es Virgen, la siempre Virgen María.

2.- Pero hay uno del que se siente muy orgullosa y que desde que aparece en el Evangelio lo da a conocer a todo el que quiere saberlo. Y es el título de “Esclava del Señor” que se nos ha mostrado hoy en el Evangelio de Lucas de esta Solemnidad de la Anunciación del Señor. Título del que Jesús, su Hijo, aprendió la lección que cuando fue mayor iba diciendo por aldeas y caminos, que el Hijo del Hombre.

A nosotros ese “Esclava del Señor”, cuando cargamos el acento en “el Señor” no nos parece tan mail ni para nuestra Madre, ni para nosotros, porque al fin y al cabo cuanto más grande es el Señor, más ilustre es el esclavo. Pero cuando lo de esclavo y lo de servir no acaba en el “etéreo” Señor, sino en el “concreto hermano”, ya no nos gusta ni para nuestra Madre, ni menos para nosotros, porque no entendemos que todo servicio que pasa por el hermano acaba en el Señor.

3.- Mirando a nuestra madre, tan llena de títulos, tan bendecida y querida por Dios, tan inocente, tan pura, tan alejada de todo ese barro con el que todos volvemos manchados a la Casa Materna, todos nos sentimos mejores, o queremos serlo, o lo aparentamos, que habrá de todo entre tanto hijo.

Nuestro corazón se llena de pureza, de grandes ideales, de aroma de flores. Nos encanta la Virgen Niña, con sus ojos en el cielo y sus manos juntas en oración. Y esa actitud vertical hacia Dios nos ha ayudado no poco a alzarnos sobre el barro y sobre nosotros mismos.

4.- Pero yo dudo, y lo dudo en absoluto de mí mismo, de si al pensar en esos títulos de gloria y grandeza de nuestra Madre, no nos hemos olvidado del único que ella se enorgullece y que, digámoslo así, festejemos especialmente en este Día de la Anunciación: “Esclava del Señor”

Y además si nos hemos olvidado de pedirle a nuestra Madre que despegue sus manos juntas y nos las enseñe de cerca…

--ciertamente manos cálidas que acariciaron al Niño Dios dormido en su regazo.

--manos fuertes de apretar al Niño contra su pecho en la huida de sus enemigos

--manos seguras que impidieron las caídas del Niño en sus primeros pasos vacilantes.

--Pero… manos callosas, endurecidas por el voltear de la piedra que muele el trigo, o por el partir de la leña de fuego

--manos ásperas y cortadas del agua fría del río y de la fuente

--manos manchadas de grasa y hollín

--manos temblorosas cerrando los ojos del esposo querido

--manos que desearon ser de pluma y algodón para recibir el cuerpo llagado del Hijo bajado de la cruz.

Que nuestra Madre nos enseñe sus manos inmaculadas, incorruptas y divinizadas al contacto de Dios, pero callosas, fuertes y estropeadas del servir a los demás.

Que aprendamos a juntar a juntar las manos en oración y a abrirlas al servicio de nuestros hermanos, hijos de nuestra Madre.

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