Hay muchas formas de vivir y también de morir. La muerte parece igual para todos pero no es así. Cada persona la vive a su manera. Cada uno se adentra en su misterio desde una actitud propia y personal. No es lo mismo morir entregando confiadamente la vida que morir rebelándose ante lo inevitable.
Para quien se agarra a esta vida como un bien definitivo, la muerte es la máxima desgracia, el enemigo supremo que nos ataca desde fuera y nos arrebata lo más precioso que tenemos: ese aliento misterioso que nos hace existir. Pero, ¿es posible acercarse a la muerte desde otra actitud?
Para un creyente, la vida es un regalo. El gran regalo que recibimos gratuitamente del Creador. No es una posesión. No es algo que hemos fabricado nosotros. Yo no hago nada para que la sangre corra por mis venas. No trabajo para hacer latir a mi corazón. Vivo sostenido misteriosamente por Dios.
Quien vive desde esa actitud, sin sentirse dueño y señor exclusivo de su existencia, puede morir entregando confiadamente su vida al Creador. No es fácil. La muerte no pierde nunca su trágica seriedad. Pero morir se convierte en un acto de fe, el acto de fe más grande que podemos hacer los humanos: poner nuestra existencia definitiva en manos de Aquel que es la fuente misteriosa de nuestro ser.
No es lo mismo morir «que entregar la vida». Para quien entrega la vida, la muerte no es algo que le sobreviene fatalmente desde fuera, sino el abandono confiado en Dios. Este «entregar la vida» no es necesariamente un acto puntual que se ha de hacer en el momento final. Es una orientación de toda la vida. La entrega final se prepara de muchas maneras y no es sino la culminación de todo un estilo de vivir.
La muerte se anticipa en muchas pequeñas muertes. La entrega se anticipa en muchas pequeñas entregas. Es la renuncia al afán de preservar la vida en este mundo la que nos conduce a disfrutar para siempre de la vida eterna.
A Jesús nadie le arrebató la vida, la entregó él confiadamente al Padre. Por eso, Dios lo resucitó. Éste es el núcleo de la fiesta cristiana de la Ascensión.
Para quien se agarra a esta vida como un bien definitivo, la muerte es la máxima desgracia, el enemigo supremo que nos ataca desde fuera y nos arrebata lo más precioso que tenemos: ese aliento misterioso que nos hace existir. Pero, ¿es posible acercarse a la muerte desde otra actitud?
Para un creyente, la vida es un regalo. El gran regalo que recibimos gratuitamente del Creador. No es una posesión. No es algo que hemos fabricado nosotros. Yo no hago nada para que la sangre corra por mis venas. No trabajo para hacer latir a mi corazón. Vivo sostenido misteriosamente por Dios.
Quien vive desde esa actitud, sin sentirse dueño y señor exclusivo de su existencia, puede morir entregando confiadamente su vida al Creador. No es fácil. La muerte no pierde nunca su trágica seriedad. Pero morir se convierte en un acto de fe, el acto de fe más grande que podemos hacer los humanos: poner nuestra existencia definitiva en manos de Aquel que es la fuente misteriosa de nuestro ser.
No es lo mismo morir «que entregar la vida». Para quien entrega la vida, la muerte no es algo que le sobreviene fatalmente desde fuera, sino el abandono confiado en Dios. Este «entregar la vida» no es necesariamente un acto puntual que se ha de hacer en el momento final. Es una orientación de toda la vida. La entrega final se prepara de muchas maneras y no es sino la culminación de todo un estilo de vivir.
La muerte se anticipa en muchas pequeñas muertes. La entrega se anticipa en muchas pequeñas entregas. Es la renuncia al afán de preservar la vida en este mundo la que nos conduce a disfrutar para siempre de la vida eterna.
A Jesús nadie le arrebató la vida, la entregó él confiadamente al Padre. Por eso, Dios lo resucitó. Éste es el núcleo de la fiesta cristiana de la Ascensión.
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