Resultaría sencillo creer en tres dioses. Creo que muchos de nosotros lo hacemos de hecho, aunque lo neguemos de palabra. El Padre, que es el sedentario, el que, una vez terminada la creación, nunca se mueve de su trono del cielo. El hijo, que hizo un viaje a la tierra – desde la encarnación a la ascensión – y el Espíritu Santo, que estaba en el cielo y fue enviado a la tierra cuando el Hijo regresó al cielo (y no antes). Son tres, tres personas diferentes con actividades diferentes. Pero además afirmamos que los tres son Dios, el mismo Dios, un solo Dios. Dios no hay más que uno, pero los tres pueden decir “soy Dios”.
Evidentemente, estas explicaciones resultan completamente infantiles, y los teólogos no dicen eso, pero nosotros lo entendemos así, creemos de hecho que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres personas divinas, es decir tres dioses.
Diversos teólogos un tanto presuntuosos han querido explorar la intimidad de Dios, entrar en su misma esencia, conocerlo como nos conocemos las personas, como conocemos la Creación, describirlo, explicarlo, conocerlo "por dentro". Es normal, el ser humano es un "animal curioso", capaz de hacerse toda clase de preguntas, incluso aquellas preguntas cuyas respuestas están muy por encima de su capacidad de comprensión.
Pero, en el caso de Dios, hemos topado con nuestros propios límites. Permítanme recordar una escena maravillosa del Libro del Éxodo. Está Moisés en la Tienda de Encuentro, dialogando con Dios, ante la NUBE de incienso que vela la presencia del Señor, y, en un arrebato de amor y de deseo, le pide a Dios:
- ¡Déjame, por favor, ver tu rostro!
Y le contesta el Señor:
- Haré pasar ante ti mi gloria, y pasaré ante ti, pero cubriré tus ojos con mi mano para que no veas mi rostro. Cuando pase, retiraré mi mano y me podrás ver de espaldas; no puedes ver mi rostro sin morir.
(Éxodo 33,18 Y ss.)
"No puedes ver mi rostro". No puedes conocerme más que "de espaldas". El pueblo de Israel lo sabe muy bien, por eso no se atreve a hacer imágenes de la divinidad, porque no hay imagen alguna de cosas de la tierra que pueda parecerse siquiera de lejos a la esencia de Dios.
Creo que hemos perdido un poco ese respeto. Nuestros pintores se atreven a pintar a Dios: es un señor anciano, vigoroso y venerable, que flota por los cielos transportado en carro de nubes por preciosos ángeles multicolores. Más aún, nos hemos atrevido a decir que es uno pero son tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y también nos atrevemos a pintarlos: el Padre venerable y con barbas; el Hijo, Jesús; y el Espíritu, como una paloma entre los dos.
Pero esto no son más que vulgarizaciones. Los teólogos se han atrevido a más, y han descrito las relaciones entre ellos, cómo procede el Hijo del Padre, y el Espíritu de los dos.... Afamados teólogos elucubran asombrosamente sobre la trinidad en sí misma, sabemos mucho acerca de cómo proceden entre sí las tres divinas personas. Formulamos en el Credo expresiones sobre la generación del Hijo y la procesión del Espíritu, y la consubstancialidad de las personas. Y hasta una de las más fuertes escisiones de la Iglesia que haya sucedido en toda su historia tiene uno de sus fundamentos en diferencias sobre esta generación intratrinitaria. (La otra diferencia, quizá la causa más verdadera de la ruptura es, por supuesto, una cuestión de poder).
Y empezamos a sentir temor y desazón, porque hemos entrado en la intimidad de Dios como quien entra en su propia casa y queremos que nuestras pobres palabras, nuestras imágenes con pies de barro sean capaces de representar a Aquel cuyo rostro no puede ver el hombre mortal. ¿No hablamos con demasiado desparpajo de la Santísima Trinidad? ¿No está nuestro lugar un poquito más abajo? ¿No nos vendría bien recuperar el respeto ante Dios?
Una cosa es segura. Conocemos de Dios lo que Dios nos ha dicho de sí mismo. Todo lo que nuestra mente es capaz de conocer de Dios ha de basarse en Su Palabra, si no queremos correr el riesgo de decir muchas tonterías. Y sí que hay Una Palabra estupenda de Dios acerca de sí mismo: se llama Jesús de Nazaret.
Para nosotros, los que creemos en Jesús, Él es todo lo mejor -lo único y más que suficiente- que podemos conocer de Dios. Y en Jesús conocemos a Dios de tres maneras:
- Como un viento irresistible que empuja la historia del mundo desde dentro, como cuando se hinchan desde dentro las velas de un barco y empieza a navegar, arrastrado por algo invisible y poderoso. Le hemos llamado "El Espíritu", el viento de Dios. Y lo hemos "visto" soplar poderosamente en el mismo Jesús, y lo hemos visto soplar poderosamente en la primera comunidad cristiana, sobre todo a partir de aquella formidable mañana de Pentecostés: y lo seguimos viendo soplar en el amor y el entusiasmo de tanta gente buena que sostiene el mundo y nos hace mantener la fe y la esperanza.
- En Jesús, ese viento formidable era salud y era PALABRA. Todo Jesús es para nosotros Palabra: cuando cura y cuando habla, cuando se compadece y cuando se cansa, cuando muere y cuando triunfa, vemos ante todo LA PALABRA. Y no solamente por lo que dice sino por lo que hace, por su manera de ser y de vivir. Hasta el punto de que pensamos que en Él podemos conocer a Dios, porque Dios se ha dado a conocer en Él. Por eso Juan Evangelista le llama el Logos, el Verbo, la Sabiduría, la Palabra de Dios hecha carne. Y ahí sí que conocemos de verdad cómo es Dios.
- Y entonces surge nuestra estupenda sorpresa: cuando Dios habla de sí mismo -en su Palabra, que es Jesús- no habla de Infinito, de Eterno, de Creador, de todas esas cosas maravillosas que nosotros nos imaginábamos. Habla de ABBÁ, de papá cercano imprescindible, que es lo mismo que hablar de médico que se contagia por curar a sus enfermos, que es lo mismo que hablar del pastor que arriesga su vida por cada oveja.
Y nos quedamos asombrados, porque todo era más sencillo, y mucho más importante de lo que nosotros pensábamos. Ya no se trata de un dogma incomprensible, algo así como de que uno y tres es lo mismo, sino de que Dios se comunica conmigo -Palabra-, actúa en mí -Espíritu- y es mi Padre con quien puedo contar para salvar mi vida.
Y que estas tres cosas me convierten en hijo, como convirtieron en Hijo al carpintero de Nazaret. Padre, Palabra y Viento, eso es Dios para mí.
Pavorosos intentos trinitarios y osadas cristologías nos llevan al borde de creer en tres dioses y de negar la naturaleza humana de Jesús de Nazaret. A veces, demasiadas veces, nos llevan más allá de ese borde.
A Dios nadie le ha visto jamás, ni le ha comprendido jamás, ni es nadie capaz de meterlo en su cerebro. No podemos aventuramos más allá de lo que hemos visto y oído, de lo que nuestras manos han podido tocar del Verbo de la Vida
Evidentemente, estas explicaciones resultan completamente infantiles, y los teólogos no dicen eso, pero nosotros lo entendemos así, creemos de hecho que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres personas divinas, es decir tres dioses.
Diversos teólogos un tanto presuntuosos han querido explorar la intimidad de Dios, entrar en su misma esencia, conocerlo como nos conocemos las personas, como conocemos la Creación, describirlo, explicarlo, conocerlo "por dentro". Es normal, el ser humano es un "animal curioso", capaz de hacerse toda clase de preguntas, incluso aquellas preguntas cuyas respuestas están muy por encima de su capacidad de comprensión.
Pero, en el caso de Dios, hemos topado con nuestros propios límites. Permítanme recordar una escena maravillosa del Libro del Éxodo. Está Moisés en la Tienda de Encuentro, dialogando con Dios, ante la NUBE de incienso que vela la presencia del Señor, y, en un arrebato de amor y de deseo, le pide a Dios:
- ¡Déjame, por favor, ver tu rostro!
Y le contesta el Señor:
- Haré pasar ante ti mi gloria, y pasaré ante ti, pero cubriré tus ojos con mi mano para que no veas mi rostro. Cuando pase, retiraré mi mano y me podrás ver de espaldas; no puedes ver mi rostro sin morir.
(Éxodo 33,18 Y ss.)
"No puedes ver mi rostro". No puedes conocerme más que "de espaldas". El pueblo de Israel lo sabe muy bien, por eso no se atreve a hacer imágenes de la divinidad, porque no hay imagen alguna de cosas de la tierra que pueda parecerse siquiera de lejos a la esencia de Dios.
Creo que hemos perdido un poco ese respeto. Nuestros pintores se atreven a pintar a Dios: es un señor anciano, vigoroso y venerable, que flota por los cielos transportado en carro de nubes por preciosos ángeles multicolores. Más aún, nos hemos atrevido a decir que es uno pero son tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y también nos atrevemos a pintarlos: el Padre venerable y con barbas; el Hijo, Jesús; y el Espíritu, como una paloma entre los dos.
Pero esto no son más que vulgarizaciones. Los teólogos se han atrevido a más, y han descrito las relaciones entre ellos, cómo procede el Hijo del Padre, y el Espíritu de los dos.... Afamados teólogos elucubran asombrosamente sobre la trinidad en sí misma, sabemos mucho acerca de cómo proceden entre sí las tres divinas personas. Formulamos en el Credo expresiones sobre la generación del Hijo y la procesión del Espíritu, y la consubstancialidad de las personas. Y hasta una de las más fuertes escisiones de la Iglesia que haya sucedido en toda su historia tiene uno de sus fundamentos en diferencias sobre esta generación intratrinitaria. (La otra diferencia, quizá la causa más verdadera de la ruptura es, por supuesto, una cuestión de poder).
Y empezamos a sentir temor y desazón, porque hemos entrado en la intimidad de Dios como quien entra en su propia casa y queremos que nuestras pobres palabras, nuestras imágenes con pies de barro sean capaces de representar a Aquel cuyo rostro no puede ver el hombre mortal. ¿No hablamos con demasiado desparpajo de la Santísima Trinidad? ¿No está nuestro lugar un poquito más abajo? ¿No nos vendría bien recuperar el respeto ante Dios?
Una cosa es segura. Conocemos de Dios lo que Dios nos ha dicho de sí mismo. Todo lo que nuestra mente es capaz de conocer de Dios ha de basarse en Su Palabra, si no queremos correr el riesgo de decir muchas tonterías. Y sí que hay Una Palabra estupenda de Dios acerca de sí mismo: se llama Jesús de Nazaret.
Para nosotros, los que creemos en Jesús, Él es todo lo mejor -lo único y más que suficiente- que podemos conocer de Dios. Y en Jesús conocemos a Dios de tres maneras:
- Como un viento irresistible que empuja la historia del mundo desde dentro, como cuando se hinchan desde dentro las velas de un barco y empieza a navegar, arrastrado por algo invisible y poderoso. Le hemos llamado "El Espíritu", el viento de Dios. Y lo hemos "visto" soplar poderosamente en el mismo Jesús, y lo hemos visto soplar poderosamente en la primera comunidad cristiana, sobre todo a partir de aquella formidable mañana de Pentecostés: y lo seguimos viendo soplar en el amor y el entusiasmo de tanta gente buena que sostiene el mundo y nos hace mantener la fe y la esperanza.
- En Jesús, ese viento formidable era salud y era PALABRA. Todo Jesús es para nosotros Palabra: cuando cura y cuando habla, cuando se compadece y cuando se cansa, cuando muere y cuando triunfa, vemos ante todo LA PALABRA. Y no solamente por lo que dice sino por lo que hace, por su manera de ser y de vivir. Hasta el punto de que pensamos que en Él podemos conocer a Dios, porque Dios se ha dado a conocer en Él. Por eso Juan Evangelista le llama el Logos, el Verbo, la Sabiduría, la Palabra de Dios hecha carne. Y ahí sí que conocemos de verdad cómo es Dios.
- Y entonces surge nuestra estupenda sorpresa: cuando Dios habla de sí mismo -en su Palabra, que es Jesús- no habla de Infinito, de Eterno, de Creador, de todas esas cosas maravillosas que nosotros nos imaginábamos. Habla de ABBÁ, de papá cercano imprescindible, que es lo mismo que hablar de médico que se contagia por curar a sus enfermos, que es lo mismo que hablar del pastor que arriesga su vida por cada oveja.
Y nos quedamos asombrados, porque todo era más sencillo, y mucho más importante de lo que nosotros pensábamos. Ya no se trata de un dogma incomprensible, algo así como de que uno y tres es lo mismo, sino de que Dios se comunica conmigo -Palabra-, actúa en mí -Espíritu- y es mi Padre con quien puedo contar para salvar mi vida.
Y que estas tres cosas me convierten en hijo, como convirtieron en Hijo al carpintero de Nazaret. Padre, Palabra y Viento, eso es Dios para mí.
Pavorosos intentos trinitarios y osadas cristologías nos llevan al borde de creer en tres dioses y de negar la naturaleza humana de Jesús de Nazaret. A veces, demasiadas veces, nos llevan más allá de ese borde.
A Dios nadie le ha visto jamás, ni le ha comprendido jamás, ni es nadie capaz de meterlo en su cerebro. No podemos aventuramos más allá de lo que hemos visto y oído, de lo que nuestras manos han podido tocar del Verbo de la Vida
1 comentario:
Muy bueno esto!
Gracias. Es para pensar,especialmente hoy; y para rezar a este Unico Dios que es PADRE, PALABRA y VIENTO.
Saludos!
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