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viernes, 9 de mayo de 2008

Domingo de Pentecostes - Ciclo A: «Quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar»


Por Rvdo. P. Jürgen Daum
Publicado por BEC

I. LA PALABRA DE DIOS
Hech 2, 1-11: “Unas lenguas como de fuego se posaron sobre ellos, quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar”
Sal 103, 1 y 24.29-30.31 y 34: “Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra”
1 Cor 12, 3-7. 12-13: “Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo”
Jn 20, 19-23: “Como el Padre me envió, así también yo os envío”


II. APUNTES
La palabra griega pentecostés traducida literalmente quiere decir: «fiesta del día cincuenta».

Antes de ser una fiesta cristiana, “pentecostés” se celebraba como una importante fiesta judía de origen agrícola. Los judíos la llamaban también «fiesta de las semanas» o «fiesta de las primicias» (ver Ex 23,16; 34,22), pues en ella, siete semanas después de haberse iniciado la siega, se presentaban al Señor las primicias de los frutos cosechados. Era una fiesta de acción de gracias a Dios por las bendiciones recibidas a través de los frutos del campo.

Con el tiempo esta fiesta agrícola se convirtió en una fiesta que conmemoraba la promulgación de la Ley en el Sinaí. La fiesta del Sinaí, celebrada cincuenta días después de la Pascua, era la fiesta del Pacto.

San Lucas (1ª. lectura) señala que fue en esta fiesta cuando el Espíritu prometido por el Señor Jesús fue enviado sobre los Apóstoles: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar.» Desde entonces los cristianos llamamos también Pentecostés a esta fiesta porque el envío del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo en torno a Santa María tuvo lugar cincuenta días después de la Resurrección del Señor Jesús.

De este modo podemos decir que se establece una íntima relación entre estas fiestas: el don del Espíritu al hombre es “la primicia de la cosecha”, el fruto primero y precioso de la Pascua. El Espíritu Santo realiza la nueva creación, es Don para la reconciliación del ser humano, para el perdón de sus pecados, para su transformación interior, para su conformación con el Hijo, para que con un nuevo corazón (ver Ez 36,26) pueda amar como Cristo mismo, con sus mismos amores: al Padre en el Espíritu, a María su Madre y a todos los hermanos humanos.

Por otro lado la irrupción del Espíritu Santo en forma de viento y fuego remiten al Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel, le concedió su Ley y selló su alianza (ver Ex 19, 3 ss). Pentecostés se presenta entonces como un nuevo Sinaí, como la fiesta del nuevo Pacto, en el que la alianza de Dios con Israel se extiende ahora a todos los pueblos de la tierra. La Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, está llamada a ser católica (= universal) y evangelizadora desde su nacimiento. La universalidad de la salvación y reconciliación traída por el Señor Jesús, de la nueva Alianza sellada por Él con su propia Sangre en el Altar de la Cruz, queda de manifiesto por las numerosas etnias a las que pertenecen quienes escuchan el primer anuncio de los Apóstoles (ver Hech 2, 9-11). El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, se amplía entonces hasta superar toda frontera de raza y cultura.

Aquella “primicia de la Pascua”, el Espíritu Santo, fue entregado por el Señor a sus discípulos el mismo día de su resurrección (Evangelio). En aquella ocasión el Señor sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» De este modo los hacía partícipes de su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío». El Espíritu Santo, Don del Padre y del Hijo, es fruto de la Muerte y Resurrección del Señor. Los ministros del Señor, revestidos con este poder de lo Alto, son los llamados a llevar los frutos de su obra reconciliadora a toda la humanidad.

Esta misión la ratificaba definitivamente a apóstoles antes de ascender al Cielo, cuando les dijo: «Id por todo el mundo» (Mc 16, 15) y «haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.» (Mt 28, 19 20)

Para poder llevar a cabo esta fundamental misión el Señor, antes de su Ascensión a los Cielos, había dado a los Once instrucciones precisas de que esperaran en Jerusalén “el Don de lo Alto”. Les dijo: «Recibiréis la fuerza (dynamis) del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hech 1, 5.8; ver Lc 24,49). Esta dynamis o fuerza prometida por el Señor los trasformará en valientes y audaces apóstoles y testigos del Señor, así como en Maestros de la verdad que Él es y ha enseñado. Los Apóstoles no podían cumplir con esta misión, que excedía absolutamente a sus solas fuerzas y capacidades, mientras no recibieran esta “fuerza de lo Alto”.

Siguiendo las instrucciones del Señor los Apóstoles permanecieron en el Cenáculo orando en torno a Santa María hasta que llegó el día en que «vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería» (Hech 2, 2 4). De este modo el Espíritu Santo se presenta como el gran protagonista de la evangelización.

Por otro lado, si en Babel los hombres quedaron confundidos y sin poder comprenderse los unos a los otros por empezar a hablar en distintas lenguas (ver Gen 11,1-9), en Pentecostés vemos que sucede todo lo opuesto: aunque venían de diversos pueblos y hablaban distintos idiomas, de pronto todos eran capaces de comprender a Pedro porque lo escuchaban hablar cada cual en su propia lengua.

De este modo el don del Espíritu Santo ha transformado la confusión en comunión. El Espíritu Santo es la Persona divina que reconcilia, que une en una misma comunión y en un mismo Cuerpo a quienes son tan diversos entre sí. (2ª. lectura)

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

«He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12,49). Son éstas las palabras que pronunció el Señor en la perspectiva de su próxima Pasión, Muerte y Resurrección. ¿Y cuál sería ese fuego que quería arrojar sobre la tierra, sino el de su Espíritu, el Fuego del Divino Amor? Sí, ¡con ese Fuego es que se encienden y arden los corazones en el amor a Dios y a los hermanos humanos con el mismo amor de Cristo!

¿Y cómo este Don llega a encender nuestros corazones? ¿No es por la predicación? En efecto, es por eso que San Francisco de Sales escribía en su prólogo al Tratado de amor a Dios que cuando el Señor Jesús «quiso dar comienzo a la predicación de su Ley, envió sobre los discípulos reunidos, que Él había escogido para este ministerio, lenguas de fuego, mostrando de este modo que la predicación evangélica estaba enteramente destinada a poner fuego en los corazones». Esa es la experiencia de los discípulos de Emaús, que luego de reconocer al Señor en la fracción del Pan, se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32).

Así, pues, es por la predicación evangélica por la que se enciende este fuego en los corazones. Y del mismo modo, los discípulos reciben estas como lenguas de fuego, para que ellos mismos con la santa predicación pudiesen seguir el insigne ejemplo del Maestro, que explicando las Escrituras y lo que ellas referían sobre su Persona, dejó ardiendo con este fuego santo los corazones de sus discípulos.

En Pentecostés los discípulos recibieron en forma de lenguas de fuego este Don e inmediatamente, inflamados por el ardor apostólico, se pusieron a predicar con ‘parresía’ la Buena Nueva que había de encender el mundo entero. ¡A nosotros nos toca hoy implorar y acoger ese Don divino! ¡A nosotros nos toca hoy dejarnos inflamar con ese Amor que es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (ver Rom 5,5), para que ardiendo de celo por el Evangelio nos dispongamos a transformar los corazones humanos con sólo tocarlos con esas como “llamas en forma de lenguas de fuego”!

¡Es hora de evangelizar con nuevo entusiasmo y ardor, con empeño y constancia, sin miedo ni temor!

Mas en este empeño por evangelizar no podemos dejar de lado jamás una verdad esencial: Nadie da lo que no tiene. Si el fuego del Espíritu no arde en mi corazón, ¿cómo voy a encender otros corazones? El primer “campo de apostolado” soy yo mismo, por tanto, debo preocuparme seriamente por tener una vida espiritual intensa, una vida de intensa relación con el Espíritu, condición sin la cual no podrá arder en mi corazón ese fuego que impulsa al apostolado valiente y audaz. ¡No descuidemos nuestra oración diaria y perseverante! ¡No dejemos de lado la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, especialmente de las palabras y vida del Señor Jesús! ¡No dejemos de visitar al Señor en el Santísimo! ¡No dejemos de participar de su sacrificio reconciliador cada Domingo en la Santa Misa! ¡No dejemos de crecer en nuestro amor filial a Santa María, para que en unión de oración con Ella tengamos las necesarias disposiciones para poder acoger al Espíritu en nosotros!

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Gregorio Magno: «Todo creyente recibe el oficio de pregonero, para anunciar la Buena Nueva. Pero, si no predica, ¿no será semejante a un pregonero mudo? Por esta razón el Espíritu Santo quiso asentarse, ya desde el principio, en forma de lenguas sobre los pastores; así daba a entender que de inmediato hacía predicadores de sí mismo a aquellos sobre los cuales había descendido».

Clemente Romano: «Ahora bien, (los Apóstoles) habiendo recibido el mandato y plenamente ciertos por la resurrección del Señor nuestro Jesucristo y reafirmados en la palabra de Dios, salieron llenos de la certeza del Espíritu Santo a dar la buena nueva de que el reino de Dios estaba por llegar. Y así, pregonando el mensaje en comarcas y ciudades, establecieron a los que eran primicias entre ellos, probándolos en el espíritu, como obispos y diáconos de los que habrían de creer.»

San Cirilo de Alejandría: «Habían sido ya cumplidos los designios de Dios sobre la tierra; pero era del todo necesario que fuéramos hechos partícipes de la naturaleza divina de aquel que es la Palabra, esto es, que nuestra vida anterior fuera transformada en otra diversa, empezando así para nosotros nuevo modo de vida según Dios, lo cual no podía realizarse más que por la comunicación del Espíritu Santo. Y el tiempo más indicado para que el Espíritu fuera enviado sobre nosotros era el de la partida de Cristo nuestro Salvador. En efecto, mientras Cristo convivió visiblemente con los suyos, éstos experimentaban —según es mi opinión— su protección continua; mas, cuando llegó el tiempo en que tenía que subir al Padre celestial, entonces fue necesario que siguiera presente, en medio de sus adeptos, por el Espíritu, y que este Espíritu habitara en nuestros corazones, para que nosotros, teniéndolo en nuestro interior, exclamáramos confiadamente: “Padre”, y nos sintiéramos con fuerza para la práctica de las virtudes y, además, poderosos e invencibles frente a las acometidas del demonio y las persecuciones de los hombres, por la posesión del Espíritu, que todo lo puede.»

San Basilio Magno: «¿Quién, habiendo oído los nombres que se dan al Espíritu, no siente levantado su ánimo y no eleva su pensamiento hacia la naturaleza divina? Ya que es llamado Espíritu de Dios y Espíritu de verdad que procede del Padre; Espíritu firme, Espíritu generoso, Espíritu Santo son sus apelativos propios y peculiares. Hacia él dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa, y su soplo es para ellos a manera de riego que los ayuda en la consecución de su fin propio y natural. Fuente de santificación, luz de nuestra inteligencia, él es quien da, de sí mismo, una especie de claridad a nuestra razón natural, para que conozca la verdad. Inaccesible por su naturaleza, se hace accesible por su bondad; todo lo llena con su poder, pero se comunica solamente a los que son dignos de ello, y no a todos en la misma medida, sino que distribuye sus dones a proporción de la fe de cada uno.»

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

Los apóstoles perseveraban en la oración junto con Santa María
965: Después de la Ascensión de su Hijo, María «estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones». Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra».

2617: La oración de María se nos revela en la aurora de la plenitud de los tiempos. Antes de la encarnación del Hijo de Dios y antes de la efusión del Espíritu Santo, su oración coopera de manera única con el designio amoroso del Padre: en la anunciación, para la concepción de Cristo; en Pentecostés para la formación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

726: Al término de esta Misión del Espíritu, María se convierte en la «Mujer», nueva Eva «madre de los vivientes», Madre del «Cristo total». Así es como ella está presente con los Doce, que «perseveraban en la oración, con un mismo espíritu» (Hch 1, 14), en el amanecer de los «últimos tiempos» que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia.

El día de Pentecostés
731: El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu.

767: «Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia» (LG 4). Es entonces cuando «la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación» (AG 4). Como ella es «convocatoria» de salvación para todos los hombres, la Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (ver Mt 28, 19-20; AG 2, 5-6).

2625: El día de Pentecostés, el Espíritu de la promesa se derramó sobre los discípulos, «reunidos en un mismo lugar» (Hech 2, 1), que lo esperaban «perseverando en la oración con un mismo espíritu» (Hech 1, 14). El Espíritu que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo (ver Lc 24, 27. 44), será también quien la instruya en la vida de oración.

El Espíritu Santo bajó en forma de lenguas de fuego
696: El fuego. …el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que «surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha» (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo, figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, «que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que «bautizará en el Espíritu Santo y el fuego» (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!» (Lc 12, 49). En forma de lenguas «como de fuego» se posó el Espíritu Santo sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo. «No extingáis el Espíritu» (1 Ts 5, 19).

El Espíritu Santo comunicado a toda la Iglesia
1286: En el Antiguo Testamento, los profetas anunciaron que el Espíritu del Señor reposaría sobre el Mesías esperado para realizar su misión salvífica. El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús en su Bautismo por Juan fue el signo de que El era el que debía venir, el Mesías, el Hijo de Dios. Habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo, toda su vida y toda su misión se realizan en una comunión total con el Espíritu Santo que el Padre le da «sin medida» (Jn 3, 34).

1287: Ahora bien, esta plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que debía ser comunicada a todo el pueblo mesiánico. En repetidas ocasiones Cristo prometió esta efusión del Espíritu, promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20, 22) y luego, de manera mas manifiesta el día de Pentecostés. Llenos del Espíritu Santo, los apóstoles comienzan a proclamar «las maravillas de Dios» (Hech 2, 11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos. Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu Santo.

1288: «Desde aquel tiempo, los apóstoles, en cumplimiento de la voluntad de Cristo, comunicaban a los neófitos, mediante la imposición de las manos, el don del Espíritu Santo, destinado a completar la gracia del Bautismo. Esto explica por qué en la carta a los Hebreos se recuerda, entre los primeros elementos de la formación cristiana, la doctrina del Bautismo y de la imposición de las manos (Heb 6, 2). Es esta imposición de las manos la que ha sido con toda razón considerada por la tradición católica como el primitivo origen del sacramento de la Conformación, el cual perpetúa, en cierto modo, en la Iglesia, la gracia de Pentecostés» (S.S. Pablo VI)

VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO FIGARI (transcritas de textos publicados)

«San Cromacio de Aquileya afirma: "Se reunió la Iglesia en la parte alta (del Cenáculo de Jerusalén) con María, que era la Madre de Jesús, y con los hermanos de Éste. Por tanto, no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de Éste". La unión de María y la Iglesia se comprende bien. La unión de oración también. Hay ahí una clave de progreso y vida cristiana. Unidos a María nos veremos alentados a asumir las disposiciones que Ella tuvo para con el Espíritu Santo, aquellas disposiciones que acogen al Espíritu de Dios cuando desciende sobre la comunidad orante en el Cenáculo. Ahí recibieron los Apóstoles la energía para llevar la Buena Nueva hasta los límites del mundo. La Virgen recibe al Espíritu en esas relaciones misteriosas a las que venimos aludiendo. Por tercera vez desciende sobre Ella. Ya lo había hecho en su Concepción, y en el momento de la Maternidad, en la Anunciación-Encarnación, ahora nuevamente descendió sobre Ella y la comunidad que oraba en el Cenáculo, transformando a los discípulos que en adelante habrían de ser cooperadores de la obra de Jesús, los hermanos de Jesús, hijos de María. ¡Qué experiencia para María! Las maravillas de Dios se le siguen mostrando.»

«El Señor Jesús revela al Espíritu Santo y lo envía de parte del Padre (ver Jn 15, 26) para acompañarnos. Él establece una relación personal con cada cual (ver 1Cor 3, 16; 1Jn 3, 24), derramando el amor de Dios en la vida interior (ver Rom 5, 5). Él pone una señal (ver Ez 9, 4ss.; Ef 1, 13) en aquellos a quienes vivifica (ver Jn 6, 63; Rom 8, 11), guiándonos a la verdad que nos hace libres (ver Jn 16, 13-15; 8, 32; 14, 17. 26; 15, 26; Ef 2, 18; 2Cor 3, 17), llenándonos de esperanza (ver Rom 5, 5; 15, 13), infundiéndonos fuerza (ver Rom 15, 13; Hech 1, 8), ayudándonos a rezar (ver Ef 6, 18; Rom 8, 15. 26) y dirigiéndonos en la praxis apostólica y en la vida cotidiana en la fe (ver Hech 13, 4; 16, 6ss.; Gál 5, 16ss), y regalando al ser humano que toca con los frutos todos del Espíritu.

Vivir la vida cristiana implica vivir en apertura y docilidad al Espíritu que derrama el amor de Dios en nuestros corazones (Rm 5, 5). Tomemos conciencia de la importancia del Espíritu Santo y mantengamos, también con Él, una relación personal. Es, ciertamente, un don gratuito, pero como los dones de Dios, no es superfluo. ¡Tomemos, pues, conciencia de quién es el Vivificador!»

«La Iglesia que brota públicamente en la Pascua del Señor como humanidad nueva tiene como misión por la efusión del Espíritu sobre los discípulos, servidores responsables de la marcha del nuevo Pueblo de Dios, el dar testimonio de la Vida, prolongando su misión. En Pentecostés la gran efusión del Espíritu divino inicia la manifestación pública de la Iglesia que se produce a través de los frutos del don por la palabra que engendra la fe, y por los sacramentos. El horizonte trasciende al antiguo pueblo escogido para extenderse universalmente en el nuevo Pueblo de Dios. Las conversiones de samaritanos y gentiles tornan concreta la misión universal del anuncio del Señor Jesús, el Salvador. Hay un nuevo horizonte producido por la irrupción del Verbo Eterno en la historia humana, haciéndose Hijo de María Virgen para la reconciliación de los seres humanos, sus hermanos. Este nuevo horizonte lleva a la adhesión personal al Señor Jesús y a la aceptación de su Plan. El sentido misional de la existencia cristiana brota precisamente de esa adhesión, del aceptar la vocación de vivir el amor y permanecer en él, y de compartir esa experiencia de gracia con todos los hermanos. La generosidad en el compartir, en el comunicar los bienes alcanza también, y en primer lugar, a la mayor riqueza que se posee: la fe.

Todos los creyentes son llamados a vivir y a compartir la experiencia de la Vida que trae el Señor Jesús. Cada uno según su llamado.

(...) La responsabilidad de cada uno en la edificación y misión evangelizadora de la Iglesia está claramente testimoniada en los escritos neotestamentarios. Cada uno según el propio llamado de Dios contribuye con fidelidad a la verdad y ejerciendo la caridad al crecimiento de la Iglesia. Ese compartir el mayor tesoro que posee el creyente, su fe, constituye una gravísima responsabilidad social.»

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