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martes, 22 de noviembre de 2011

“Estaba enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36)


Por Josep Rovira, cmf

Hemos acabado el año litúrgico con un Evangelio que más concreto no podía ser. Entre otras cosas, leemos las siguientes palabras del Maestro: “... Estaba enfermo y me visitasteis...” (Mt 25, 35). A continuación les ofrezco dos breves historias de enfermos visitados. Yo no sé si los actores eran cristianos (tampoco se supone que lo fueran los de Mt 25, 31-46); pero, sí que que estaban viviendo el Evangelio al pie de la letra, aunque fuera sin saberlo.

A las 8’30, un señor de unos 80 años llegó al hospital para que le retiraran los puntos de su pulgar. El señor dijo que estaba apurado, que tenía una cita a las 9’00 am. El doctor le pidió que tomara asiento, sabiendo que quizás pasaría más de una hora. Lo vio mirando su reloj y decidió examinar su herida. Mientras lo curaba le preguntó si tenía una cita con otro médico esa mañana, ya que lo veía tan nervioso. El señor le dijo que no, pero que necesitaba ir al geriátrico para desayunar con su esposa. El doctor le preguntó sobre la salud de ella. El le respondió que ella hacía tiempo que estaba allí ya que padecía de Alzheimer. Le preguntó si ella se enfadaría si llegaba un poco tarde. Le respondió que hacía tiempo que ella no sabía quien era él, que hacía cinco años que ella no podía ya reconocerlo. El doctor sorprendido entonces le preguntó: “¿Y usted sigue yendo cada mañana, aun cuando ella no sabe quien es usted?”. El sonrió y le dijo: “Ella no sabe quien soy yo, pero yo aún sé quien es ella y la amo...”.

Cuenta el famoso médico Raoul Follereau (1903-1977) que se encontraba en una leprosería en una isla del Océano Pacífico. Un íncubo de horror. Sólo cadáveres ambulantes, desesperación, rabia, llagas y mutilaciones horrendas. Sin embargo, en medio de tanta devastación, había un anciano enfermo que conservaba sus ojos sorprendentemente luminosos y sonrientes. Sufría en el cuerpo, como sus compañeros; pero, demostraba afección a la vida, no desesperación, y dulzura en el trato con los demás. Movido por la curiosidad, Raoul quiso saber la razón: ¿qué era lo que daba tanta fuerza para vivir a aquel viejo cubierto de males? Le siguió discretamente. Descubrió que, sin faltar, cuando despuntaba el alba, el viejecito se arrastraba hasta el cerco que rodeaba la leprosería, y llegaba hasta un punto bien preciso. Se sentaba y esperaba. No esperaba la salida del sol, ni el espectáculo de la aurora en el Pacífico. Esperaba hasta cuando, por la otra parte del recinto, despuntaba una mujer, anciana como él, con el rostro cubierto de finas arrugas y los ojos llenos de dulzura. La mujer no hablaba. Lanzaba solamente un mensaje silencioso y discreto: una sonrisa. Pero, el hombre se iluminaba ante aquella sonrisa y respondía con otra sonrisa. Este coloquio mudo duraba pocos instantes; luego el anciano se levantaba de nuevo y trotaba a paso menudo hacia las barracas. Todas las mañanas. Una especie de comunión diaria. El leproso, alimentado y fortificado por aquella sonrisa, podía soportar una nueva jornada y resistir hasta la siguiente cita con la sonrisa de aquel rostro femenino. Cuando Follereau se lo preguntó, el leproso le dijo: “¡Es mi esposa!”. Y después de un momento de silencio: “Antes de que viniera aquí, me había curado en secreto, con todo lo que lograba encontrar. Un hechicero le había dado una pomada. Ella todos los días me untaba con ella la cara, excepto una pequeña parte, suficiente para apoyar allí sus labios y darme un beso... Pero, todo fue inútil. Un día me tomaron y me trajeron aquí. Pero, ella me siguió. Y cuando cada día la veo de nuevo, solamente gracias a ella sé que estoy todavía vivo, solamente por ella me gusta todavía vivir...”.

Así de sencillas son las cosas grandes...

¿Mensaje? Al hermano se le ama por sí mismo, no con la “excusa” de hacer algo por Cristo, vaciándolo así de valor en sí mismo, o –peor aún- simplemente porque está mandado... ¡Todo hombre es un hijo de Dios, Padre de todos! En consecuencia, para Cristo (Dios) el hermano es tan válido que considerará hecho a Él lo que hagamos (o no) a los demás, comenzando por los “pequeños”, los menos importantes. Cristo (Dios) es el defensor, abogado, manifestador del valor intrínseco de todo hombre, del amor que merece por sí mismo, por pequeño que sea, y aunque quien obre con amor no posea la fe en el Señor. Efectivamente, en la escena los “benditos del Padre” no han actuado por motivos religiosos, sino simplemente por compasión humana, como el samaritano de la parábola (Lc 10, 25-37). Es el cumplimiento de cuanto ya había dicho en otra ocasión, hablando de los discípulos: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe” (Mt 10, 40); y a propósito de los niños: “Quien recibe a unos de estos pequeños en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18, 5); y aquella otra sentencia más general: “Con la medida que midiereis a los demás, Dios os medirá a vosotros” (Mt 7, 2); y las palabras dirigidas a Pablo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (He 9, 4-5). Juan, escribiendo a sus cristianos dirá: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (lJn 4, 20-21). Y el mismo Cristo dijo que Dios incluso deshecha la liturgia –acto supremo de fe- si no hay antes reconciliación con el hermano (Mt 5, 23-24).

En fin, lo importante no será el juicio final sino el de hoy; la sentencia final la estamos escribiendo día tras día. Al final no habrá sorpresas, ya estará todo hecho, decidido, porque el momento decisivo no será entonces, sino hoy. En este sentido hay que entender las palabras de nuestros maestros de espíritu: “Al atardecer de la vida / te examinarán del amor” (San Juan de la Cruz); “Al final de la vida / sólo me dirán: / ¿Has amado? / Y yo no diré nada; / abriré / mis manos vacías / y el corazón / lleno de nombres” (A. De La Torre).

“... Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito...” (Mt 11, 25-26). “... Alaba mi alma la grandeza del Señor... porque ha puesto sus ojos en mi pequeñez...” (Lc 1, 46-48).

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