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miércoles, 30 de abril de 2008

Solemnidad de la Ascensión del Señor - Ciclo A: "Glorificado"



El piloto y cosmonauta ruso Yuri Alexéievich Gagarin, primer ser humano que viajó al espacio, el 12 de abril de 1961, a bordo de la nave Vostok 1, comentaba que no había visto a Dios por ninguna parte durante su vuelo. Podemos pensar, erradamente, que la ascensión de Jesús fue subir literalmente hacia el cielo, por la creencia de que Dios está allá arriba en algún lugar, sentado en su trono rodeado de ángeles. Así nos lo han mostrado las representaciones artísticas, las películas, muchas predicaciones fantasiosas y la creencia popular.

Ubicándonos en el mundo antiguo, la ascensión era una forma narrativa de la época para realzar el fin glorioso de un gran hombre. Dichas narraciones tenían el siguiente esquema: 1) Se describe una escena con espectadores. 2) El personaje famoso dirige sus últimas palabras al pueblo, a sus amigos o a sus discípulos. 3) Es arrebatado al cielo. La narración de Lucas, no es la única. Tito Livio, historiador, presenta a Rómulo, primer rey de Roma, ascendido en una nube y venerado posteriormente como dios. De igual manera es presentada la ascensión de Heracles, Empédocles, Alejandro Magno y Apolonio de Tiana. En la literatura bíblica encontramos a Elías (2Re 2,1-18), así como una breve referencia a Henoc (Gen 5, 24).

Entonces ¿la narración de Lucas fue un invento y debemos archivarla? ¡No! Lo que narró Lucas no fue una verdad histórica sino una verdad teológica. Con el relato de la ascensión él quiso decir que Jesús había sido glorificado. La resurrección y la ascensión son un mismo acontecimiento narrado en distintos tiempos y con distintos matices para dar una enseñanza de manera pedagógica. Toda esa historia fantástica, propia del mundo antiguo, quiere indicarnos que a Jesús, el condenado y asesinado en la cruz, Dios lo resucitó, puso todo bajo sus pies y le dio la primicia absoluta, haciéndolo cabeza de la Iglesia, como dice la segunda lectura. A ese hombre que no quiso ser Dios, que no quiso ser rey y que comprendió que no había venido a este mundo para ser servido sino para servir, Dios lo había exaltado como Señor de la nueva creación y cabeza de la nueva humanidad.

En este sentido, el cielo no es un lugar al que iremos si nos portamos bien, sino una situación en la que seremos transformados si nos abrimos a la gracia y al amor de Dios. Con la ascensión no se dice que se haya anticipado a la ciencia moderna y hubiera emprendido un viaje hacia el espacio. Jesús subió al cielo, quiere decir, Jesús está en Dios, triunfante, glorificado. Nube aquí no es un signo meteorológico, es el signo de la presencia de Dios (Ex 25,15; 1Re 8,10; Mc 9,7).

¿Jesús ascendió y está sentado a la derecha de Dios? ¡Claro que sí! Está en Dios, en la gloria del Padre porque cumplió a cabalidad su voluntad salvífica (Mc 16,19). Él está allá, ahora nos toca a nosotros. Leemos este relato no sólo para contemplarlo y menos para quedarnos en discusiones triviales, sino para animarnos continuar su obra salvadora. Una y otra vez se ha repetido: éste es el tiempo de la Iglesia, ahora es nuestro turno como discípulos y misioneros. Éste es el tiempo de la Iglesia. ¿Qué hacen ahí parados mirando al cielo? le reclamaron los personajes a los apóstoles en Galilea. ¿Qué hacemos como cristianos y como Iglesia ante los acontecimientos de nuestra ciudad, de nuestro país, de nuestra aldea global? Cuidado con quedarnos parados mirando al cielo, cuidado con convertir la iglesia, comunidad de amor, en una institución anquilosada, anacrónica, cerrada a los signos de los tiempos y en pieza de museo. Cuidado con convertir el Evangelio y su punzante aguijón en un analgésico.

Esto no es tarea fácil y nos podemos desviar de camino. Por eso, necesitamos el espíritu de la sabiduría y la revelación, la luz en el corazón, la riqueza y el esplendor del amor de Dios para conocer cada vez más sus caminos (Ef 1,17-18 – 2da lect.).

Y como no somos capaces por nuestras propias fuerzas, contamos nada más y nada menos que con la fuerza de Dios. Se trata, como dice Pablo (Ef 1,19-21) del mismo poder y de la misma fuerza que Él desplegó al resucitar a Cristo de entre los muertos y darle asiento a su derecha en el cielo, por encima de todos los tronos y grandezas, poderes y autoridades, y de todos los seres en este mundo o en el otro. Esa es una poderosa razón para mantener viva la esperanza en la construcción de una humanidad nueva. Esa es una poderosa razón para comprometernos como Iglesia en la Causa de Jesús.

En el Evangelio encontramos una teofanía (manifestación de Dios) del resucitado en una montaña. Como la montaña de la tentación del poder (Mt 4,8), la montaña de las bienaventuranzas (Mt 5,1ss), o la montaña de la transfiguración (Mt 17,1ss). La actitud de los discípulos ante Jesús glorificado no fue la misma: unos se postraron, es decir, le creyeron y pusieron toda su confianza en Él, y otros dudaron.

El mensaje del Evangelio es muy concreto y diciente: a Jesús, quien rechazó la tentación del poder y llevó una vida pobre en el espíritu, le ha sido entregado todo poder en el cielo y en la tierra. En medio de un mundo que exalta a los hombres exitosos sin importar que estos hayan depuesto la dignidad de muchos seres humanos por exaltar sus bajos instintos de poder, el Evangelio presenta como paradigma a Jesús muerto y glorificado, el único que tiene verdadero poder en el cielo y en la tierra.

Inmediatamente viene el envío misionero de Jesús a sus discípulos en un monte de la mal vista y despreciada Galilea de los gentiles. Él sabe para qué es la autoridad. El pleno poder que Dios le ha dado a Jesús lo emplea no para vanagloriarse sino para enviar a sus discípulos a todos los pueblos con una misión muy concreta: bautizarlos, es decir, incorporarlos a una comunidad discipular, y enseñarles a guardar todo los que él ha mandado. El envío misionero viene acompañado de una promesa muy alentadora: “Yo estoy siempre con ustedes hasta el fin de los tiempos.” (Mt 28,20). Él no nos prometió la ausencia de problemas y la paz perpetua, es más, muchas veces insistió en la necesidad de asumir la cruz. Pero sí nos prometió su presencia hasta el fin de los tiempos, es decir, hasta la victoria final, hasta que en Cristo todas las cosas lleguen a su plenitud.

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