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martes, 1 de julio de 2008

XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Homilia Católica

Publicado por Homilia Católica
NADIE CONOCE AL PADRE SINO EL HIJO
Y AQUÉL A QUIEN EL HIJO SE LO QUIERA REVELAR.

Comentando la Palabra de Dios

Zac. 9, 9-10. Alegrémonos en el Señor. Él se ha acercado, humilde, a nosotros. Él nos trae el perdón de nuestros pecados, y con él, la paz. Él nos quiere fraternalmente unidos; Él quiere que de las armas de guerra hagamos instrumentos de trabajo, y que a nadie falte el sustento de cada día por ser justos para con todos. Sólo hay una lucha en la que jamás debemos bajar la guardia: la lucha contra el autor del pecado y de la muerte. Jesucristo se ha levantado victorioso sobre la serpiente antigua, o Satanás. Y los que creemos en Él, y por la fe y el bautismo nos hemos unido a Él, por voluntad suya hemos de continuar con su obra salvadora en el mundo.
Y no podemos ir a anunciar el Evangelio, y a construir el Reino de Dios llenos de orgullo, sino con la misma humildad, servicio amoroso y caridad pastoral que el Señor nos ha manifestado. Por eso debemos continuamente revisar nuestros esquemas de evangelización, para que no pongamos nuestra confianza en nosotros mismos sino en Aquel que nos llamó, para que estuviésemos con Él y para que, desde el haber experimentado en nosotros el amor y la misericordia de Dios, vayamos al mundo entero y anunciemos a Cristo como único camino de salvación para todos los pueblos.

Sal. 145 (144). El amor de Dios hacia nosotros es eterno. Él conoce hasta lo más profundo de nuestro ser, y Él bien sabe que somos pecadores. Sin embargo jamás ha dejado de amarnos. Por eso podemos confesar que en verdad Él es compasivo y misericordioso para con todos, lento para enojarse y generoso para perdonar. Sin embargo esto no puede llevarnos a vivir en una falsa confianza ante el Señor, sino más bien a aprovechar el tiempo de gracia que Él nos concede para que podamos vivir como sus hijos suyos, fieles en todo, guiados por el amor y jamás por el temor a Él. Así, con una vida intachable, estaremos continuamente alabando al Señor, y al ver los demás nuestras buenas obras bendecirán y glorificarán su Santo Nombre.
Guiados por el Espíritu de Dios hagamos que nuestra vida, unida a Cristo, continúe su obra salvadora en el mundo convirtiéndonos, por nuestra unión a Él, en un verdadero Evangelio viviente del Padre para todos.

Rom, 8, 9. 11-13. Quienes creemos en Cristo tenemos la esperanza cierta de que lograremos la plenitud que en este mundo no podemos alcanzar.
Somos frágiles; y, por desgracia, muchas veces hemos actuado conforme a nuestros desórdenes egoístas. Sin embargo Dios no nos ha abandonado, sino que nos ha comunicado su Espíritu Santo para que venga en nuestro auxilio. La presencia del Espíritu de Dios en nosotros nos lleva a vivir confiados en Dios y a actuar bajos sus inspiraciones.
Por eso estamos ciertos de que, en medio de las luchas y tentaciones de esta vida, mientras no nos dejemos dominar por el mal y el pecado, nuestro destino no será la muerte, sino el llegar a ser herederos de Dios, junto con Cristo, participando de su misma Gloria. Por eso, abramos nuestro corazón al Señor; dejemos que el Espíritu Santo haga su morada en nosotros; dejémonos conducir por Él de tal forma que, siendo fieles al Señor, Él permanezca en nosotros y nosotros en Él. Entonces será nuestra la plenitud en Dios; entonces heredaremos aquellos bienes que Dios ha reservado para los que Él ha llamado a la existencia para hacerlos partícipes de su Vida eterna.

Mt. 11, 25-30. La Iglesia de Cristo no se cimenta en la sabiduría humana, ni en las riquezas temporales. Jesús agradece a su Padre Dios el que Él haya escogido a los sencillos para recibir la revelación que nos viene de Él. El Hijo unigénito, hecho uno de nosotros, escogió lo que el mundo había despreciado para manifestar ahí el poder amoroso, misericordioso y salvador de Dios. Él ha caminado con los pecadores y los pobres para remediar sus males, para cargarlos sobre sí mismo y redimirlos, y darles nueva vida. En Jesús tenemos la esperanza colmada de nuestras aspiraciones, pues creyendo en Él tenemos nueva vida, y el camino abierto hacia una realización más plena de nuestro ser, que ha sido llamado a entrar en comunión de vida con el mismo Dios.
No sólo hemos de buscar a Jesús para que nos dé alivio en aquello que nos agobia, pues hemos de recordar que Él cargó sobre sí nuestras miserias, e hizo suyos nuestros dolores y sufrimientos. Por sus llagas hemos sido curados. Por eso lo hemos de buscar especialmente para estar con Él, y para que tomando sobre nosotros su yugo, y yendo a la par que Él, aprendamos a ser mansos y humildes de corazón.
Aprender la mansedumbre, que nos hace ser suaves, apacibles, capaces de saber escuchar y vivir, capaces de ser testigos por la experiencia de vivir con el Señor, experiencia que nos da seguridad en el caminar y que nos vuelve capaces de ir delante por nuestro ejemplo; delante como va Cristo, testigo del amor del Padre entre nosotros. Aprender la humildad, que nos hace reconocer nuestra propia realidad, y ocupar el lugar que en verdad tenemos en la vida. Entonces reconoceremos que el Camino es Cristo; que nosotros vamos con Él; que sin Él, sin su ayuda y sin su Palabra que nos guía, nosotros iríamos como los ciegos, sin un rumbo bien definido en cuanto a la realización del bien.
El humilde sabe escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica; por eso el Señor hará grandes cosas por medio de esa persona.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

En esta Eucaristía el Señor nos llama para que vivamos unidos a Él. Él quiere unirnos a su amor en lo más profundo de su corazón y hacernos partícipes de su mismo Espíritu. Aceptarlo con nosotros no puede ser como una luz encendida y escondida bajo nuestros miedos. El que tenga a Dios consigo recibirá la misión de convertirse en luz que ilumine el camino de todos los que entren en contacto con él.
En este Domingo el Señor nos invita a aprender de Él la mansedumbre y la humildad a la par que muchas otras cosas, como el amar a nuestro prójimo hasta el extremo como el Señor nos ha amado a nosotros. Por eso nuestro vivir en comunión de vida con Él no puede llevarnos a huir de nuestras responsabilidades para refugiarnos en el Señor, sino que nos hemos de convertir en portadores de su amor para el mundo entero por medio de nuestras obras, de nuestras palabras y de nuestra vida misma.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Aquel que vive unido por el mismo yugo a Cristo, debe aprender de Él a hacer suyas las fatigas y los agobios de los demás para aliviarles la carga. Quien cree en Cristo, por tanto, no puede convertirse en una carga de dolor, de opresión y de muerte para quienes ya de por sí viven angustiados por una existencia que los ha tratado mal a causa de las personas malas.
Los que pertenecemos a Cristo, al igual que Él y unidos a Él, debemos ser los primeros en implementar acciones que en verdad ayuden a que los más desprotegidos y débiles sientan, desde nosotros, la mano amorosa y misericordiosa de Dios, que se les acerca para manifestarles su amor. Dios nos ha llamado para ser signos de su acción que libera de la opresión a quienes, convertidos en signo del maligno, destruyen, oprimen, roban y asesinan a su prójimo.
¿Nos quedaremos con los brazos cruzados contemplando el mal en el mundo mientras nosotros, llenos del amor, de la luz y de la paz de Dios nos quedamos con una vida de piedad personal, pero estéril en cuanto al fruto que se espera de nosotros para que, al gustarlo quienes viven en situaciones difíciles, tengan vida y la tengan en abundancia?
Esta es la misión que el Señor nos confía: ser testigos y portadores comprometidos de su amor y de su salvación; ojalá y no endurezcamos nuestro corazón, ni seamos sordos a la voz del Señor y a la encomienda que Él nos ha hecho.

Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de que en verdad proclamemos su Nombre y salvación y que, unidos a Cristo, vayamos por delante, dando testimonio del amor salvador de Dios con la entrega de nuestra propia vida en favor de aquellos que necesitan la manifestación del Rostro amoroso y misericordioso de Dios por medio de quienes decimos creer en Él. Amén.

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