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viernes, 9 de enero de 2009

Han desaparecido las velas - Fiesta del Bautismo del Señor: (Mc 1,7-11)

Por A. Pronzato
Isaías 42, 1-4.6-7 Hechos 10, 34-38 Marcos 1, 6-11

Han puesto palos sobre del altar

Cuando he oído hablar del «pábilo vacilante», mi mirada se ha posado en las velas que estaban sobre el altar. Secundaban bien la idea.

Desde hace tiempo los curas, silenciosamente, han dado un golpe litúrgico haciendo desaparecer las viejas velas y sustituyéndolas por esas otras que pretenden imitarlas: palos tiesos, de un blanco irreal y un poco descolorido, y sobre ellos un pábilo que produce una pálida llamita, color... metálico, alimentada por un pequeño depósito que está dentro de un cilindro de plástico. En cuanto al efecto, son el equivalente a las lámparas de neón.

Sucede, a veces, en el curso de las celebraciones, que aquella llama lánguida exhala el último suspiro y tiene que correr el sacristán, con su paso renqueante, quien, con evidente fatiga e irritación, se pone a maniobrar (el amigo Santiago dice que practica la respiración boca a boca...) intentando hacer funcionar de nuevo aquella especie de vela, y la operación con frecuencia va para largo, con manifiesto solaz de los niños, en particular de los monaguillos, que evidentemente se alegran ante la candela que no quiere saber nada de volverse a encender, a pesar de que se tire del pábilo por el cuello.

Una vez, estando en el primer banco, me pareció ver por el aire un resorte negruzco, que el sacristán buscaba desesperadamente por la alfombra, mientras el celebrante lo miraba con ojos entre indignados y desconsolados.

Lo feo del asunto está en el hecho de que la desaparición de las viejas velas se ha hecho sin oír nuestro parecer, y parece que la operación se ha llevado a cabo en nombre del orden y de la limpieza, y también, por supuesto, de la eficacia.

Una luz fría

Las nuevas velas parecen centinelas empalados y vigilantes: algo frío, artificial, sin un brillo de vida.

Las gloriosas velas de antes olían un poco, especialmente cuando la cera no era de primera clase. Estas huelen, incluso a distancia, a laboratorio farmacéutico.

Por no hablar de las diabluras eléctricas, desplegadas gracias al progreso técnico. En una iglesia de ciudad me quedé pasmado a la vista de la lámpara del sagrario, de tipo futurista: había filamentos que producían un centelleo intermitente. Y me parecía que dentro de aquel trasto rojo estaba metida una lagartija que se agitaba porque se sentía atacada por descargas eléctricas. Una tortura para los ojos.

Y hasta el cirio pascual se ha transformado en una columna lisa blanca, que da la impresión de un bastón para ciegos.

Y después los curas siguen hablándonos de «signos» y acusándonos de que no sabemos leerlos. Alguno defiende que hay que inventar signos nuevos, que sustituyan a los tradicionales, pertenecientes a otro tipo de cultura. Pero si los signos nuevos son esa especie de crepitante llama oxhídrica que despunta de aquellos palos blancos, ¡bah!, dan ganas de pedir: dadnos de nuevo las viejas velas que goteaban.

La vela que se gastaba y producía la llama precisamente consumiéndose gota a gota, ¿no era quizás un signo que todos eran capaces de entender?

¿Y dónde ha ido a parar la idea del calor? No quisiera ser malo: pero las nuevas pseudovelas de neón representan bien el estilo de cierta predicación (obviamente no me refiero a nuestro párroco): algo impersonal, anónimo, intelectualístico, un producto artificial, sin un mínimo de espontaneidad.

La viejas velas producían una luz cálida, familiar, serenante. Las de hoy tienen un no sé que de gélido, me atrevería a decir de fantasmal.

Queridos curas, que incluso viajáis mucho al extranjero: cuando vayáis a la Suiza interior o a Alemania, mirad por favor el lugar que ocupan (también en el ámbito de la casa) las velas en esos países.

Queridos curas, es buena salida denunciar que nuestra fe es como esa del «pábilo vacilante». Pero vosotros, para reanimar esa llama, no habéis encontrado mejor cosa que apagar sobre el altar las viejas, robustas velas. Me diréis que esas son menudencias, cosas secundarias, que los problemas reales son otros y de mayor alcance. Pero para mí queda aún pendiente una pregunta importante: ¿modernidad a toda costa o autenticidad? ¿artificiosidad o naturalidad? ¿plástica religiosa o materia viva? ¿Por dónde empezar?

He divagado y no me arrepiento, y además creo que no he perdido, mientras tanto, el hilo del tema desarrollado por el predicador dominical.

El ha sintetizado el asunto del pábilo vacilante y de la caña cascada que parece que está a punto de romperse, poniéndolo en estos términos: ¿volver a comenzar de cero o partir de eso poco de bueno y de válido que sobrevive? Y si no es el caso -según las indicaciones de Isaías- de demoler todo para proceder a reconstruir todo desde el principio, ¿por dónde comenzar? ¿en qué punto está? ¿cuáles son los muros inestables y cuáles los que ofrecen garantías de seguridad? ¿y todavía se puede hablar de cimientos, o más bien no se pone uno en peligro de levantar una construcción postiza sobre bases frágiles o incluso inexistentes?

Como se ve, una hermosa serie de interrogantes, que revelan todas las trabas y las incertidumbres en que se encuentran los responsables de la comunidad. Dan ganas de decir: asuntos vuestros, allá os las arregléis. Sin embargo son asuntos también nuestros y es oportuno que los veamos juntos (a lo mejor a partir del feo tinglado de las velas jubiladas por la vía rápida, después de un ejercicio ejemplar, que podía haber continuado todavía largo tiempo; e incluyendo también otras cosas que se han liquidado con excesiva precipitación, sin haberse preocupado previamente de reemplazarlas con otra cosa; y tengo que confesar que si los sustitutos son esos chismes que veo sobre el altar, lo menos que se puede decir es que nos encontramos frente a fenómenos de mal gusto, como ese otro de ciertas piezas musicales que han suplantado a los cánticos de antes, que el joven coadjutor ha denunciado como «pasados de moda». Pero me doy cuenta de que estoy divagando otra vez...).

El párroco después ha tocado otros puntos: por ejemplo, ha dejado bien claro cómo el siervo del Señor adopta un estilo de discreción, respeto, delicadeza, pero sin dejar de proclamar «fielmente el derecho».

Ha sobrevolado sobre un detalle, que a mí, sin embargo, me interesa mucho: «no voceará por las calles». Por mi cuenta, sostengo que hoy se habla más de la cuenta en las plazas, y demasiado poco al secreto de lo corazones.

Y pienso también que es una tendencia peligrosa gritar en las plazas sobre ciertos temas, mientras que la voz se hace extremadamente débil -si no muda- cuando se trata de denunciar a tiempo injusticias y crímenes horribles. Y también cuando la condena aparece severa, el blanco es casi siempre el mismo. Sí: existen «dictaduras infames» y otras dictaduras que actúan (y torturan y matan y hacen desaparecer a las personas) por el bien. Y decir que Pedro advierte que «Dios no hace distinciones». Fin del desahogo personal.

Refiriéndose a la frase «no vacilará ni se quebrará», el cura ha hecho públicamente una especie de examen de conciencia personal, reconociéndose culpable en este punto concreto. He apreciado la sinceridad.

Después ha dicho que hoy harían falta siervos del Señor capaces de hacer salir de las innumerables prisiones a hombres que presumen de ser libres.

Comentando la constatación de Pedro, a la que ya he aludido, según el cual «Dios no hace distinciones», se ha atrevido a decir que existe el bien y la verdad también en quien no es muy «practicante» en asunto de religión, pero practica la justicia y la honestidad. Y he podido advertir que algún fiel inoxidable, que tenía al lado, ha arrugado la nariz, una manera enmascarada de expresar desaprobación. Evidentemente, para alguno el sello religioso debería cubrir también los negocios sucios, convirtiéndolos en obras buenas.

Después, hablando de «Jesús de Nazaret que pasó haciendo el bien...», ha dicho que si cada cristiano se contentase con hacer un poco de bien de manera constante y no sólo episódica, habría ya realizado un hermoso programa, de gran utilidad para todos.

Luego, refiriéndose específicamente al bautismo de Jesús, ha precisado que no basta la legitimación de la misión que ha venido de lo alto: «Tú eres mi hijo amado, mi preferido»; es necesario que se dé también una legitimación desde abajo, que además es la nuestra, y que se manifiesta obedeciendo su palabra.

Y, por mi parte, he añadido mentalmente (en la iglesia uno tiene que contentarse con eso) que lo mismo tendría que valer para los curas y para los obispos: hace falta que se dé una autenticación, no sólo desde arriba, sino también desde abajo. No quiero decir que el elegido deba satisfacer nuestros gustos. Sin embargo, la comunidad debería reconocerse también en su pastor.

Finalmente no podía faltar una alusión a nuestro bautismo. Aquí el predicador ha vuelto a proponer una fórmula muy querida para él: «Tenemos que reapropiarnos de nuestro bautismo». Pero he tenido la sensación de que apretaba demasiado el resorte de los compromisos asumidos por los otros, en el caso de los padrinos y de los padres, que hay que asumir cuando uno llega a adulto. Sostengo que no se trata sólo de deberes, y que es necesario reapropiarse también del don, de la dignidad y de la herencia de los hijos.

Pero, quizás, al final me he distraído de nuevo. En parte, porque del altar ha saltado ese dichoso muelle de una de las velas, produciendo el efecto de un minúsculo fuego artificial inmediatamente abortado. Signo de eso en que se ha convertido el bautismo de muchos de nosotros.

De todos modos, me he sorprendido soñando que el sacristán se había ido a hurgar en los grandes armarios y llegaba al presbiterio con una vela vieja, anunciando: «Esta sólo se apaga al final...».

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