Publicada en la revista Misión Joven nº 271, p. 42.
Melchor, Gaspar y Baltasar, cansados tras una noche de trabajo intenso nos cuentan su experiencia, qué es lo que vieron; qué sintieron y cómo han cambiado sus vidas desde ese día.
Queridos amigos:
No es muy normal que sean los Reyes Magos quienes escriban cartas a los hombres, más bien soléis hacerlo al revés. Pero estamos ya un poco cansados de que se nos trate como a objetos, como a autoridades que legitiman el lujo y el derroche de unos pocos en esta tierra. Queremos que nos conozcáis como hombres de fe, como creyentes. Queremos compartir con vosotros la experiencia que tuvimos en una noche de nuestra vida, cómo se cruzó por nuestros caminos y descubrimos la luz verdadera, la oscuridad sin fin.
No somos unos seres extraños y misteriosos como la tradición nos ha presentado. Ni reyes –sino unos hombres sencillos–, ni magos, ni brujos, ni nada por el estilo. Éramos paganos, eso sí, pero inquietos, buscadores. Nadie nos había hablado de Dios ni de sus planes, y la religiosidad que se nos vendía no nos gustaba: era poco humana, fría y lejana, llena de preceptos y sacrificios vacíos, que seguía dividiendo la realidad entre buenos y malos, y casualmente siempre a los hombres nos tocaba el peor papel... Seguíamos buscando. Oteábamos el horizonte cada día. Y soñábamos. Y vigilábamos en la noche. Lo investigábamos todo hasta encontrar el modo de saciar nuestro interior.
Fue una noche cuando Dios nos salió al encuentro. Entonces no sabíamos que era Él. Una estrella, una señal de luz en medio de tantas tinieblas, imperceptible casi, nos puso sobre la pista. Ahora a esa estrella la llaman signos de los tiempos: Los signos de los hombres y mujeres que esperan y luchan, que no se conforman. La Historia que, al avanzar, inquieta e invita a tomar partido. Los signos de la vida frente a los de la muerte que, desgraciadamente, suelen brillar con más fuerza. Sí, fue un signo luminoso de vida los que nos puso en camino.
Y lo dejamos todo allí mismo, y nos embarcamos en la trepidante aventura de buscar, sin parar, el origen de aquella luz, de rastrear la vida que se nos estaba dando. A nuestro alrededor los hombres seguían inventando sagas de dioses, que no servían más que para justificar a los poderosos, y continuar con la injusticia y el vacío de siempre. Aquella luz era especial, nos sedujo, nos fascinó. ¡Probablemente siempre había estado allí y nunca la habíamos visto! Es hermoso mirar hacia el cielo para descubrirle lo que tiene de nuevo. ¡El cielo está cuajado de estrellas, de luces de vida! También vuestro mundo, aunque no lo creáis o no le prestéis atención, está plagado de signos de vida que emergen en la noche. ¡Y todos ellos son signos de Dios, mensajeros de su gloria, chispas de su buena noticia!
No fue fácil el camino. A veces creíamos que éramos unos locos utópicos, y que no íbamos a llegar a ninguna parte. Caminábamos sin rumbo fijo, por lugares desconocidos y desérticos; no teníamos más hogar que la intemperie, y más techo que aquel cielo repleto de estrellas que se iban multiplicando y que nos iban conduciendo a un lugar fascinante. Fue una remota aldea en un remoto país nuestro destino. En las afueras, para ser exactos, en una casa de pobres. Un niño frágil y pequeño que luchaba por soportar aquel frío nocturno e invernal. Jamás hemos visto tanta luz como en su rostro. En el suyo, en el de sus padres, ¡toda la estancia brillaba ante nuestros ojos!
Y allí lo comprendimos todo. Dejamos de mirar al cielo, porque el cielo estaba ya a nuestros pies. El Dios al que buscábamos arriba, el Dios humano, amigo de los hombres, dador de sentido y de vida a la pobre realidad terrena. Estaba con nosotros, aquí abajo. El era la luz. Era el amor más grande, capaz de romper todos los esquemas humanos. ¡La vida entera estaba prendida en aquella criatura! ¡Había merecido la pena nuestro camino!
Nos quedamos allí, ¡cómo no! Y nos empapamos de aquella luz, y nos dejamos transparentar por ella. Y descubrimos la luminosidad del mundo entero. Y nos hicimos sencillos y nos desprendimos de todo cuanto llevábamos, lo presente y lo futuro. Nada era tan valioso como aquel hallazgo. ¿Qué más podíamos pedir, si ya lo habíamos encontrado todo? (aunque la tradición diga que fuimos nosotros los que le obsequiamos con extrañas e inútiles ofrendas...): él nos llenó la vida, nos la cambió, nos hizo los seres más ricos en todo el universo.
Pero pronto abandonamos aquel lugar: sentimos la necesidad vital de contar a todos nuestra experiencia, de volver a nuestra tierra, con nuestra gente, que andaba metida en mil problemas, dilucidando aún las odiseas de mil dioses, que no podían hacer nada por ellos. Habíamos visto al Señor, habíamos descubierto el sentido de la vida y de las cosas, nos llenamos de fuerzas y esperanzas, de ilusión y de ganas por hacer una realidad nueva. Perdiéndolo todo lo alcanzamos todo. Todo un cielo repleto de estrellas se nos abrió, de noche y de día, en nuestro mundo. Un cielo que brillaba con fuerza entre los más pobres, los más marginados, los más solos. En los rostros de los niños esperanzados, de las madres que se desviven, de los hombres y mujeres que viven con ilusión a pesar de todo, de los jóvenes que sueñan y esperan...
Los cristianos de hoy habéis perdido la luz: ¡No sois luminosos ni brilláis! ¡Os habéis vuelto opacos y oscuros! La Luz es Cristo, el mismo que a diario os visita de modos insospechados, que os transmite su brillo y calor, que os enciende el alma. ¡Volved a él continuamente para llenaros de su fuerza! Permitidle que cure vuestras cegueras y os haga ver. Y después, cuando os inunde su claridad, convertíos vosotros en estrella para los demás. Sed puntos de luz en vuestras familias, en vuestros pueblos. Reflejad esa luz que habéis recibido y que os ha llenado.
Ya lo veis: mirar a las estrellas no es cosa de niños. Es cosa de sabios. Soñar, sorprenderse, buscar, esperar, imaginar con ingenuidad y expectación. Es principio para ponerse en camino y encontrarse con el Dios que nos sale al encuentro constantemente, en lo más pequeño y escondido. No somos tan raros como nos pintan: encontramos la luz y quisimos regalarla a raudales. Porque la luz que no se saca, se pierde y se apaga. Esa es nuestra razón de ser, y esa debe de ser la vuestra, siempre: regalar la luz a los otros.
Es de noche. Mientras todos duermen y descansan, ¿te animas a salir y mirar las estrellas?
Con cariño: Melchor, Gaspar y Baltasar.
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