Por Jesús Peláez
Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres vergonzosamente ricos o desesperadamente pobres... Acabé con el escándalo de las tierras dejadas en barbecho por los grandes propietarios, indiferentes al bien público; a partir de ahora, todo campo cultivado durante cinco años pertenece al agricultor que se encargue de aprovecharlo... La mayoría de nuestros ricos hacen enormes donaciones al Estado, a las instituciones públicas y al príncipe. Muchos lo hacen por in terés, algunos por virtud, y casi todos siguen ganando con ello. Pero yo hubiese querido que su generosidad no asumiera la forma de la limosna ostentosa y que aprendieran a aumentar sensatamente sus bienes en interés de la comunidad, así como hasta hoy lo han hecho para enriquecer a sus hijos. Guiado por este principio, tomé en mano propia la gestión del dominio imperial; nadie tiene derecho a tratar la tierra como trata el avaro su hucha llena de oro...'
Son algunos pensamientos entresacados de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
A la base de esta práctica de ahuso y codicia de los ricos está el inagotable deseo de acaparar, fruto de la más feroz in solidaridad, del más salvaje egoísmo. El dinero es demasiado peligroso para quien se deja caer en sus redes; hace inhumanos a sus rehenes, endurece el corazón y cierra los ojos de sus poseedores, que consideran al pobre producto de la holgaza nería.
El capital se hace, sin duda, a base de injusticia. Ya lo decía el profeta Amós, dirigiéndose a los ricos comerciantes de Samaria: «Escuchad esto los que exprimís a los pobres y arruináis a los indigentes, pensando: ¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el trigo? Para encoger la medida, aumentar el precio y usar la balanza con trampa, para comprar por di nero al desvalido y al pobre por un par de sandalias. Jura el Señor por la gloria de Jacob no olvidar jamás lo que han he cho» (Am 8,4-7).
También las palabras de Jeremías contra la injusticia eran tajantes: «Hay en mi pueblo criminales que ponen trampas como cazadores y cavan fosas para cazar hombres: sus casas están llenas de fraudes como una cesta está llena de pájaros, así es como medran y se enriquecen, engordan y prosperan; rebosan de malas acciones, se despreocupan del derecho, no defienden la causa del huérfano ni sentencian a favor de los pobres» (Jr 5,26-28).
En otro lugar, el profeta había sentenciado: «Perdiz que empolla huevos que no puso es quien amas a riquezas injustas: a la mitad de la vida lo abandonan y él termina hecho un necio» (Jr 17,11). Contra Jeremías hay que decir que no siem pre sucede así. Su sentencia es más deseo de justicia inalcan zable que realidad constatada.
El evangelio no es menos duro con los ricos. Cuenta Lucas que «uno del público pidió a Jesús: Maestro, dile a mi her mano que reparta conmigo la herencia. Le contestó Jesús: Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vos otros? Entonces les dijo: cuidado, guardaos de toda codi cia, que aunque uno ande sobrado, la vida no depende de los bienes. Y les propuso una parábola: Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha. El estuvo echando cálculos:
¿Qué hago? No tengo dónde almacenaría. Y entonces se dijo: -Voy a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, cons truiré otros más grandes y almacenaré allí el grano y las demás provisiones. Luego podré decirme: -Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe y date a la buena vida. Pero Dios le dijo: -Insensato, esta noche te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para quién será? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y para Dios no es rico» (Lc 12,13-21).
Menos mal que la vida no se puede comprar, pues de lo contrario vivirían sólo unos pocos...
Son algunos pensamientos entresacados de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
A la base de esta práctica de ahuso y codicia de los ricos está el inagotable deseo de acaparar, fruto de la más feroz in solidaridad, del más salvaje egoísmo. El dinero es demasiado peligroso para quien se deja caer en sus redes; hace inhumanos a sus rehenes, endurece el corazón y cierra los ojos de sus poseedores, que consideran al pobre producto de la holgaza nería.
El capital se hace, sin duda, a base de injusticia. Ya lo decía el profeta Amós, dirigiéndose a los ricos comerciantes de Samaria: «Escuchad esto los que exprimís a los pobres y arruináis a los indigentes, pensando: ¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el trigo? Para encoger la medida, aumentar el precio y usar la balanza con trampa, para comprar por di nero al desvalido y al pobre por un par de sandalias. Jura el Señor por la gloria de Jacob no olvidar jamás lo que han he cho» (Am 8,4-7).
También las palabras de Jeremías contra la injusticia eran tajantes: «Hay en mi pueblo criminales que ponen trampas como cazadores y cavan fosas para cazar hombres: sus casas están llenas de fraudes como una cesta está llena de pájaros, así es como medran y se enriquecen, engordan y prosperan; rebosan de malas acciones, se despreocupan del derecho, no defienden la causa del huérfano ni sentencian a favor de los pobres» (Jr 5,26-28).
En otro lugar, el profeta había sentenciado: «Perdiz que empolla huevos que no puso es quien amas a riquezas injustas: a la mitad de la vida lo abandonan y él termina hecho un necio» (Jr 17,11). Contra Jeremías hay que decir que no siem pre sucede así. Su sentencia es más deseo de justicia inalcan zable que realidad constatada.
El evangelio no es menos duro con los ricos. Cuenta Lucas que «uno del público pidió a Jesús: Maestro, dile a mi her mano que reparta conmigo la herencia. Le contestó Jesús: Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vos otros? Entonces les dijo: cuidado, guardaos de toda codi cia, que aunque uno ande sobrado, la vida no depende de los bienes. Y les propuso una parábola: Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha. El estuvo echando cálculos:
¿Qué hago? No tengo dónde almacenaría. Y entonces se dijo: -Voy a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, cons truiré otros más grandes y almacenaré allí el grano y las demás provisiones. Luego podré decirme: -Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe y date a la buena vida. Pero Dios le dijo: -Insensato, esta noche te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para quién será? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y para Dios no es rico» (Lc 12,13-21).
Menos mal que la vida no se puede comprar, pues de lo contrario vivirían sólo unos pocos...
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