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jueves, 14 de abril de 2011

Domingo de Ramos (Mt 26,14-27,66) - Ciclo A: ¿Hemos encontrado nuestro papel?


Por A. Pronzato
Isaías 50, 4-7 Efesios 2, 6-11 Mateo 26, 14-27, 66

Es posible no seguir el guión

Lo que sucedió aquel día, lo que sucedió aquella semana, no pertenece al pasado. Se trata de una especie de profecía. Podemos decir que se trata de una anticipación, documentada, de lo que sucede siempre en el mundo. También en nuestro tiempo.

En una palabra: se trata del tratamiento que nosotros reservamos a Cristo.

Y entonces hay que sospechar que en esas páginas del evangelio estamos también nosotros. Se describe nuestra participación en el asunto. Se señalan las actitudes que asumimos. Se refieren las posiciones que tenemos.

Sería oportuno dedicar un poco de tiempo a este ejercicio. Tanto para el episodio de la entrada en Jerusalén, como en todo el relato de la pasión, hemos de intentar «reconocernos». Veamos dónde estamos situados, cuál es la función y el comportamiento que adoptamos.

Sería interesante verificar con qué personaje (o con qué personajes) nos identificamos.

El escenario carece de importancia. Cualquier situación de nuestra vida. Y en el centro un episodio cualquiera, cualquier pobre Cristo víctima de la injusticia, de la soledad, de la traición, de la indiferencia, del no-amor.

Naturalmente tenemos la posibilidad de no seguir el guión al pie de la letra. Al menos en alguna ocasión.

Podría suceder entonces que Pilato, en una determinada circunstancia, no se lave las manos, sino que encuentre el coraje de comprometerse.

Que a Pedro se le escape: «Sí, lo conozco...».

Que el discípulo «celoso» no quiera tener nada que ver con la espada.

Que Barrabás se ofrezca a morir en lugar del inocente.

Que los apóstoles logren superar el sueño.

Que el Cireneo se adelante espontáneamente, sin que nadie le obligue.

Que un bribón se porte como hombre.

Que el sumo sacerdote, en vez de sentarse a juzgar en el tribunal, confiese públicamente sus propias culpas.

Que algún «hombrón» vaya a preguntar a las mujeres qué hay que hacer para no tener miedo.

Que Judas deje en la mejilla del amigo un beso que sea sólo beso. Que el dinero no intervenga.

Que un desesperado venga a llamar a la puerta, seguro de encontrar a alguien que le regale motivos para esperar.

Que el gallo cante un poco antes...

...Y que tú intentes estar presente allí.



Las armas de la vergüenza

Fijemos algunos momentos de la pasión que nos narra Mateo.

El primer golpe lo recibió Jesús antes de la flagelación. Fue en el momento de la captura, cuando «uno de los que estaban con él» (Mateo, pudorosamente, no indica el nombre, como si quisiera advertir que cualquier discípulo puede ceder a estas tentaciones), asestó un golpe con la espada (o, más probablemente, con un cuchillo) a un criado del sumo sacerdote.

Jesús debió sentir en sí mismo esa herida.

Los discípulos siguen sin comprender.

Parece imposible quitarles de la cabeza que Dios no es poder y que no se le defiende ni se le impone con la violencia. Que Dios no «triunfa» siempre (al menos de la manera que nosotros pensamos).

...Quién sabe por otra parte de dónde salió aquel cuchillo.

Los discípulos no habían asimilado la lección del sermón de la montaña: «... Pero yo os digo que no hagáis frente al que os hace mal; al contrario, a quien te abofetee en la mejilla derecha, preséntale también la otra...».

No la comprendieron o, peor aún, aprendieron ya antes a hacer sutiles distinciones (guerra injusta y guerra por una causa noble). Jesús se limita a recordar que la violencia genera más violencia. Pero, más allá de las palabras, el detenido, con su reprobación decisiva del gesto «defensivo» del discípulo, da a entender que solamente la mansedumbre manifiesta el poder de Dios.

Jesús vive hasta el fondo el reto del amor que, para afirmar su fuerza, escoge el camino de la debilidad, de la no violencia.

Hay que convencerse de que, cuando en torno a Jesús o en torno a sus representantes aparecen las armas («espadas y palos» en versión actualizada), es cuando se lleva a cabo realmente la captura. Puede haber «capturas» que, astutamente, se disfrazan de cortejo triunfal...

Y el discípulo (cualquier discípulo) que recurre a la fuerza (cualquier tipo de violencia) no defiende a Cristo, sino que se alinea inevitablemente en el otro bando.

Algunos se tranquilizan diciendo: «Se trata de armas puramente ornamentales». Pero un instrumento pensado y fabricado para herir o matar al hombre no puede rendir nunca honor al «Hijo del hombre». Se trata siempre de una vergüenza que hay que esconder y eliminar, no de un adorno que haya que exhibir.

Quizás haya que entender de una vez por todas el sentido de la palabra «gloria». Si la gloria, para Cristo, es «la gloria de amar», entonces la fuerza (cuchillo o alabarda o espada o fusil), según se vio claramente en Getsemaní, oscurece esa gloria, la pisotea, en vez de manifestarla.



Se juzga siempre a otro...

Procesan a Jesús. Hay interrogatorios, se lanzan acusaciones contra él, se presentan testigos de cargo.

En los ficheros del templo Jesús quedará clasificado entre los «blasfemos» e «impostores».

En los archivos del gobernador romano su práctica lo presentará como un delincuente, un malhechor, un faccioso, un peligroso revolucionario (aunque Pilato, personalmente, estaba convencido de su inocencia).

Bastarían estas consideraciones para relativizar los juicios de los hombres y sentirse uno libre frente a ellos.

Jesús, el único «justo», tiene una ficha policial, firmada por la justicia humana (religiosa y civil), de la que cualquier persona medianamente honesta se avergonzaría.

Algunos individuos te juzgan, no por lo que eres, sino por lo que les interesas, por lo que ellos han establecido, por lo que han decidido sobre ti antes de buscar la verdad.

De todas formas, no tiene ningún valor lo que está escrito en los ficheros del sanedrín o en los archivos de Pilato.

No importa lo que susurran o gritan ciertas bocas.

Jesús no es ciertamente aquel que se describe en la sentencia demuerte pronunciada contra él.

Nadie es lo que se escribe en los actas (ni en las de condenación, ni en las de... concesión de premio).

Nadie es lo que los demás aplauden o descalifican. Lo que calumnian o alaban.

Invirtiendo la perspectiva: cuando pretendemos juzgar a un hombre, siempre se hace un cambio de persona. Juzgamos... a otro.

Convendrá no aguardar al día del juicio para comprender que la verdad de las personas está en otro lugar distinto del de nuestros ficheros y clasificaciones.


Sólo los sueños pueden salvarnos

«Y mientras estaba sentado en el tribunal su mujer le mandó a decir: `No te metas con ese justo, porque esta noche he sufrido mucho soñando con él'».

No se menciona ninguna reacción por parte del marido. Probablemente fue un simple gesto de la mano, para manifestar su disgusto.

Pensando en la intervención -desgraciadamente inútil- de la mujer de Pilato, siento la tentación de concluir: los sueños podrían salvarnos.

«He tenido un sueño», seguía repitiendo Martín Luther Kíng. Y la gente reconocía sus aspiraciones en aquel sueño.

«He tenido un sueño», remachaba en un discurso pronunciado poco antes de ser asesinado.

Alguien, evidentemente, tenía miedo de aquel sueño. Y con razón. Si se hubiera realizado el sueño, habrían tenido que cambiar muchas cosas. Más vale arreglarlo todo con un tiro que poner en discusión ciertos arreglos, ciertas opciones.

La mujer de Pilato sale derrotada con su sueño «no escuchado». Demasiado comprometedor.

El «puesto» del marido queda a salvo sofocando ese sueño.

...Y también nuestra historia personal cambiaría radicalmente si diéramos oído a los sueños.

Por desgracia nos empeñamos en fusilar nosotros mismos al soñador que hay en cada uno de nosotros. Para dejar sitio a un raquítico y astuto calculador, que lo valora todo con criterios de oportunismo, de conveniencia, de comodidad.

Con frecuencia se quita de en medio brutalmente al soñador, para salvar la cara, la carrera, la poltrona, la cartera, la popularidad.

Una vez eliminado el soñador, se da paso a un gris y escuálido burócrata de una historia mezquina, de modales archisabidos, pero que tiene la ventaja de ser «tranquilizante».

Tenía razón la mujer de Pilato. Hay sueños que «perturban».



Hijo del hombre

«Desde ahora veréis que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso...».

Se diría que Jesús prefiere este título a cualquier otro: Hijo del hombre. Si hubiera podido escoger el letrero puesto sobre su propio patíbulo, quizás hubiera preferido escribir: Hijo del hombre, mejor que Rey de los judíos. Pero un condenado a muerte no tiene derecho a redactar el cartel de su cruz.

Hijo del hombre indica la humanidad común.

Indica su solidaridad con todos los hombres, especialmente con los pobres, los pequeños, los débiles, los inermes, los «don nadie». Se empeñaba en ser hombre. Y lo era totalmente; me atrevería a decir que quería serlo «apasionadamente».

Un hombre que ama la naturaleza, los pájaros, las flores de los campos.

Un hombre que sabe lo que es el trabajo, la fiesta, el cansancio, la injusticia, el gozo, el sufrimiento, la exclusión, el amor, la vida de familia, la amistad.

Un hombre de extraordinaria humanidad.

Un hombre que sabe comprender la debilidad de los demás hombres.

El Hijo del hombre, antes de aparecer sentado a la derecha de Dios, no dudó en sentarse a la mesa con los pecadores.

Quizás la gente, que lo seguía, aclamándolo, aquella mañana de primavera, se planteó la pregunta fundamental: «¿Quién es de verdad ese hombre?».

Será conveniente que, junto con el ramo de olivo, hoy nos llevemos también a casa este interrogante: «¿Pero quién es este hombre?». Y aunque conozcamos la respuesta, aprendida ya desde los tiempos del catecismo, es conveniente que sea ésta una pregunta continua en nuestra vida.

«Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el nombre-sobre-todo-nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble...» (Flp 2, 9).

También nuestras rodillas se doblan ante el único Señor, ante el Rey que fue él mismo a la muerte y no mandó a otros.

Y en nuestra boca asoma instintivamente, en el momento de la adoración, ese nombre: Hijo del hombre.

Un nombre que nos afecta a todos. Y que nos permite no avergonzamos, sino sentimos un poco orgullosos de él, cuando decimos simplemente: hombre.

En el fondo Jesús, Hijo de Dios, ha venido a merecer también para nosotros este título de grandeza: hombre.

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