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miércoles, 22 de octubre de 2008

AMAR A DIOS


Mateo 22, 34-40
XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A
Por José Antonio Pagola

El hombre contemporáneo parece sentir una necesidad grande de desmitificarlo todo, destruir fachadas, echar abajo sistemas e ideologías para preguntarse qué es lo que puede quedar realmente como importante.

Pues bien, para Jesús lo único importante y decisivo es que el hombre sepa amar a Dios y al prójimo. Ahí se encierra como en germen todo lo que la humanidad ha de desarrollar. Ese es el secreto de la vida.

Del amor al prójimo se habla y escribe mucho hoy en día. Del amor a Dios apenas habla nadie en esta sociedad cada vez más insensible al encuentro con el Dios de Amigo de la vida.

Y sin embargo, según Jesús, "este mandamiento es el principal y primero". Sería una grave equivocación el olvidarlo.

El mandato de amar a Dios no consiste en cumplir una determinada acción de manera que, una vez cumplido nuestro deber, podamos ya olvidarnos de El.

Amar a Dios es algo mucho más profundo. Nosotros estamos dispuestos a dar cualquier cosa antes que darnos a nosotros mismos. Y el amor a Dios consiste precisamente en esa entrega radical de nuestro propio yo.

El amor a Dios exige la entrega total de nuestro ser, la liberación progresiva de nuestro egocentrismo, la orientación de nuestra existencia hacia el amor.

Cuando este amor se despierta en el interior de un hombre, Dios ya no es para él el nombre de un gobernador supremo y lejano al que se respeta, con el que es peligroso entrar en conflicto y al que, en el fondo, se evita observando sus mandamientos.

Dios es una presencia amorosa que vivifica y alienta nuestro ser y nuestro obrar. Una fuente de vida y libertad que nos empuja a amar con hondura la vida, los seres vivos, las cosas y, sobre todo, los hombres y mujeres todos.

Este amor al Dios vivo no nos aleja del amor concreto al prójimo. Al contrario, sólo cuando vivimos habitados por este amor es posible liberarnos de nosotros mismos y acercarnos. realmente al otro. Sólo entonces es posible perdonar en silencio, dar con desinterés, "tocar" amorosamente el misterio del hermano.

Más aún. Este amor a Dios nos descubre con frecuencia que casi todo lo que hacemos día tras día no es en realidad "amor al prójimo" sino una hermosa fachada tras la cual se esconde y crece un egoísmo secreto e inconfesable.

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