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lunes, 26 de enero de 2009

Desde qué nivel de la persona vivimos?


Con frecuencia me pregunto: “¿Cómo hago lo que tengo que hacer? Rezo, estudio, predico, recibo grupos y personas, visito las comunidades, etc. Pero ¿cómo hago todo eso?, ¿cómo implico mi persona en lo que hago?, ¿en qué forma me entrego a mis tareas cotidianas?

Porque es claro que ni psicológica ni espiritualmente somos planos sino que tenemos profundidad. Podemos vivir desde diversos niveles. La relación con los demás puede reducirse a un mero contacto superficial o puede ser comunión de corazones. La actividad puede ser un atolondrado y ruidoso activismo o puede ser dinamismo que brota del más puro compromiso y responsabilidad.

Es evidente que en la cultura actual se han multiplicado y diversificado las relaciones de todo tipo. Hay muchas más ofertas y más solicitaciones. Nuestra vida es más movida y agitada, menos recoleta y sosegada que en la anterior cultura predominantemente rural. Pero la multiplicidad y diversidad de relaciones con lo otro y con los otros no lleva necesariamente consigo más calidad de vida. A veces, aunque tampoco necesariamente, la cantidad va en detrimento de la calidad. Esto nos lleva a ser cautos para no creer ingenuamente que el recortar o el multiplicar la relación hacia afuera de nosotros mismos con personas, cosas, acontecimientos… lleva consigo cualificar mejor esa relación.

A mi parecer, la solución radical no está en aumentar o cortar las relaciones, en disminuir o intensificar las actividades, en estar más tiempo en casa con la familia o menos…, sino en el nivel desde el que vivimos las relaciones, actividades, trabajo, descanso, oraciones, etc.

Podemos vivir desde un nivel de superficialidad o de profundidad, desde la viabilidad de los estados emocionales o desde las convicciones, desde las reacciones primarias e instintivas o desde la acción pensada y serena, desde los gustos y caprichos o desde la atención a las necesidades de los demás, desde la imagen social o desde los criterios y valores personales, desde el acaparar egoísta o desde la donación generosa.

La calidad personal será proporcional al nivel desde el que vivimos el conjunto de acciones y pasiones, acontecimientos y comportamientos, estímulos y sentimientos de la vida diaria. Encerramos muchas posibilidades de ser, aunque tan sólo en una de ellas se encuentra nuestro verdadero ser a imagen y semejanza de Cristo, tan sólo en una que no hallaremos hasta que hayamos excluido todas aquellas posibilidades superficiales y cambiantes nacidas de la curiosidad, de la codicia, del egoísmo…

La maduración integral de la persona arranca del “corazón”, en sentido bíblico, es decir, del centro mismo de la persona y del creyente. No se reduce a una simple asimilación de usos y costumbres, a regirse por criterios ambientales, a moverse en las ondas fluctuantes de los estados de ánimo o de las satisfacciones primarias.

Desde el “corazón” como sede de la fe, del amor y de la esperanza, como lugar de la libertad y del discernimiento, se toman las decisiones, se establecen las relaciones con los demás, se realizan las tareas profesionales, se establecen las debidas renuncias, se dominan las oposiciones y resistencias interiores, se va impregnando toda la persona.

Es una relación de dentro hacia afuera y de fuera hacia dentro, ya que “el corazón” es el centro de confluencia de las impresiones que se reciben en los diversos niveles de la persona y es el centro rector de la conducta como respuesta a los estímulos.

Por eso no basta renovar el ambiente (crear nuevos ambientes), no basta renovar lo corporal (distinta valoración del cuerpo), no basta renovar lo afectivo (sentirnos de distinta manera), no basta renovar la inteligencia (pensar de distinta manera). Es preciso “nacer de nuevo”, ser recreado desde el “corazón”. Desde ahí y hacia ahí, todo lo demás. La ética cristiana no pretende simplemente ordenar la conducta humana sino “ordenar a la persona misma”. Estamos llamados a vivir desde la profundidad del “corazón”.

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