Renunciar a tener para compartir lo que tenemos
Una de las críticas más habituales a nuestro mundo es que hemos caído en un materialismo atroz, que el consumismo nos domina, que nos dejamos llevar por el mero ansia de tener más....La verdad es que ese deseo no pertenece sólo a nuestro mundo. Ha estado siempre en el corazón de toda persona humana. A veces agazapado y a veces al descubierto. A veces controlado y a veces convertido una fiera salvaje que domina sobre el resto de la persona.
Ese deseo tiene mucho que ver con la búsqueda de la seguridad, con la necesidad de luchar para sobrevivir en un mundo hostil. Así ha sido desde los primeros momentos de la historia de la humanidad. Ya entonces tener un arma de metal era mejor que tener una maza de piedra. Se trabajaba mejor la tierra, se podía cazar más, la defensa ante los peligros era más factible... Por lo mismo, era mejor tener un muro de piedra en torno a la morada familiar que una empalizada de troncos. Y así podíamos seguir.
Los que hoy buscan tener más no hacen otra cosa que dejarse llevar por ese antiguo deseo de sentirse seguros. Un buen coche, una buena casa, las mejores ropas... todo eso significa básicamente una buena posición en la sociedad, donde uno es respetado, donde sus derechos se defienden más fácilmente.
Tener cosas es renunciar a otras...
Claro que dejarse llevar por ese deseo supone renunciar a otras cosas. Posiblemente a demasiadas cosas. Algunos no se dan cuenta de lo pesadas que pueden ser esas renuncias hasta que se encuentran que, rodeados de las mejores y más caras cosas de este mundo, siguen estando solos. Peor. Están más solos que nunca. Otro sí se dan cuenta y paran a tiempo la carrera para no renunciar a otros bienes que también son muy necesarios como las relaciones humanas, la familias, la amistad, la solidaridad, etc.
Recuerdo a un amigo. Tenía un buen trabajo. Estaba contento. Dedicaba unas horas al día a su trabajo pero también tenía tiempo para su familia, para su mujer y sus hijos. Le llamaron de otra empresa. Le ofrecieron un puesto de trabajo mejor. El salario era mucho mayor, más de doble del que tenía. Pero entre las condiciones de trabajo figuraba que tenía que tener una disponibilidad 24 horas. En aquel tiempo en que todavía no existían los móviles, aquello significaba un busca y un fax en casa. Lo pensó, lo habló con su familia, y concluyó que era mejor dejarlo. Iba a tener mucho más dinero pero la familia se le iba a quedar atrás. Prefirió renunciar al dinero y no renunciar a estos otros valores que tanto contribuyen al bienestar y la felicidad de las personas.
El pan de mi hermano
Dicho esto, también hay que tener muy presente que para una gran parte de la humanidad, el deseo de tener cosas materiales no es precisamente caer en el materialismo sino simplemente la necesidad de sobrevivir. Es decir, para muchos de nuestros hermanos y hermanas el pan de mañana es una incógnita, es un verdadero y auténtico problema que no se soluciona sino entregándose al trabajo sin medida, a cualquier trabajo. Hay demasiadas familias en nuestro mundo que sobreviven con lo mínimo. Hay demasiados niños que trabajan en los basureros de las grandes ciudades del Tercer Mundo rebuscando las tapas de plástico de las botellas que otros han desechado para poder asegurarse algo de comida al día siguiente.
Nos tenemos que guardar de la codicia pero no porque lo material sea malo en sí mismo. Sino porque lo material se puede interponer entre nosotros y los hermanos necesitados. Debemos tener muy presente que no hay nada más espiritual que el pan que satisface el hambre de mi hermano. Los que amasan riquezas solamente para sí son verdaderos necios que se pierden lo mejor de la vida. Y, de paso, se pierden a sí mismos.
El trabajo cobra sentido desde esta perspectiva. Es una forma de crear riqueza que sirva para satisfacer las necesidades de todos. Es una forma de construir el Reino, de crear fraternidad. Sólo así el trabajo es creador de vida. Despojarse del hombre viejo, como nos pide san Pablo, es hacernos capaces de controlar esa avaricia que nos correo, es intentar no caer en la búsqueda de nuestra seguridad sobre todas las cosas y esforzarnos por abrir la mano a los hermanos. Ahí es donde encontraremos la verdadera seguridad: en el amor, en el cariño, en la relación, en la fraternidad.
Una de las críticas más habituales a nuestro mundo es que hemos caído en un materialismo atroz, que el consumismo nos domina, que nos dejamos llevar por el mero ansia de tener más....La verdad es que ese deseo no pertenece sólo a nuestro mundo. Ha estado siempre en el corazón de toda persona humana. A veces agazapado y a veces al descubierto. A veces controlado y a veces convertido una fiera salvaje que domina sobre el resto de la persona.
Ese deseo tiene mucho que ver con la búsqueda de la seguridad, con la necesidad de luchar para sobrevivir en un mundo hostil. Así ha sido desde los primeros momentos de la historia de la humanidad. Ya entonces tener un arma de metal era mejor que tener una maza de piedra. Se trabajaba mejor la tierra, se podía cazar más, la defensa ante los peligros era más factible... Por lo mismo, era mejor tener un muro de piedra en torno a la morada familiar que una empalizada de troncos. Y así podíamos seguir.
Los que hoy buscan tener más no hacen otra cosa que dejarse llevar por ese antiguo deseo de sentirse seguros. Un buen coche, una buena casa, las mejores ropas... todo eso significa básicamente una buena posición en la sociedad, donde uno es respetado, donde sus derechos se defienden más fácilmente.
Tener cosas es renunciar a otras...
Claro que dejarse llevar por ese deseo supone renunciar a otras cosas. Posiblemente a demasiadas cosas. Algunos no se dan cuenta de lo pesadas que pueden ser esas renuncias hasta que se encuentran que, rodeados de las mejores y más caras cosas de este mundo, siguen estando solos. Peor. Están más solos que nunca. Otro sí se dan cuenta y paran a tiempo la carrera para no renunciar a otros bienes que también son muy necesarios como las relaciones humanas, la familias, la amistad, la solidaridad, etc.
Recuerdo a un amigo. Tenía un buen trabajo. Estaba contento. Dedicaba unas horas al día a su trabajo pero también tenía tiempo para su familia, para su mujer y sus hijos. Le llamaron de otra empresa. Le ofrecieron un puesto de trabajo mejor. El salario era mucho mayor, más de doble del que tenía. Pero entre las condiciones de trabajo figuraba que tenía que tener una disponibilidad 24 horas. En aquel tiempo en que todavía no existían los móviles, aquello significaba un busca y un fax en casa. Lo pensó, lo habló con su familia, y concluyó que era mejor dejarlo. Iba a tener mucho más dinero pero la familia se le iba a quedar atrás. Prefirió renunciar al dinero y no renunciar a estos otros valores que tanto contribuyen al bienestar y la felicidad de las personas.
El pan de mi hermano
Dicho esto, también hay que tener muy presente que para una gran parte de la humanidad, el deseo de tener cosas materiales no es precisamente caer en el materialismo sino simplemente la necesidad de sobrevivir. Es decir, para muchos de nuestros hermanos y hermanas el pan de mañana es una incógnita, es un verdadero y auténtico problema que no se soluciona sino entregándose al trabajo sin medida, a cualquier trabajo. Hay demasiadas familias en nuestro mundo que sobreviven con lo mínimo. Hay demasiados niños que trabajan en los basureros de las grandes ciudades del Tercer Mundo rebuscando las tapas de plástico de las botellas que otros han desechado para poder asegurarse algo de comida al día siguiente.
Nos tenemos que guardar de la codicia pero no porque lo material sea malo en sí mismo. Sino porque lo material se puede interponer entre nosotros y los hermanos necesitados. Debemos tener muy presente que no hay nada más espiritual que el pan que satisface el hambre de mi hermano. Los que amasan riquezas solamente para sí son verdaderos necios que se pierden lo mejor de la vida. Y, de paso, se pierden a sí mismos.
El trabajo cobra sentido desde esta perspectiva. Es una forma de crear riqueza que sirva para satisfacer las necesidades de todos. Es una forma de construir el Reino, de crear fraternidad. Sólo así el trabajo es creador de vida. Despojarse del hombre viejo, como nos pide san Pablo, es hacernos capaces de controlar esa avaricia que nos correo, es intentar no caer en la búsqueda de nuestra seguridad sobre todas las cosas y esforzarnos por abrir la mano a los hermanos. Ahí es donde encontraremos la verdadera seguridad: en el amor, en el cariño, en la relación, en la fraternidad.
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