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viernes, 31 de octubre de 2008

Todos los Santos: La joya y la envoltura


Apocalipsis 7, 2-4.9-14 1 Juan 3, 1-3 Mateo 5, 1-12

Irreconocibles

Me pregunto cuál es el significado de la fiesta de hoy. Descubro en ella sobre todo un aspecto de seguridad.
Uno da un suspiro de alivio: ¡menos mal que están ellos!
Este mundo no está poblado sólo de bribones. Hay que registrar también la presencia de santos. Y son muchísimos, imposibles de contar.
Es verdad que en la visión del Apocalipsis (primera lectura) se nos da una cifra: 144.000 personas. Pero se trata evidentemente de un número simbólico.
Es una especie de censo para dar a entender que se trata de un censo imposible.
Entre otros motivos porque los santos, en su gran mayoría, circulan sin documento de identidad.

La misma Iglesia, asistida por el Espíritu, «reconoce» la santidad de algunos, pero sólo cuando han dejado de pisar los caminos de este mundo.
Es verdad que a los que recorren nuestro mundo se les conceden diversos títulos. Pero no necesariamente esos títulos guardan alguna relación con la santidad de la persona. Además, ningún título honorífico autoriza a llevar las insignias de la santidad. No creo que el título de «monseñor», ni siquiera el de «eminencia», pueda considerarse como un indicio que nos ayude a descubrir un santo de carne y hueso (aunque de suyo, según la opinión de autorizados expertos, esto no constituye un «impedimento dirimente»).

De todas formas, nos sentimos seguros gracias a estos amigos de Dios.
Son ellos los que impiden que los «cuatro ángeles» devasten la tierra.
Nosotros mismos nos consideramos en cierto sentido «agraciados».

Tenemos la impresión de que nuestra mediocridad, nuestras trapisondas de cada día, nuestras hipocresías, nuestras traiciones y cesiones son compensadas de alguna forma por ellos.

Nos sentimos mejor, menos ruines, menos sinvergüenzas, y hasta purificados con su contacto. Aunque no los conozcamos. Aunque nos crucemos con ellos y hasta tratemos con ellos, sin darnos cuenta de que son santos.

Clandestinos

Sí, porque los santos cuya gloria en el cielo celebramos hoy, cuando están en la tierra, suelen pasar inadvertidos, no llaman poderosamente la atención, no se proponen a la admiración de los demás con un orgullo descarado.

Pueden actuar sin que nadie les estorbe para hacer un poco de limpieza en el mundo, para dar credibilidad a la Iglesia, para revalorizar la cotización de un cristianismo a la baja (y tanto más a la baja cuanto más se empeña en autoexaltarse, en celebrar triunfos, en inventar fechas gloriosas que celebrar), porque circulan clandestinos. La oscuridad es el ambiente natural en que se mueven.

Son indispensables porque no se erigen en protagonistas.

El palco se sostiene, a pesar del peso desmedido de personajes engreídos y coreográficos, porque... ellos no están allí, porque están en otro sitio asegurando los fundamentos, trabajando duro, renunciando a «aparecer».

No tienen discursos oficiales, no hacen declaraciones, no conceden ni solicitan entrevistas.

Por otro lado, a nadie se le ocurre entrevistar a unos individuos que hacen el milagro, raro, de «vivir»...

Incluso cuando los periodistas llaman a la puerta de un convento, dicen al portero que llame a «alguien». No sospechan que precisamente el portero puede ser la persona más interesante. Más interesante en santidad.

De todas formas, dependemos de esos santos humildes, silenciosos, discretos, huidizos. Una madre, uno que está trabajando en el campo, uno que ha sabido perdonar, una camarera, un profesor de matemáticas, un archivero, un médico que al anochecer deja la bata exhausto pensando en las personas y no en los números, un lavaplatos... Dependemos de ellos. Dependemos de sus oraciones. Dependemos de su «ser».

En un mundo en que (casi) todos se preocupan de hacerse un nombre, por fortuna hoy estamos autorizados a gritar: «¡Dichosos los seres anónimos!».

Anónimos y marginales

Creo que es importante esta última connotación: marginales.

Los márgenes son esos espacios en blanco que rodean un texto. Allí puede escribir uno lo que quiera. Sus propias observaciones, su propio acuerdo, pero también su propia disconformidad.

Existe un texto escrito, aceptado por la mayoría, que parece inmodificable. Una especie de texto fijo de una comedia que los actores tienen que repetir. Allí se establecen las reglas del éxito, del poder, de la felicidad, de la carrera, de la interpretación de la vida en clave de utilidad individualista, de comodidad, de placer, de posesión.

Los santos anotan al margen que no están de acuerdo con esas reglas.

Escriben al margen otro texto, otra manera de interpretar la vida.

Aprovechando los amplios espacios disponibles al margen de la página, aportan sus correcciones decisivas (aunque no clamorosas).

Pero no se contentan con escribir en los márgenes. Caminan también al margen.

La caravana de los santos recorre caminos insólitos, se adentra en los recorridos más insospechados, atendiendo a unas señales invisibles.

La turba inmensa de los santos no sigue los itinerarios os de máscaras.«recomendados» por las la prudencia, por la astucia, por el poder, por la popularidad, por las diplomacias, por los cortejos de máscaras.

Pasa sin dejar huellas visibles en la historia. Pero conserva en ella subterráneo el fermento del evangelio. Esconde en ella, bajo la corteza, la semilla del amor de Dios.

Los santos, aun viviendo en este mundo, rechazan su lógica, condenan sus astucias, prefieren mantenerse lejos del palacio y de los tinglados humanos, están fuera de la ciudad, lejos del recinto, lo mismo que Jesús, que nació y fue enviado a morir «fuera de los muros» de la ciudad.

Los santos son testigos del Trascendente, en el sentido de que se empeñan en subir al otro lado del muro donde vive seguro el rebaño, en donde dormita la masa. En efecto, «trascender» se deriva de trans (más allá, a través, al otro lado de), y scandere (subir): trepar más allá, saltar al otro lado.

Separados, o sea... en el sitio justo

Santidad quiere decir «separación».

Los santos son unos separados respecto a las apetencias, las costumbres comunes, los modos de pensar y de obrar de la mayor de la gente.

Por otro lado, las mismas bienaventuranzas evangélicas abren recorridos fuera de ruta, en dirección hacia una felicidad desconocida.

Según una fórmula hebrea, «bienaventurados» equivaldría a «estar en el sitio justo».

Entonces, «bienaventurados los pobres» podría traducirse: «Vosotros os encontráis en el lugar debido cuando sois pobres». Y también: estáis en el lugar que os corresponde cuando sois mansos, limpios de corazón, perseguidos, misericordiosos, empeñados en el frente de la paz...

Los santos han descubierto aquí, en la tierra, siguiendo las indicaciones secretas del evangelio, el «puesto justo» de la felicidad. Que resulta bastante desfasado respecto a las indicaciones que nos dan los sabios de este mundo.

Un «puesto justo» que no es nunca una posesión, sino que implica una condición permanente de provisionalidad e itinerancia.

Especializados en normalidad

Y, por favor, dejemos de considerar a los santos como seres especializados en llevar a cabo empresas asombrosas y llamativas.

No son los campeones de lo excepcional, sino de la normalidad (la santidad misma, en una óptica cristiana, no es la excepción, sino la norma).

Los santos son los profesionales de las realidades ordinarias, los expertos de las cosas comunes, los inventores de lo ya sabido (o sea, de lo que todos sabemos... y nos limitamos a saber).

Están especializados en cotidianidad.

La santidad no se compone de acciones complicadas, sino que está hecha de materiales sencillos, ordinarios.

Los santos son personas cualesquiera que han aprendido a hacer cosas absolutamente usuales, al alcance de todos.

La vida cotidiana, en todos sus aspectos más triviales, constituye la materia que es preciso trasformar en santidad.

La vida cotidiana es la única escalera que permite acercarse y adentrarse en la santidad.

Los santos frecuentan territorios al alcance de las manos y de los pies, no de las alas.

Por eso, tenemos que acostumbrarnos a considerar la vida cotidiana —incluso en sus elementos desagradables, en los obstáculos de que está sembrada— como un ejercicio espiritual (sí, los santos están haciendo continuamente «ejercicios espirituales» sirviéndose de los utensilios domésticos, adoptando los instrumentos y los horarios de la vida de cada día).

Y convencemos de que se progresa en la santidad gracias a todo lo que nos ofrece una resistencia.

Sobre todo es preciso darse cuenta de que «la Jerusalén celestial

no se encuentra en un sueño del futuro. Esta aquí, ahora. Basta con que abramos los ojos» (Abhishiktananda)

Romper la envoltura

«Dentro del corazón de cada uno

hay una joya de santidad dispuesta a brotar

y a perfumar con su olor el universo.

Pero es necesario romper

la envoltura que la aprisiona, para trasformarla

de joya de hielo en joya de amor» (Suzaku-Hendo).

La fiesta de hoy nos brinda la ocasión de descubrir qué es lo que hemos de romper para liberar esa joya.

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