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martes, 10 de junio de 2008

XI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: UN PACTO

Publicado por Servicio Católico

El Señor invita a orar porque la mies es mucha y pocos los obreros. El campo del Reino abarca el mundo entero. Jesús escogió a los Doce, piedras fundamentales del nuevo pueblo, y los envió a ser protadores de su mensaje a toda criatura.
Hoy, el campo de Dios necesita obreros comprometidos e ilusionados que siembren la palabra y curen las heridas ocasionadas por el arma del pecado.
Por el Bautismo, el cristiano es orante y misionero en el campo del Reino de Dios. El que ora es misionero y el que siembra la Palabra es orante.
Jesús pide que oremos para que el Padre, agricultor, envíe trabajadores a su campo para sembrar la Palabra y cosechar sus frutos.
Pero a la vez, nos exhorta a que nuestras obras sean signo de su Reino y sean creencia en Cristo para quienes las contemplen.

Domingo XI
Un pacto

"Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila..." (Ex 19,4)

Preámbulo histórico de la Alianza, muy dentro de las costumbres de aquel tiempo: antes de poner las cláusulas de un pacto de mutua ayuda, se recordaba al pueblo vasallo lo que le debía al rey que le concedía la alianza, lo que había hecho en su favor. Aquí Dios recuerda los prodigios que realizó para salvarlos de la esclavitud de Egipto, sus desvelos para conducirlos con seguridad por los difíciles caminos del desierto. Ha sido para ellos, continúa el texto, como el águila que lleva entre sus alas a sus polluelos.

Preámbulo histórico que Dios puede repetir con cada uno de nosotros. Sí, también tú tienes que reconocer que Dios ha intervenido mil veces en tu favor. El mero hecho de darnos la vida es algo suficiente para sentirnos profundamente agradecidos. Pero sobre todo nos ha dado a su propio Hijo para que muriera por la redención de nuestros pecados. Están además esos mil favores, grandes o pequeños, que Dios te ha ido concediendo y que quizás sólo tú conoces... Ante el recuerdo de todo eso ha de surgir de nuestro corazón una gratitud sincera, un deseo de responder incondicionalmente a cuanto el Señor quiera pedirnos.



"Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal" (Ex 19,5)

Alianza, pacto, convenio. Si el pueblo de Israel cumple las cláusulas de esta tratado, Dios se compromete a ser su protector perpetuo. Yahvéh, el dueño del universo entero, se fija en el pequeño pueblo de Jacob, ese puñado de nómadas que ha dejado Egipto y camina con rumbo incierto por unas regiones desérticas y áridas. Y lo hace pueblo suyo, su propiedad personal, un reino de sacerdotes, una nación santa.

Con Cristo se renueva la Alianza. Ahora ya de modo definitivo. Por eso los que creen en Él y son bautizados entran a formar parte de su pueblo, el nuevo Israel que es su Iglesia, su auténtica propiedad personal... Tú eres cristiano, perteneces por lo tanto al linaje escogido de los hijos de Dios, al pueblo que Cristo ha escogido pagando el alto precio de su misma sangre. No lo olvides y trata de vivir según tu condición de hijo de Dios, cumple la Alianza del Señor, observa las cláusulas de ese tratado que nos distingue de los demás pueblos, que nos saca de las tinieblas de la muerte para situarnos en la región luminosa de la vida.



Con una gran alegría

"Aclamad al Señor, tierra entera..." (Ps 99,2)

Este salmo es uno de los que abren la liturgia de las Horas y que los sacerdotes han de recitar cada día en nombre de la Iglesia, como orantes del pueblo y para el pueblo. De este modo la Iglesia, como buena y santa madre, eleva su plegaria al Señor, suplicándole por todos los hombres, tanto por los vivos como por los muertos. Cada jornada se alza hasta el trono de Dios el coro de las almas orantes, que ruega y canta, suspira y llora, alaba y ensalza al Todopoderoso. Un clamor unísono de hombres y mujeres que han entregado su vida, consagrando al Señor las ilusiones y los amores más hondos del corazón.

En el inicio de la oración universal de la Iglesia, que es el Oficio divino o Liturgia de las Horas, se nos exhorta a que sirvamos al Señor con alegría. Es cierto que este salmo puede ser sustituido por otros salmos. Pero en todos ellos se repite la misma idea predominante: para acercarse al Señor hay que tener el corazón alegre, el espíritu sereno y gozoso, el alma bañada en la paz y el júbilo de los hijos de Dios.

"Servid al Señor con alegría..." (Ps 99,2)

Alegría en el corazón, paz en el espíritu, íntima serenidad, sosiego interior. Lo cual no quiere decir que no haya dificultades en nuestra vida, ni fragor y derrotas en la lucha, ni que el dolor no esté presente de cuando en cuando con sus mil face- tas. Sin embargo, en medio de todo eso, el cristiano que lucha y se afana por hacer en cada instante la voluntad de Dios, tiene consigo la alegría profunda de saberse querido por Él.

Por el contrario servir al Señor con ánimo apocado y entristecido es impropio de quien se sabe hijo de Dios, y está persua- dido de que vale la pena sacrificar lo que sea, sacrificarse incluso a sí mismo, por amor a Dios. No cabe la tristeza en quien está convencido de que estos años de aquí abajo son sólo un so- plo, una nubecilla que corre veloz hasta disiparse enseguida en el horizonte.

No es posible dejarse vencer por la pena cuando se hacen las cosas por Dios, o cuando después de un fallo, e incluso de una grave caída, se vuelve a la casa paterna para sentir el cariño y el perdón de este nuestro Padre, pródigo en ternura y amor. Tampoco es lógico hacer las cosas a regañadientes o hacerlas a me- dias cuando se sabe que Dios nos sonríe y anima. En este sentido, decía san Pablo que Dios ama al que da con alegría. Esforcémonos, por tanto, en vencer nuestro desaliento y en ahogar con una hermosa sonrisa nuestra tristeza, levantemos el corazón hasta el Señor y dejemos que su paz y su gozo nos inunden.


Morir, ese duro trance


"En verdad, apenas habrá quien muera por un justo" (Rom 5,7)


Morir es algo difícil, algo que nunca aceptaremos sin más. El instinto de conservación es, sin duda, lo que más arraigado dentro de sí tiene el hombre. Al fin y al cabo el morir es la división desgarradora del ser natural humano, es separar el cuerpo y el alma, esas dos partes que exigen de modo esencial el permanecer unidos. Tanto es así que el alma inmortal, incluso cuando está ya gozando de la presencia de Dios, espera y anhela el día en que el cuerpo resucitado se le una para siempre. Por eso el morir es algo penoso, un trance de angustia profunda que sólo se puede superar con serenidad cuando se tiene una fe grande, una esperanza cierta, un amor rendido que acepta sin más lo que sea, con tal de agradar a quien se quiere con toda el alma, en este caso a Dios.

Morir, por otro lado, es la prueba mayor y definitiva de un auténtico amor. Eso es lo que hizo Jesucristo por nosotros, por ti y por mí. Además _observa san Pablo_ murió por los pecadores. Lo cual es, sin duda, mayor sacrificio, ya que, aunque siempre es costoso morir, más lo es, sin duda, el morir por un injusto que por un justo. De ahí que la muerte de Cristo por redimirnos sea la prueba definitiva y suprema de su infinito e inusitado amor por el hombre.


"Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvados de la cólera" (Rom 5,9)

El amor llama al amor. Por muy duro que tenga un hombre el corazón, siempre desea ser amado, ser comprendido, ser deseado, ser apreciado. Y tarde o temprano, la persona que se desvive por nosotros, que nos quiere de verdad, termina por conquistarnos el corazón. Pues eso es lo que ha intentado Dios contigo. Eso es lo que sigue intentando también ahora: hacerte comprender su inmenso cariño para ganarte el corazón, de una vez para siempre.

Qué pena que no acabemos de comprenderlo, que no terminemos de aceptar con todas sus consecuencias la amistad íntima y cordial con Jesús. Si lo hiciéramos, si al menos lo intentáramos cada día, llegaríamos a descubrir lo que es de verdad la alegría y el gozo sin fin... "Si cuando éramos enemigos _nos dice el Apóstol_ fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!". Su vida que quiere ser la nuestra, su dicha que quiere penetrarnos hasta lo más profundo de nuestro ser y existir. Para que vivamos con una alegría grande las mil pequeñas y tristes peripecias de nuestra vida.


Compasión de Cristo


"Al ver Jesús a las gentes, se compadeció de ellas..." (Mt 9,36)


Jesús tenía una sensibilidad exquisita, divina, ante las miserias humanas. Su espíritu se estremece profundamente ante el dolor del hombre. La época y el país en que el Señor vivió estaban teñidos de tonos sombríos. La sangre se había derramado y se derramaba aún a causa de las tensiones entre Israel y Roma. El hambre hacía estragos, la pobreza era cada vez mayor y el reinado de Herodes el Grande y sus hijos tenía sumido al pueblo en la miseria. La gente esperaba con ansiedad la llegada del Mesías, y más de uno se había aprovechado de la situación reinante hacién- dose pasar por Mesías, engañando así a las muchedumbres.

Por todo eso Jesucristo contempla a esas multitudes y se estremece de compasión pues las ve como ovejas que no tienen pastor, dispersos y abatidos. Por otras razones, como es lógico, pero también hoy hay mucha gente que anda a la deriva, engañados una y otra vez por quienes dicen y no hacen, prometen y no cumplen.

Necesitamos que Dios suscite nuevos y buenos pastores para su grey, que encienda corazones generosos y mentes privilegiadas, que se pongan al frente del rebaño, que como Cristo sepan defender a los suyos, entregarse sin reservas, hasta dar la vida por sus ovejas si fuera precisoÉ Escúchanos, Señor, y envía hombres competentes y abnegados, que enciendan luces nuevas para alumbrar a nuestro mundo, tan tenebroso y oscuro.

El Señor dio autoridad a sus enviados para que predicaran en su nombre y perdonaran los pecados de los hombres, para que celebraran la Eucaristía y administraran los sacramentos que perpe- túan la presencia operante y salvadora de Jesucristo. La Iglesia, en efecto, es la continuación de Cristo sobre la tierra. Hemos de convencernos de esta verdad y proclamarlo así a los cuatro vientos. De este modo se repetirá la compasión del Señor y será posible que esas gentes, errantes y sin rumbo, recuperen la ruta que nos conduce a la paz y el gozo.

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