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jueves, 27 de noviembre de 2008

La Muerte: I Domingo de Adviento - Ciclo B

Por Alberto Hurtado sj

La razón y la fe nos llevan a Dios. Nuestra sensibilidad desordenada, a la adoración de mí yo y de las criaturas, a esa idolatría que consideramos características del pecado: adorar la criatura en lugar del Creador.

Para apreciar los verdaderos valores en juego en esta contienda, nada más útil que meditar la muerte, lo que no quiere decir contemplación terrorífica, sino por el contrario visión de aliento y esperanza.

Dos maneras hay de mirar la muerte: una puramente humana, vale decir pagana; y otra cristiana.

El concepto humano considera la muerte como el gran derrumbe, el fin de todo. Es un concepto impregnado de tristeza. Desde los primeros tiempos el hombre ha sentido pavor ante la muerte. Nadie la conoce por experiencia propia y de los que han pasado por ella ni uno ha vuelto a decirlos lo que es: han entrado en un eterno silencio. Sólo la conocemos observándola en los otros, y este acontecimiento al que somos extraños nos sacude como ningún otro hecho terrestre.

La vida es como una enorme ola que trepa, trepa hasta el cielo para luego desplomarse hasta honduras que la mirada no penetra.

La muerte va generalmente precedida de una dolorosa postrera enfermedad, acompañada de una impotencia creciente, que llega a ser total. Los que rodean al moribundo, contemplan en completa pasividad cómo ese ser querido es arrastrado al inevitable abismo. Y sobreviene el derrumbe tan inconmensurable: que nada deja ver de aquel ser que un momento antes vivía entre nosotros y nos daba el calor de su presencia. ¡Cuán diferente de las otras despedidas! Largos años estuvo entre nosotros, nos habituamos a su presencia, y de pronto ya no le veremos más. Nos invade entonces una nostalgia que como agua oscura llena todos los espacios de nuestra alma y nos consume de pesar... No podemos señalar un lugar, un espacio, un punto donde buscarlo. Y cuando cansados nosotros entremos también en la eternidad ¿lo hallaremos allí? ¿dónde tendremos que buscarlo?. ¿Podrán en esa inmensidad encontrarse dos pobres, diminutas chispas de luz? Si el alma cree en dios, sabe que el que muere está frente a El, que de El depende y nada más que de El. En el momento de la muerte no quedan ya yerbas donde ocultarse: el alma es arrancada y arrojada a la llanura infinita donde no queda más que ella y su Dios.

Este es el concepto de la muerte mirado con visión puramente humana. Lo que allí se dice es cierto, pero de esta visión están ausentes la fe, la esperanza y la caridad.

El concepto cristiano es mucho más valioso y lleno de consuelo; la muerte para el cristiano es el momento de hallar a Dios, a Dios a quien ha buscado durante toda su vida. Es el encuentro del hijo con el Padre; es la inteligencia que halla la suprema verdad, la inteligencia que se apodera del sumo bien.

En la Gloria lo veremos a El cara a cara, a nuestra Madre la Virgen María, a los Santos; hallaremos a nuestros padres, parientes y a aquellos seres cuya partida nos precedió. En vida terrestre sólo los conocimos por los sentidos, medios precarios e imperfectos, sin penetrar en lo íntimo de sus corazones. En la Gloria nos veremos sin oscuridades ni incomprensiones.

Todo los nuestro nos acompañará en el más allá y acaso el amor a los seres queridos, ese amor profundo a seres que para nosotros son más que nosotros mismos ¿estará llamado a olvidarse o quedar insatisfecho? No. Dios, no rompe los vínculos que ha creado, Dios no se arrepiente de sus dones. Una firme esperanza late en mi corazón fundada no en los méritos humanos, sino en el amor de Dios que El tomará las manos suplicantes que se extienden hacia el desaparecido y las guiará hacia El de modo que vuelvan a ayudar y acariciar el alma amada.

Pero por encima de todo, el gran don del cielo es estar presente ante Dios ¡Qué más puedo necesitar! En El tengo para siempre un abrigo, una presencia, una proximidad, una patria, un hogar, un compañero vivo con el que he caminado en la tierra aunque sin conocerlo, un apoyo por toda la eternidad. No me dejas en la nada, alimentará eternamente mi ser. Cuando todas las estrellas se hayan puesto para siempre, una estrella única, Dios, seguirá fija en el cielo del alma. Donde quiera que me vuelva siempre estaré ante El.

La vida es una especie de sueño. Un sueño serio porque todo lo que hacemos determina nuestro eterno destino. Esta vida vale en la medida en que es la escena y el medio de nuestra prueba, pero más allá no puede aspirar a imponerse a nosotros. Es una especie de sombra sin sustancia. Ricos o pobres, jóvenes o viejos, apreciados o despreciados: esto no cabe afectarnos, elevarnos o deprimirnos más que si fuéramos actores de una comedia en que tenemos papel diferente.

Que cada día sea como la preparación de mi muerte, entregándome minuto a minuto a la obra de cooperación que Dios me pide, cumpliendo mi misión, la que Dios espera de mí, la que no puede hacer sino yo.

Cada día vamos muriendo, como las aguas van acercándose al mar que las ha de recibir. Que nuestra muerte cotidiana sea la que ilumine nuestras grandes determinaciones: a su luz, a su antorcha resplandeciente ¡qué claras aparecerán las resoluciones que hemos de tomar, los sacrificios que hemos de aceptar, la perfección que hemos de abrazar!

Si no fuera más que para afrontar con serenidad la muerte y con alegría la vida, ya la fe tendría plena justificación.

Creo que la meditación de la muerte no debe ser para nosotros ocasión de pavor, sino de consuelo. ¿Por qué temerla? ¿Por qué asustarnos de abandonar este mundo engañoso los que hemos sido bautizados para el otro mundo? ¿Por qué estar ansiosos de una larga vida de riquezas, honores y comodidades, los que sabemos que el cielo será cuanto deseamos de mejor y no solamente en apariencia sino en verdad y para siempre? ¿Por qué descansar en este mundo cuando no es más que la imagen, el símbolo del verdadero? ¿Por qué contentarnos con la superficie en lugar de apropiarnos el tesoro que encierra? Para los que tienen fe, cada cosa que ven les habla del otro mundo: las bellezas de la naturaleza, el sol, la luna, todo es como tiempo y figura que nos da testimonio de la invisible belleza de Dios. Todo lo que vemos está destinado a florecer un día y a ser gloria inmortal.

Ese día las nubes desaparecerán, el sol palidecerá ante la luz del cual él no es más que la imagen; el sol de justicia será quien vendrá en forma visible. Las estrellas que lo circundan, al levantarse, serán reemplazadas por los ángeles y Santos que rodean su trono. Arriba y abajo, en las nubes del aire y en los árboles del campo y en las aguas profundas, resplandecerán los espíritus inmortales, los siervos de Dios que cumplieron su voluntad. Y nuestros propios cuerpos se hallará que contienen un hombre interior que recibirá sus debidas proporciones en vez de las masas que hoy palpamos. Para esta gloriosa manifestación toda la creación está ahora preparándose.

Estos pensamientos nos deben hacer decir ardientemente: Ven, Señor Jesús, ven a terminar el tiempo de espera, de oscuridad, de turbulencias, de disputas.

Cada día y hora que pasa nos acerca alegremente al tiempo del triunfo divino, al término del pecado y la miseria. Que Dios nos dé su gracia para no avergonzarnos cuando venga. Que Jesús nos limpie en su preciosa sangre y nos dé la plenitud de la fe, de la esperanza, de la caridad, como gusto anticipado del cielo que nos aguarda.

(Alberto Hurtado Cruchaga, S. J., R e v i s t a M e n s a j e, Noviembre 1952, pp. 547-548 (póstumo), original de 1951)

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