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viernes, 30 de enero de 2009

IV Domingo del T. O. - Ciclo B: Liberar de la posesión (Mc 1,21-28)

Por Jesús Burgaleta
Palabra del Domingo. Homilías ciclo B. PPC. Madrid, 1984, pp. 109-111
Publicado por El Libro de Arena

Es muy fácil echarle la culpa de todo al «Diablo» y, además, decir: las narraciones del evangelio son ingenuas. Y nos quedamos tan tranquilos. Nos vamos a casa con la impresión de haber escuchado un texto curioso y un tanto exótico, preludio de una película de terror.
Que estas narraciones reflejan otros tiempos, otras culturas, otras concepciones de mundo, es indudable. Pero debajo de ellas hay latente una realidad y unas actitudes universales, que nos harían demasiado ingenuos si no las tomáramos en serio.
¿Quién de nosotros cree que no está de un modo o de otro «poseído»?
Estamos penetrados de fuerzas que nos destruyen desde el tuétano de los huesos.
Todos los días se nos oye decir: quiero, pero no puedo; me gustaría…, pero algo me retiene…, siento la llamada…, pero estoy atado por cadenas más fuertes que mi impulso. Entrevemos el proyecto de nuestra maduración personal, pero… nos vemos impedidos, agarrados, poseídos «por un no se sabe qué», que hace imposible todo empeño.
Estamos «poseídos», desde niños, por valores, actitudes, criterios, comportamientos, todo tipo de educación y consejos. Nos han atado en la escuela, en la familia, en el trato diario con los demás. Un mal estilo de ser persona y de relacionarnos con los otros se nos ha colado por el cuerpo, calándonos hasta la médula. Hasta el espíritu, lo más radical de nosotros, está como «poseído».
Nos han inculcado por doquier –son criterios comunes de la sociedad donde vivimos– que el más puede, más vale; que el que más vale, más triunfa; que el que más triunfa, más tiene; que el que más tiene, más puede. Y este círculo, infernal, se repite como una rueda de fuego dentro y fuera de nosotros mismos. De este modo nos posee la ambición, el deseo de tener, la competitividad inmisericorde, la agresividad, el atropello del otro, la atención exclusiva a los propios problemas. Se masca un criterio fundamental: ¡Sálveme yo y sálvese quien pueda! Y otro paralelo: ¡Sálveme yo, aunque los demás se hundan! Y, en consecuencia, no importa que por conseguir mi bien los demás queden en la cuneta.
Esto es «posesión», espíritu dañino, tortura interior –no deja vivir– y tortura para los demás –impide vivir–. Estamos agarrados, penetrados, cogidos y atados muy bien.
El espectáculo de «posesión» que padecen también la sociedad y los pueblos es inimaginable. Estamos tan acostumbrados al mal reinante, que nos parece lo más natural. No sólo nos tienen cogidos por el cuello con mano de hierro (intereses, misiles, amenazas, espionaje, comercio, tensiones, dependencia, ocupación, guerra…), sino que también nos tienen agarrados por dentro. Estamos poseídos por el miedo a la destrucción; se ve con naturalidad la dependencia de todo tipo, el vasallaje, el impuesto indirecto, la tensión. Nos llega a extrañar que algún osado pueblo, ya ahogado, trate de respirar, de ser libre. ¡Desequilibran el infernal equilibrio de los depredadores del globo!
Se domina, en nombre del servicio y salvaguarda de los intereses de todos; se quita la libertad, para defender la libertad; se aplasta a los pueblos, bajo el pretexto de mantener reservas democráticas. Todo esto, lo llamemos como lo llamemos, es demoníaco. Es la Ceremonia universal de la confusión como sistema.
Jesús marca otro camino. «Enseña» «con autoridad« a los hombres, despertando sus conciencias, para que caigamos en la cuenta de lo que otros maestros, muy listos, quieren ocultar.
Jesús descubre esta situación de «posesión» y se enfrenta a ella con autoridad. El proyecto de Jesús es todo lo contrario de un hombre y un pueblo poseídos. Por eso se rebela contra Él el espíritu que aplasta: «¿Qué quieres de nosotros? ¿Has venido a acabar con nosotros?».
Sí, Jesús ha venido a acabar con la posesión; a soltar al hombre de las amarras que lo tienen atado; a desenredarlo de la red que lo enmaraña; a liberarlo desde lo más profundo de su ser: «Jesús lo increpó: Cállate y sal de él… Y salió».
La misma misión de Jesús en contra de la «posesión» la hemos heredado los discípulos: liberar a los hombres de lo que les ata.
Para terminar preguntarnos: «Estoy yo liberado o aún hay en mi fuerzas destructivas que me poseen?

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