Publicado por Pasionistas
No resulta nada fácil celebrar en Domingo la liturgia de los fieles difuntos. Sin embargo, este año coincide así, y el Señor les ha querido dar preferencia. O mejor dicho, el Señor sigue celebrando el domingo pascual en la Pascua de cuantos creyeron en El. Confieso que lo que no me agrada es que a nuestros difuntos los celebremos con vestiduras moradas. Ayer celebrábamos la fiesta de todos los Santos y lo hacíamos de blanco. ¿Y por qué ahora nos ponemos de morado? ¿A caso los que nos han precedido en la casa del Padre no son también ya santos? Nunca me han gustado aquellas ritmas de Gustavo Bécquer que me pone al difunto solitario en el fondo oscuro del cuarto como un violín cuyas cuerdas se han callado.
Prefiero lo que escribe Gonzalo de Berceo: “Mientras aquí vivimos en ajeno moramos; la morada durable arriba la esperamos, y nuestra romería solamente acabamos cuando hacia el paraíso nuestras almas enviamos”.
Tampoco me gusta ver a la gente de luto como señal de recuerdo doloroso. ¿No sería preferible, al menos desde la fe, hacer el recuerdo de blanco? ¿No es la muerte nuestra fiesta de la vida? Porque a la muerte es preciso verla y mirarla no desde este lado sino desde el otro lado de la vida eterna. ¿A caso la muerte no es un nuevo y definitivo nacimiento?
Cuando un niño está por nacer, él se siente muy a gusto y calientito y feliz en el seno de la madre. Pero él no ha sido concebido para quedarse allí para siempre. Si no nace a tiempo, le tendrán que hacer cesárea. Entiendo que para él, dejar el seno materno tierno y caliente, para asomarse a este mundo es como una especie de muerte. Y sin embargo, el padre, los hermanos y familiares y amigos están gozosos esperando a que llegue. ¡Ya nació! ¡Es un niño! ¡Es una niña! Y todos los celebran.
¿No será lo mismo nuestra muerte? Todos nos sentimos a gusto en esta vida como si fuese la única. Y sin embargo, al otro lado nos espera la vida de verdad y nos espera Dios que nos engendró en su corazón y ahora volvemos a El.
Jesús nos ha repetido en el Evangelio que “el que cree en El ya tiene vida eterna”. “Y quien como de su carne también tiene la vida eterna”. El más allá no comienza el día que morimos. El más allá ya lo llevamos dentro de nosotros. Pero lo llevamos como el grano de trigo lleva dentro de su cáscara dura, ese germen blanco. El grano, nos dice Jesús, tiene que caer en tierra. Y tiene que morir, pero al morir, al descomponerse la cáscara del grano, recién entonces comienza el germen a brotar. Y se hace tallo y se hace espiga.
¿No es eso el morir del cristiano? Llevamos dentro en germen la vida eterna de Dios, pero aprisionada en la cáscara de nuestra vida mortal que la impide florecer plenamente. Y es preciso que esta cáscara se descomponga con la muerte para que comience a brotar lo eterno, la vida nueva de Dios. Por eso, el morir para el creyente no es morir, sino sentir que ha llegado la primavera y hace brotar las semillas escondidas en la tierra durante los fríos del invierno.
Decimos cada día al atardecer que el “sol se está muriendo”.
Pero muere porque está naciendo en otras partes del mundo.
Quedamos nosotros a oscuras, pero en otros lugares está amaneciendo.
Esta es también la muerte.
Se muere el sol de nuestra vida, para nacer en la eternidad.
Los nuestros quedan en la sombra de la despedida, pero nosotros estamos amaneciendo en Dios.
Me gusta la canción de Juan A. Espinosa:
Ya no temo, Señor, a la muerte,
ya no temo, Señor, la eternidad;
porque tú estás allá esperando
que yo llegue hasta Ti”.
Tenía siete años cuando murió mi madre, a la temprana edad de los treinta años. Recuerdo exactamente aquel pedazo de tierra en la que la enterraron. Durante unas de mis vacaciones quise visitarla. Claro que a ella no la vi. Pero sentí una gran alegría. Allí había crecido fresca la hierba. No era ella reencarnada en la hierba. Pero el signo de la vida y de que ella estaba viva. La hierba cubría su tumba, pero ella vivía en Dios.
Y entonces recordé aquella mañana de Pascua: “Mujer, ¿por qué lloras? No busquéis entre los muertos al que está vivo”. (Jn 20,15; Lc 24,5).
Oración
Señor: Tú sabes lo que es nacer y sabes lo que es morir.
Tú sabes lo que es caminar por estos caminos de la vida.
Y Tú sabes lo que es pasar el umbral de la muerte y resucitar.
Hoy que recordamos a nuestros seres queridos que nos dejaron para estar contigo,
quiero recordarte lo que tú mismo nos dijiste:
“Padre, este es mi deseo: que aquellos que me diste,
estén conmigo donde yo estoy, y contemplen mi gloria,
la que me diste antes de la creación del mundo,
porque me has amado”. (Jn 17,24).
Prefiero lo que escribe Gonzalo de Berceo: “Mientras aquí vivimos en ajeno moramos; la morada durable arriba la esperamos, y nuestra romería solamente acabamos cuando hacia el paraíso nuestras almas enviamos”.
Tampoco me gusta ver a la gente de luto como señal de recuerdo doloroso. ¿No sería preferible, al menos desde la fe, hacer el recuerdo de blanco? ¿No es la muerte nuestra fiesta de la vida? Porque a la muerte es preciso verla y mirarla no desde este lado sino desde el otro lado de la vida eterna. ¿A caso la muerte no es un nuevo y definitivo nacimiento?
Cuando un niño está por nacer, él se siente muy a gusto y calientito y feliz en el seno de la madre. Pero él no ha sido concebido para quedarse allí para siempre. Si no nace a tiempo, le tendrán que hacer cesárea. Entiendo que para él, dejar el seno materno tierno y caliente, para asomarse a este mundo es como una especie de muerte. Y sin embargo, el padre, los hermanos y familiares y amigos están gozosos esperando a que llegue. ¡Ya nació! ¡Es un niño! ¡Es una niña! Y todos los celebran.
¿No será lo mismo nuestra muerte? Todos nos sentimos a gusto en esta vida como si fuese la única. Y sin embargo, al otro lado nos espera la vida de verdad y nos espera Dios que nos engendró en su corazón y ahora volvemos a El.
Jesús nos ha repetido en el Evangelio que “el que cree en El ya tiene vida eterna”. “Y quien como de su carne también tiene la vida eterna”. El más allá no comienza el día que morimos. El más allá ya lo llevamos dentro de nosotros. Pero lo llevamos como el grano de trigo lleva dentro de su cáscara dura, ese germen blanco. El grano, nos dice Jesús, tiene que caer en tierra. Y tiene que morir, pero al morir, al descomponerse la cáscara del grano, recién entonces comienza el germen a brotar. Y se hace tallo y se hace espiga.
¿No es eso el morir del cristiano? Llevamos dentro en germen la vida eterna de Dios, pero aprisionada en la cáscara de nuestra vida mortal que la impide florecer plenamente. Y es preciso que esta cáscara se descomponga con la muerte para que comience a brotar lo eterno, la vida nueva de Dios. Por eso, el morir para el creyente no es morir, sino sentir que ha llegado la primavera y hace brotar las semillas escondidas en la tierra durante los fríos del invierno.
Decimos cada día al atardecer que el “sol se está muriendo”.
Pero muere porque está naciendo en otras partes del mundo.
Quedamos nosotros a oscuras, pero en otros lugares está amaneciendo.
Esta es también la muerte.
Se muere el sol de nuestra vida, para nacer en la eternidad.
Los nuestros quedan en la sombra de la despedida, pero nosotros estamos amaneciendo en Dios.
Me gusta la canción de Juan A. Espinosa:
Ya no temo, Señor, a la muerte,
ya no temo, Señor, la eternidad;
porque tú estás allá esperando
que yo llegue hasta Ti”.
Tenía siete años cuando murió mi madre, a la temprana edad de los treinta años. Recuerdo exactamente aquel pedazo de tierra en la que la enterraron. Durante unas de mis vacaciones quise visitarla. Claro que a ella no la vi. Pero sentí una gran alegría. Allí había crecido fresca la hierba. No era ella reencarnada en la hierba. Pero el signo de la vida y de que ella estaba viva. La hierba cubría su tumba, pero ella vivía en Dios.
Y entonces recordé aquella mañana de Pascua: “Mujer, ¿por qué lloras? No busquéis entre los muertos al que está vivo”. (Jn 20,15; Lc 24,5).
Oración
Señor: Tú sabes lo que es nacer y sabes lo que es morir.
Tú sabes lo que es caminar por estos caminos de la vida.
Y Tú sabes lo que es pasar el umbral de la muerte y resucitar.
Hoy que recordamos a nuestros seres queridos que nos dejaron para estar contigo,
quiero recordarte lo que tú mismo nos dijiste:
“Padre, este es mi deseo: que aquellos que me diste,
estén conmigo donde yo estoy, y contemplen mi gloria,
la que me diste antes de la creación del mundo,
porque me has amado”. (Jn 17,24).
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