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lunes, 5 de enero de 2009

Epifanía del Señor: UNA TEOLOGÍA DE RODILLAS (Mt 2, 1-12)

Publicado por Monasterio Benedictino
Santa Maria de los Toldos

“Habiendo decidido la Providencia misericordiosa de Dios venir al final de los tiempos para socorrer al mundo en trance de perecer, determinó que la salvación de todos los pueblos habría de realizarse en Cristo. Estos pueblos son la numerosa descendencia prometida en otro tiempo al Santo Patriarca Abrahán. Esta descendencia no había sido engendrada por la carne sino que era fruto de la fecundidad de la fe, para dar al padre de las naciones la esperanza de una posteridad, no terrena, sino celestial... Que esta totalidad de las naciones entre, pues, a formar parte de la familia de los patriarcas, y que los hijos de la promesa reciban la bendición de la raza de Abrahán. Que todos los pueblos, personificados en los tres magos, adoren al Autor del universo, y que Dios sea conocido no sólo en Judea, sino también en todo el mundo a fin de que en todas partes sea grande su nombre en Israel (cf. Sal 75,2)...
David había anunciado este día en el salmo, cuando dijo: Vendrán todas las naciones a postrarse ante ti y a dar, Señor, gloria a tu nombre (Sal 85,9). Y en otro lugar: El Señor ha dado a conocer su salvación; a los ojos de las naciones ha revelado su justicia (Sal 97,2). Nosotros sabemos que estos vaticinios se han realizado desde el momento en que una estrella hizo partir a los magos de sus lejanos países y los condujo para que conocieran y adoraran al Rey del cielo y tierra. La docilidad a esta estrella nos invita a imitar su obediencia y nos impulsa, en la medida de nuestras posibilidades, a servir a esta gracia que llama a todos los hombres a Cristo...”(1).

UNA TEOLOGÍA DE RODILLAS

Después de haber meditado en la “teología del pesebre”, sobre la que nos hablan las lecturas bíblicas del tiempo navideño, alzamos nuestra mirada de fe hacia el horizonte del firmamento, para contemplar admirados la lluvia de estrellas que lo pueblan.
Todos tenemos una estrella que marca un rumbo y da un sentido a nuestra propia existencia, a nuestro peregrinar por la vida.
En el Antiguo Testamento se nos habla de un personaje muy simpático, medio adivino y medio charlatán, a quien Dios convirtió en profeta de la esperanza; se llamaba Balaam. Con mirada penetrante y contemplativa, vio surgir el lucero brillante de la mañana, presencia anticipada del Mesías esperado.
Nosotros también debemos otear el horizonte de la vida, para poder como los reyes magos del evangelio, discernir los signos de los tiempos, y adorar de rodillas, el misterio de un Dios encarnado, que se nos manifiesta en la debilidad de un niño.
Dios habría podido entrar en la historia de muchas maneras. Como un gran sabio, un político triunfador, un gran hombre de ciencia, un artista o deportista famoso. Esto le habría suscitado admiradores, pero también detractores.
En cambio, qué hombre de buena voluntad, pobre o rico, puede rechazar la presencia de un Niño, que con sus sonrisas y lágrimas, sin lugar a dudas cambiará nuestra vida y nos conducirá a partir de ahora, ¡por otro camino!


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[1] San León el Grande, Sermón 3 para la Epifanía, 1. 2. 3. 5; PL 54,240 ss. Trad. en Lecturas cristianas para nuestro tiempo, Madrid, Ed. Apostolado de la Prensa, 1971, C 1. León, que ostenta el título de Grande sobre todo por su contribución teórica y práctica al afianzamiento del primado de la Sede Apostólica romana, fue Papa de Roma entre 440 y 461, en el momento histórico en que el Imperio Romano se quebraba en Occidente ante el empuje de las invasiones bárbaras. León habría nacido en Toscana (¿o Roma?), hacia el fin del siglo IV. Antes de ser obispo de Roma ocupó una posición importante durante el pontificado de sus predecesores. León fue ante todo obispo de Roma y, por medio de sus frecuentes sermones dirigidos tanto al clero como al pueblo, buscó introducir a su comunidad en la celebración de los misterios de Cristo, proponiéndole la vivencia sincera de la vida bautismal, a la vez que procuró preservar a sus fieles de las herejías y los errores provenientes del paganismo. Después de veintiún años de pontificado arduo y difícil, murió el 10 de noviembre de 461. Nos legó 97 sermones y 173 cartas.

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