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sábado, 10 de enero de 2009

Cuestión de Fe

“Tanto si Dios existe como si no, le echamos mucho de menos”
Por Anthony Burgess

Me aburren los ateos, decía un célebre personaje de Heinrich Böll, porque siempre están hablando de Dios. No se refería el Nobel alemán a los agnósticos ni a los escépticos, respetables en su descreencia o en sus dudas como los creyentes en su fe, sino a los predicadores laicos que dan la misma tabarra que muchos de los religiosos, tan empeñados como ellos en la soflama de su proselitismo inverso.

En una sociedad abierta en la que a nadie se le imponen creencias ni se le persigue por ellas, y en la que la conciencia moral se considera generalizadamente un ámbito privado, el ateísmo militante o combatiente viene a resultar una modalidad como otra cualquiera de sectarismo. Libre, por supuesto, pero dogmática.

Con todo, el pensamiento materialista tiene en la filosofía y en la ciencia cumbres intelectuales dignas de máximo reconocimiento, que no merecen ser simplificadas con la torpeza ramplona de un eslogan publicitario como el de esos autobuses que van a circular por algunas capitales españolas, donde siempre resulta por cierto más confortable blasonar de ateísmo que en Teherán o Dubai. El esfuerzo de gente como Sartre, Ortega, Nieztche o Cioran, que ha destilado tanto sufrimiento en la agonía interior de su búsqueda o su desencuentro, no puede reducirse a la simpleza de una frase de zafio epicureísmo: «Dios no existe, así que ya puedes disfrutar de la vida». Por lo general, los tipos que han concluido honestamente la inexistencia de Dios lo han pasado bastante mal en su proceso reflexivo, y sin duda peor que la mayoría de quienes han creído hallar respuestas positivas a su inquietud de trascendencia. Es posible, e incluso aconsejable, cuestionar el carácter lenitivo o balsámico de la fe -lo hizo incluso un católico profundo como Graham Greene-, pero por respeto a los que se han interrogado por su ausencia cabe pedir que no se banalice su juicio ni su empeño.

Por lo demás, sólo desde la frivolidad del desconocimiento es posible suponer que los creyentes viven amargados. Yo conozco a bastantes a los que su fe les ilumina y fortalece, y en el resto no observo graves síntomas de quebranto existencial, al menos no mayores que en los agnósticos. Quizá los propagandistas de la campaña de marras, o sus patrocinadores, se hayan dejado influir por el aspecto apesadumbrado y tormentoso de ciertas muchedumbres fanáticas en esos países por los que nunca circulará su autobús, y en los que la ley confesional pesa de modo determinante en la conducta civil, social y privada de sus ciudadanos. Pero en las sociedades europeas la religión aparece como un fenómeno apacible, poco inquietante y, en ocasiones como la reciente Navidad, manifiestamente jubiloso. Nada de lo que haya, en todo caso, que preocuparse.

Ocurre que toda militancia, y determinado ateísmo también lo es, deviene inevitablemente miope, sectaria y maniquea. Cuando se hace de la certeza propia una categoría innegociable se cae a menudo en la simplificación y en la insustancialidad. Con fe o sin ella, porque eso no es cuestión de metafísica, sino tan sólo de inteligencia.

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