Hoy, Sábado Santo, es el único día del año que no hay acción litúrgica, salvo la Oración de las Horas. Los templos permanecen desnudos, apagados, como sin alma, para expresar el realismo de la muerte de Cristo y su sepultura.
No obstante al misterio que se cierne sobre el abismo que hay después de la muerte, sorprendentemente el vacío es necesidad para que acontezca la creación, la gracia, el don, la Encarnación y la Redención.
El costado de Adán, vaciado por el Creador para formar a la mujer (Gen 2, 18-23); la recomendación del profeta Eliseo a la viuda, necesitada de subsistencia, de pedir vasijas vacías a sus vecinas, hubo tanto aceite cuanto vasijas (2 Re 4, 1-7); la necesidad que quiso tener Dios, a precio de su propio vaciamiento, de las entrañas de María, a la hora de la Palabra encarnada, pues el Verbo se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo (Flp 2); la nueva creación, descrita con el signo de las seis tinajas de piedra, vacías, que llenadas hasta arriba, el agua se convirtió en vino, en Caná de Galilea (Jn 2); el costado traspasado del Redentor, del que brotó sangre y agua (Jn 19), el nacimiento de la nueva humanidad, por el último aliento del Crucificado, con el que entregó su espíritu, son suficientes imágenes que confirman la relación que hay entre vacío y fecundidad, vacío y vida, vacío y creación nueva.
Estamos celebrando la Redención, que acontece por otro vacío. Llega el supremo momento de revelación, el esplendor glorioso. El silencio de Dios ante la muerte de Cristo; el grito, aparentemente sin respuesta, del Hijo que clama “Abbá”, nos lleva a comprender algo insólito. La belleza máxima se manifiesta en el rostro del Hijo del hombre, “el más bello de los hombres” (Sal 45, [44] 3). Pero sorprendentemente, volvemos al vacío. La belleza máxima acontece por la entrega del Espíritu. El icono más bello es el que representa al Crucificado, donación total de Sí por amor cuando expira. La gracia bota del costado vacío, la belleza nace del despojo de Cristo en la cruz, que aguarda la respuesta transfiguradora de su Padre, cuando ante el grito de: “Abbá”, responda “Hijo mío”, “Mi Hijo amado”, y por la acción del Espíritu, el Hijo sea devuelto a la vida.
El crecimiento espiritual supone un despojo del propio yo. La participación en la obra redentora depende, en parte, del vaciamiento de uno mismo, al dejarse hacer en manos del Alfarero. San Pablo llega a expresar de manera paradigmática el modo más identificativos: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí.” (Gál 2, 20). Tenemos la llamada a vaciarnos de nosotros mismos para que Cristo sea en nosotros.
La visión de la fe se da a través de la relación teologal a tientas; es la reacción creyente a oscuras, la opción del amor por amor, la mística del vacío, de la nada con envés de todo, el descubrimiento de la presencia divina en el sentimiento de ausencia, de abismo, percepción del absolutamente otro. No deja de ser una referencia muy significativa la de que el testigo más directo de la resurrección de Cristo fue el sepulcro vacío.
Por Angel Moreno
No obstante al misterio que se cierne sobre el abismo que hay después de la muerte, sorprendentemente el vacío es necesidad para que acontezca la creación, la gracia, el don, la Encarnación y la Redención.
El costado de Adán, vaciado por el Creador para formar a la mujer (Gen 2, 18-23); la recomendación del profeta Eliseo a la viuda, necesitada de subsistencia, de pedir vasijas vacías a sus vecinas, hubo tanto aceite cuanto vasijas (2 Re 4, 1-7); la necesidad que quiso tener Dios, a precio de su propio vaciamiento, de las entrañas de María, a la hora de la Palabra encarnada, pues el Verbo se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo (Flp 2); la nueva creación, descrita con el signo de las seis tinajas de piedra, vacías, que llenadas hasta arriba, el agua se convirtió en vino, en Caná de Galilea (Jn 2); el costado traspasado del Redentor, del que brotó sangre y agua (Jn 19), el nacimiento de la nueva humanidad, por el último aliento del Crucificado, con el que entregó su espíritu, son suficientes imágenes que confirman la relación que hay entre vacío y fecundidad, vacío y vida, vacío y creación nueva.
Estamos celebrando la Redención, que acontece por otro vacío. Llega el supremo momento de revelación, el esplendor glorioso. El silencio de Dios ante la muerte de Cristo; el grito, aparentemente sin respuesta, del Hijo que clama “Abbá”, nos lleva a comprender algo insólito. La belleza máxima se manifiesta en el rostro del Hijo del hombre, “el más bello de los hombres” (Sal 45, [44] 3). Pero sorprendentemente, volvemos al vacío. La belleza máxima acontece por la entrega del Espíritu. El icono más bello es el que representa al Crucificado, donación total de Sí por amor cuando expira. La gracia bota del costado vacío, la belleza nace del despojo de Cristo en la cruz, que aguarda la respuesta transfiguradora de su Padre, cuando ante el grito de: “Abbá”, responda “Hijo mío”, “Mi Hijo amado”, y por la acción del Espíritu, el Hijo sea devuelto a la vida.
El crecimiento espiritual supone un despojo del propio yo. La participación en la obra redentora depende, en parte, del vaciamiento de uno mismo, al dejarse hacer en manos del Alfarero. San Pablo llega a expresar de manera paradigmática el modo más identificativos: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí.” (Gál 2, 20). Tenemos la llamada a vaciarnos de nosotros mismos para que Cristo sea en nosotros.
La visión de la fe se da a través de la relación teologal a tientas; es la reacción creyente a oscuras, la opción del amor por amor, la mística del vacío, de la nada con envés de todo, el descubrimiento de la presencia divina en el sentimiento de ausencia, de abismo, percepción del absolutamente otro. No deja de ser una referencia muy significativa la de que el testigo más directo de la resurrección de Cristo fue el sepulcro vacío.
Por Angel Moreno
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