Pero la segunda lectura nos pone frente al hecho central de nuestra fe: “Cristo resucitó de entre los muertos”. Cristo tiene que aniquilar todo principado, poder y fuerza. Hasta que someta a su último –y nuestro– gran enemigo: la muerte. La resurrección de Jesús es la avanzadilla de nuestra propia resurrección. Él es nuestra esperanza. El signo de que no todo es efímero. Nuestra vida será llevada por Dios a su plenitud. Esa es nuestra esperanza y lo que nos hace seguir caminando.
Animados por la esperanza en la resurrección
Esa esperanza alimenta nuestro esfuerzo diario, nuestro compromiso por ir construyendo el Reino. Porque ahora sabemos que nuestros esfuerzos no son en vano, no van a desaparecer en la tumba para siempre. Si Jesús resucitó entonces el Reino no es una utopía (algo que no tiene lugar en ninguna parte) sino una realidad que, de alguna manera ya está presente en este mundo. De la misma manera que la resurrección de Jesús hace nuestra resurrección sea ya una realidad en nuestras vidas, sea la razón de nuestro comportamiento, dé sentido a nuestros compromisos y actitudes concretas.
La parábola del Evangelio nos habla de cómo debe ser ese compromiso en la vida diaria. Una vez más Jesús reorienta radicalmente la relación del creyente con Dios. Esa relación no pasa por los sacrificios en los altares ni por las largas oraciones y arrebatos místicos. Tampoco pasa por las grandes celebraciones litúrgicas. Todo eso está bien. Pero no es lo fundamental. Lo substancial, lo importante, lo verdaderamente valioso, se juega en la relación con el hermano y de una manera especial con el hermano necesitado. Ahí es donde se construye el Reino.
Llenos del amor radical de Dios
En la parábola no hay que centrarse en tanto en el juicio –va a haber personas que se salven y personas que se condenen– sino en los criterios de que se sirve el juez para juzgar. Ahí es donde nos tenemos que fijar. Jesús no contó esta parábola para asustar a sus oyentes y meterles el miedo en el cuerpo ante el último encuentro con Dios sino para insistir una vez más en que creer en él significa hacerse portador del amor de Dios para todos aquellos con los que nos encontramos, especialmente para los más excluidos, marginados, pobres...
Dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, hospedar al forastero, vestir al desnudo, acompañar al enfermo y visitar al que está preso no son sólo obras de misericordia. Jesús va más allá. No se trata de que hay que hacer esas cosas como medio para salvarse. Los pobres y necesitados no son medios o instrumentos para comprar nuestra salvación. Son la presencia real de Jesús, de Dios, cerca de nosotros. Me atrevería a decir que son una presencia tan real como la de la Eucaristía. Jesús se identifica con ellos. Y en esa relación se construye el Reino, se establecen los vínculos y los lazos de fraternidad que agrupan a la humanidad en torno a la mesa común del Padre.
Construyendo el Reino sin desanimarnos
En esa relación es donde Jesús nos quiere ver a sus seguidores. El compromiso por construir la fraternidad del Reino se fundamenta en nuestra fe y nuestra esperanza en la Resurrección. El Reino no es un sueño. Es una realidad que se construye aquí y ahora.
Mientras tanto, conviene que releamos la lectura del profeta Ezequiel. En ese compromiso por el Reino Dios está con nosotros. Nos cuida como el pastor cuida a sus ovejas. Es una lectura para leer y releer, para escucharla en el corazón y saber que Dios está siempre con nosotros. En los momentos de desánimo, cuando no veamos el fruto de nuestros esfuerzos, cuando nos parezca que no hay salida y que nada tiene sentido, acudir a ella nos hará sentir la mirada amorosa de Dios que se fija en nosotros, que nos saca de la postración y nos anima a seguir en la brecha, en su nombre, llenos de fe y de esperanza.
fernandotorresperez@earthlink.net
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