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jueves, 23 de octubre de 2008

Un verbo a disposición

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A
Exodo 22, 21-27; 1 Tesalonicenses 1, 5-10 Mateo 22, 34-40
Mentalidad legalista

La pregunta de suyo parece plenamente legítima. Deseo de ver con claridad, de simplificar, de recuperar lo esencial en el amasijo de los 613 preceptos y de las infinitas y minuciosas prescripciones que de allí se derivan.

Pero se tiene la impresión de que esta pregunta proviene una vez más de una mentalidad legalista, raquítica, pedante, y que manifiesta una incurable estrechez de espíritu.

En el fondo se quiere poner orden, catalogar, sistematizar. Nada más. Todo fijado de una vez para siempre, sin la posibilidad de discutir. Establecemos una especie de catecismo de las normas morales, al menos de las principales, para aprenderlo de memoria con fórmulas exactas que hay que repetir rigurosamente en sus expresiones intocables.

Jesús, por el contrario, intenta curarnos precisamente de esa mentalidad legalista. Quiere que dejemos de discutir problemas de orden jurídico, de meternos en disputas y cavilaciones, de bloquearnos (o divertirnos) en la asfixiante casuística de un moralismo estrecho, de sumergirnos en el pozo de una religión formalista.

Su Iglesia no podrá ser nunca la «Iglesia del derecho».

El mismo mandamiento principal no es una norma que tenga que encabezar la lista de las restantes normas.

Es más bien la perspectiva de fondo donde colocar la experiencia cristiana, la orientación esencial que hemos de dar a nuestra conducta. Jesús no nos ofrece un super-código, un esquema concreto, ni mucho menos el resumen -concentrado al máximo- de nuestros deberes. Nos ofrece más bien un criterio decisivo sobre el cual plantear, leer e interpretar la propia vida cristiana.

No es suficiente conocer las reglas para hacer música

Al que intenta ejecutar la sinfonía de su existencia según la partitura evangélica, Jesús no le presenta unas reglas detalladas -en un orden rígidamente jerárquico-, sino una tonalidad sobre la que liberar las notas.

Conocer y repetir las reglas no significa hacer música.

Hay cristianos que siguen discutiendo sobre la gramática y la sintaxis, que se muestran atentos para descubrir y denunciar cualquier error, que lo saben todo sobre las formas, pero que se muestran absolutamente incapaces de redactar la más pequeña composición -original, agradable- de timbre evangélico.

Un poeta me convence, no cuando me explica la métrica, sino cuando se explica con su lírica.

Es verdad que son necesarias las leyes. Sin ellas no puede haber orden. Ni tampoco libertad. Pero sólo el amor puede encender la vida.

En el juicio final Dios no nos preguntará si conocemos el significado de la palabra «amor» y si somos capaces de encontrarla en el diccionario.

Nos pedirá cuentas, por el contrario, de lo que hemos sido capaces de hacer con esa palabra, de lo que hemos producido de bueno con ese término a nuestra disposición.

Y no queramos salir del paso refiriendo los discursos que hemos hecho sobre la interpretación correcta de un texto, sobre la ortodoxia de nuestras posiciones, sobre las prioridades que han regulado nuestras opciones, sobre la especificidad de nuestro compromiso y sobre otras sutilezas de un cristianismo aprendido de memoria y declamado.

El cortará por lo sano:

«Me interesa el relato, la historia, no las disquisiciones teóricas ni las cuestiones sobre las técnicas narrativas.

Si quieres, puedo comenzar yo. Te soplaré el arranque inicial... Así pues, yo era forastero, no tenía casa, nadie se ocupaba de mí. Te llamé porque tenía hambre de amistad, de dignidad, porque no soportaba aquella soledad inhumana. Me presenté ante tu puerta, sorprendiéndote con una cara (o con el color de la piel) que no te esperabas. Y tú... Adelante, me interesa saber cómo sigue tu historia, tengo curiosidad por saber cómo acabó el asunto... Y, por favor, no necesito que me enseñes que la frase se compone de tres elementos: sujeto, verbo y predicado. Que el verbo ser... Que los pronombres personales...

En fin, te ruego que borres inexorablemente de tu vocabulario expresiones como éstas: `el amor es la realidad más maravillosa', `en mi corazón tengo un sentimiento de...', `el discurso sobre los marginados se inserta en una compleja problemática', `la sociedad de nuestro tiempo nos desafía a...', `la respuesta no puede ser simplista; hay que articularla teniendo presente...'.

Por favor, no me aburras con efusiones sentimentales o disquisiciones intelectualistas. A mí me gustan los hechos. Exijo que la historia sea interesante.

Estoy directamente interesado en esa historia. .. ».

El amor al prójimo, o sea, la concreción del amor de Dios

Es demasiado poco afirmar que los dos mandamientos (amor a Dios y amor al prójimo) forman uno solo. De todas formas, luego se añade que «el amor de Dios siempre tiene la prioridad», lo cual equivale a decir que «todos los hombres son iguales ante la ley, pero algunos más que otros...».

Es demasiado poco advertir que no hay un camino directo para llegar a Dios y que el camino hacia Dios pasa inevitablemente por el camino que lleva al prójimo.

Hay que dejar de contraponer (e incluso, simplemente, de yuxtaponer) los deberes para con Dios a la caridad con el prójimo. Una mística que no se convierta en servicio al hombre es una mística equivocada.

Juan advierte que «nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3, 14). Jesús declara que el signo a través del cual nos reconocerán como discípulos suyos consiste en el hecho de que nos amamos unos a otros (Jn 13, 35).

El segundo mandamiento no es solamente paralelo al primero, tan importante como él, sino que es su consecuencia necesaria.

El amor al prójimo constituye la concreción del amor a Dios. La primacía de Dios se reconoce cuando se reconoce, concretamente, la primacía del hombre.

¿Hacia dónde va la respuesta?

En muy pocas ocasiones se habla en el nuevo testamento del deber de «amar a Dios». Se dice más bien que hay que practicar el amor fraterno.

Algunos objetan que es también un compromiso de reciprocidad. De acuerdo. Pero la cosa está en establecer hacia dónde ha de ir la respuesta del hombre.

Si Dios es la fuente del amor, entonces hay que darse cuenta de que una fuente tiende a expandirse, a difundirse, no a retener o «recuperar» sus aguas.

Dios no compite con el hombre en cuestión de amor.

Jesús no dijo: «Amadme, como yo os he amado», sino «amaos de la misma manera como yo os he amado y sigo amándoos».

Como si dijera: «Si me amáis de verdad, permitidme que actúe en vosotros, que realice mi voluntad. Mi deseo más intenso es llegar a vosotros, estar íntimamente unido a vosotros y, a través de vosotros, amar a los hombres, servirles, mostrarles respeto, colmarlos de ternura.

Tendréis la seguridad de estar verdaderamente llenos de mí cuando tengáis vuestro corazón completamente ocupado por los demás». Seguramente habrá ahora alguien que diga que ésta es una visión «horizontalista» de la religión.

En realidad, una contemplación e incluso una devoción que no se transforme en praxis de amor fraterno es de lo más horizontalista, de lo más humano, que se pueda imaginar.

Solamente la caridad con el prójimo (el amor de Dios que se difunde, que se prolonga, que «llega a su perfección»: 1 Jn 2, 5), salvaguarda la línea vertical.

Una comunidad-modelo

Una comunidad afortunada, la de Tesalónica.

Dispone de dos modelos a los que referirse, en los que inspirar su conducta. El modelo insustituible de Cristo. Pero también Pablo, cuya praxis puede ser imitada por todos, al estar directamente calcada sobre el evangelio.

De este modo aquella Iglesia se ha convertido, a su vez, en modelo para los demás creyentes. Por estos motivos esenciales:

-Ha acogido con gozo la palabra de Dios, a pesar de haber tenido que sostener numerosas pruebas por su fe.

-Se ha convertido. Y, después de haber vuelto decididamente la espalda a los ídolos para servir al Dios vivo, no ha querido tener ya nada que ver con los ídolos del pasado, o sea, con todo lo que, en la vida, va ocupando poco a poco un lugar cada vez mayor, hasta convertirse en un absoluto.

-En su horizonte brilla una viva esperanza del encuentro pleno con Cristo. Y la mirada se dirige hacia ese acontecimiento futuro, que ilumina y da un sentido al presente.

De esta forma la comunidad de Tesalónica es misionera, aunque sus miembros no se aparten del puesto que ocupan. En efecto, su mismo estilo de vida se convierte en un kerygma, en un anuncio para todos.

«Desde vuestra comunidad la palabra del Señor ha resonado... en todas partes».

Pablo nos informa de que la Iglesia de Tesalónica, «que está en Dios Padre y en el Señor Jesucristo», hace que se hable de ella mucho más allá de las fronteras de aquella región.

Podríamos comentar: finalmente, una comunidad que logra que se hable de ella, no por sus divisiones, por sus polémicas internas, por sus «firmes tomas de posición», por sus retos lanzados a diestro y a siniestro, sino por su creer-esperar-amar.

Y habría que añadir: esos cristianos hacen hablar de ellos porque evitan hablar de sí mismos, proclamar sus propias empresas, creerse superiores a los demás, jactarse de su ortodoxia, afirmarse «contra» alguien.

Surge espontánea, en este punto, una pregunta: «¿Pero qué es lo que hacían aquellos tipos de extraordinario?».

Y podríamos dar esta respuesta: «Nada excepcional. Sólo que, después de haberse hechos seguidores de Cristo, lo fueron hasta el fondo».

Deberíamos recordar con más frecuencia a Tesalónica, donde hay una comunidad que se limita a «contar» su propia fe.

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