En su reciente visita a París, Benedicto XVI ha defendido públicamente la “sana laicidad” del Estado. A los periodistas llegó a decirles que “la laicidad en sí misma no es contradictoria con la fe, sino que la fe es fuente de una sana laicidad”.
Estas palabras del papa han hecho pensar a no pocas personas que Benedicto XVI ha tomado, en cuanto se refiere a las relaciones de la Iglesia y el Estado, una postura más abierta que la de los obispos españoles. ¿Es realmente así?
Creo que no. Más aún, estoy convencido de que el papa sigue pensando, sobre este asunto, exactamente lo mismo que pensaba el día que fue elegido obispo de Roma. Pocos días después de su elección, el 24 de junio de 2005, en la visita que, como exige el protocolo, el Jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano hizo al Presidente de la República Italiana, en el palacio del Quirinal, Benedicto XVI pronunció un discurso en el que dijo: “Es legítima una sana laicidad del Estado en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según las normas que les son propias, pero sin excluir las referencias éticas que encuentran su último fundamento en la religión.
La autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que se derivan de una visión integral del hombre y de su eterno destino” (“L’Osservatore Romano, 25.VI.5, pg.5). Por tanto, en cuanto se refiere al controvertido asunto de la laicidad del Estado, el papa actual ya hablaba, como ha hablado recientemente en Francia, de “sana” laicidad. Es decir, para el papa Ratzinger (según parece), no es aceptable la laicidad sin más.
Esa laicidad tiene que ser “sana”. ¿Y en qué consiste una laicidad “sana”? Si nos atenemos al programa de gobierno que el propio Ratzinger presentó ante el Jefe del Estado Italiano, la laicidad es “sana” cuando no excluye las referencias éticas que tienen su último fundamento en la religión. Por tanto, este papa afirmó sin titubeos, desde el comienzo de su pontificado, que, en todo cuanto se refiere a los comportamientos éticos, la referencia última, o sea la última palabra, la tiene la religión.
Por tanto, la convicción firme del papa actual es que el Jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano es quien tiene la última palabra en las decisiones de todos los demás Estados que, con sus leyes, puedan afectar a la conducta ética de los ciudadanos. A partir de este supuesto, se puede empezar a hablar de la “sana laicidad” que el papa acepta gustosamente. Todos sabemos los problemas que la llamada “sana laicidad” está creando en los países en los que la presencia de los católicos sigue siendo lo suficientemente fuerte como para que los obispos y los nuncios se sientan con fuerza para enfrentarse a los gobiernos que no favorecen a la Iglesia todo lo que los obispos y, en última instancia, el papa piensan que se han de privilegiar los puntos de vista y los intereses de la Iglesia por encima de los del Estado.
Así las cosas, lo primero que a cualquiera se le ocurre es que la postura del papa representa la pretensión de ingerencia de un Estado (el Vaticano) en los asuntos internos de otros Estados. Es verdad que esto lo hace el Jefe del Estado del Vaticano en cuanto Sumo Pontífice que es y, por tanto, jefe supremo de todos los obispos y de todos los católicos. Ahora bien, así las cosas, nos encontramos con un “poder religioso” que pretende estar por encima de un “poder político”.
No voy a discutir este asunto echando mano de teorías abstractas. Me voy a referir a algo mucho más concreto. El poder que tiene el papa, como Sucesor de Pedro, no como Jefe de Estado, le viene de Jesucristo. Pues bien, los católicos sabemos que Jesús prohibió severamente a sus apóstoles ejercer el poder como lo ejercen los jefes de la naciones: “No ha de ser así entre vosotros” (Mc 10, 43; Mt 20, 26; Lc 22, 26).
Y si esto lo tuvo prohibido san Pedro, es de suponer que lo tienen también prohibido sus sucesores. Pero, sobre todo, si a los apóstoles ( y a sus sucesores) les está prohibido ejercer el poder “como” lo ejercen los jefes de las naciones, mucho más prohibido les estará pretender ejercer el poder “por encima” de los jefes de las naciones”. Jesús se refería, por supuesto, a un poder espiritual. Pero es que resulta que el poder, que el papa insinúa tener sobre los Estados, se refiere exactamente a las cuestiones éticas, cuestiones que entran de lleno en lo que llamamos “poder espiritual”.
No entro aquí a discutir los problemas filosóficos, jurídicos y políticos que plantea la “sana laicidad” que defiende el papa. Sea lo que sea de esos complejos problemas, lo que yo veo, como estudioso de la teología cristiana, es que el poder que pretende tener el papa no se puede fundamentar en las enseñanzas de Jesús. Es más, si tomamos en serios el Evangelio, esa presunta “sana” lacidad no tiene fundamento alguno para lo que pueden y deben creer los cristianos. Vamos a quedarnos con la laicidad a secas, que si se acepta y se respeta debidamente, con ella tenemos bastante. Y con ella viviremos en paz y en armonía.
Estas palabras del papa han hecho pensar a no pocas personas que Benedicto XVI ha tomado, en cuanto se refiere a las relaciones de la Iglesia y el Estado, una postura más abierta que la de los obispos españoles. ¿Es realmente así?
Creo que no. Más aún, estoy convencido de que el papa sigue pensando, sobre este asunto, exactamente lo mismo que pensaba el día que fue elegido obispo de Roma. Pocos días después de su elección, el 24 de junio de 2005, en la visita que, como exige el protocolo, el Jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano hizo al Presidente de la República Italiana, en el palacio del Quirinal, Benedicto XVI pronunció un discurso en el que dijo: “Es legítima una sana laicidad del Estado en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según las normas que les son propias, pero sin excluir las referencias éticas que encuentran su último fundamento en la religión.
La autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que se derivan de una visión integral del hombre y de su eterno destino” (“L’Osservatore Romano, 25.VI.5, pg.5). Por tanto, en cuanto se refiere al controvertido asunto de la laicidad del Estado, el papa actual ya hablaba, como ha hablado recientemente en Francia, de “sana” laicidad. Es decir, para el papa Ratzinger (según parece), no es aceptable la laicidad sin más.
Esa laicidad tiene que ser “sana”. ¿Y en qué consiste una laicidad “sana”? Si nos atenemos al programa de gobierno que el propio Ratzinger presentó ante el Jefe del Estado Italiano, la laicidad es “sana” cuando no excluye las referencias éticas que tienen su último fundamento en la religión. Por tanto, este papa afirmó sin titubeos, desde el comienzo de su pontificado, que, en todo cuanto se refiere a los comportamientos éticos, la referencia última, o sea la última palabra, la tiene la religión.
Por tanto, la convicción firme del papa actual es que el Jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano es quien tiene la última palabra en las decisiones de todos los demás Estados que, con sus leyes, puedan afectar a la conducta ética de los ciudadanos. A partir de este supuesto, se puede empezar a hablar de la “sana laicidad” que el papa acepta gustosamente. Todos sabemos los problemas que la llamada “sana laicidad” está creando en los países en los que la presencia de los católicos sigue siendo lo suficientemente fuerte como para que los obispos y los nuncios se sientan con fuerza para enfrentarse a los gobiernos que no favorecen a la Iglesia todo lo que los obispos y, en última instancia, el papa piensan que se han de privilegiar los puntos de vista y los intereses de la Iglesia por encima de los del Estado.
Así las cosas, lo primero que a cualquiera se le ocurre es que la postura del papa representa la pretensión de ingerencia de un Estado (el Vaticano) en los asuntos internos de otros Estados. Es verdad que esto lo hace el Jefe del Estado del Vaticano en cuanto Sumo Pontífice que es y, por tanto, jefe supremo de todos los obispos y de todos los católicos. Ahora bien, así las cosas, nos encontramos con un “poder religioso” que pretende estar por encima de un “poder político”.
No voy a discutir este asunto echando mano de teorías abstractas. Me voy a referir a algo mucho más concreto. El poder que tiene el papa, como Sucesor de Pedro, no como Jefe de Estado, le viene de Jesucristo. Pues bien, los católicos sabemos que Jesús prohibió severamente a sus apóstoles ejercer el poder como lo ejercen los jefes de la naciones: “No ha de ser así entre vosotros” (Mc 10, 43; Mt 20, 26; Lc 22, 26).
Y si esto lo tuvo prohibido san Pedro, es de suponer que lo tienen también prohibido sus sucesores. Pero, sobre todo, si a los apóstoles ( y a sus sucesores) les está prohibido ejercer el poder “como” lo ejercen los jefes de las naciones, mucho más prohibido les estará pretender ejercer el poder “por encima” de los jefes de las naciones”. Jesús se refería, por supuesto, a un poder espiritual. Pero es que resulta que el poder, que el papa insinúa tener sobre los Estados, se refiere exactamente a las cuestiones éticas, cuestiones que entran de lleno en lo que llamamos “poder espiritual”.
No entro aquí a discutir los problemas filosóficos, jurídicos y políticos que plantea la “sana laicidad” que defiende el papa. Sea lo que sea de esos complejos problemas, lo que yo veo, como estudioso de la teología cristiana, es que el poder que pretende tener el papa no se puede fundamentar en las enseñanzas de Jesús. Es más, si tomamos en serios el Evangelio, esa presunta “sana” lacidad no tiene fundamento alguno para lo que pueden y deben creer los cristianos. Vamos a quedarnos con la laicidad a secas, que si se acepta y se respeta debidamente, con ella tenemos bastante. Y con ella viviremos en paz y en armonía.
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