“Llegó a Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza. Era ciertamente lógico que la muchedumbre se sintiera abrumada por el peso de sus palabras y desfalleciera ante la sublimidad de sus preceptos. Pero no. Era tal el poder de convicción del Maestro, que no sólo convenció a muchos de sus oyentes causándoles una profunda admiración, sino que, por el solo placer de escucharle, muchos no acertaban a separarse de él, aun después de acabado el discurso. De hecho, cuando hubo bajado del monte, no se dispersaron sus oyentes, sino que le siguió toda la concurrencia: ¡tanto amor a su doctrina supo infundirles! Y lo que sobre todo admiraban era su autoridad.
Pues Cristo no hablaba apoyando sus afirmaciones en la autoridad de otro, como lo hacían los profetas o el mismo Moisés, sino dejando siempre claro que era él en quien residía la autoridad…”(1).
¡EL INTERLOCUTOR VÁLIDO!
En la filmografía moderna, está muy difundida la temática relacionada con los endemoniados y los exorcismos. Y no se limita a ambientes restringidos, sino que también a nivel de iglesia se le está dando cada vez mayor importancia, ya que se trata de un problema serio y nada nuevo por cierto.
Pero es bueno tener presente que en la vida cotidiana, tal vez sin tanto estrépito, todos llevamos en nuestros corazones algo de ángeles y mucho de demonios…
Como en el personaje del evangelio, sabemos reconocer y aún proclamar al Señor… Sin embargo, nos sentimos maniatados e impotentes frente a este misterio de iniquidad que nos tiene dominados y que no nos permite liberarnos de su presencia y de su poder.
Ante esta situación dramática solo la palabra Jesús podrá salvarnos. Él es el único interlocutor válido que nos habla de una manera nueva.
En el mundo de hoy y frente a las crisis que lo agobian, surgen permanentemente falsos profetas, que predican curaciones para los conflictos que atormentan a los hombres.
Pero estos sanadores de las miserias humanas carecen de la autoridad con que Jesús arranca de lo más hondo de nuestros corazones, la impureza del pecado y la influencia del maligno.
“¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!” (Rm 7,24).
[1] San Juan Crisóstomo, Homilía 25 sobre el evangelio de san Mateo, 1 (PG 57,327). San Juan Crisóstomo (nació hacia 344-354), afamado rétor y fino exegeta, primero asceta y monje; luego, diácono y presbítero en Antioquía; después obispo de Constantinopla (año 398). Aquí su seriedad de reformador y también su falta de tacto le llevaron a serios conflictos con obispos y con la corte imperial. Depuesto y desterrado, sus tribulaciones y muerte (14.09.407) en el exilio fueron una dolorosa prueba martirial para él y para el sector de la comunidad eclesial que se le mantuvo fiel. Su afamada elocuencia le valió el título de “Crisóstomo”, es decir: “Boca de Oro”, que le fue dado en el siglo VI.
Pues Cristo no hablaba apoyando sus afirmaciones en la autoridad de otro, como lo hacían los profetas o el mismo Moisés, sino dejando siempre claro que era él en quien residía la autoridad…”(1).
¡EL INTERLOCUTOR VÁLIDO!
En la filmografía moderna, está muy difundida la temática relacionada con los endemoniados y los exorcismos. Y no se limita a ambientes restringidos, sino que también a nivel de iglesia se le está dando cada vez mayor importancia, ya que se trata de un problema serio y nada nuevo por cierto.
Pero es bueno tener presente que en la vida cotidiana, tal vez sin tanto estrépito, todos llevamos en nuestros corazones algo de ángeles y mucho de demonios…
Como en el personaje del evangelio, sabemos reconocer y aún proclamar al Señor… Sin embargo, nos sentimos maniatados e impotentes frente a este misterio de iniquidad que nos tiene dominados y que no nos permite liberarnos de su presencia y de su poder.
Ante esta situación dramática solo la palabra Jesús podrá salvarnos. Él es el único interlocutor válido que nos habla de una manera nueva.
En el mundo de hoy y frente a las crisis que lo agobian, surgen permanentemente falsos profetas, que predican curaciones para los conflictos que atormentan a los hombres.
Pero estos sanadores de las miserias humanas carecen de la autoridad con que Jesús arranca de lo más hondo de nuestros corazones, la impureza del pecado y la influencia del maligno.
“¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!” (Rm 7,24).
[1] San Juan Crisóstomo, Homilía 25 sobre el evangelio de san Mateo, 1 (PG 57,327). San Juan Crisóstomo (nació hacia 344-354), afamado rétor y fino exegeta, primero asceta y monje; luego, diácono y presbítero en Antioquía; después obispo de Constantinopla (año 398). Aquí su seriedad de reformador y también su falta de tacto le llevaron a serios conflictos con obispos y con la corte imperial. Depuesto y desterrado, sus tribulaciones y muerte (14.09.407) en el exilio fueron una dolorosa prueba martirial para él y para el sector de la comunidad eclesial que se le mantuvo fiel. Su afamada elocuencia le valió el título de “Crisóstomo”, es decir: “Boca de Oro”, que le fue dado en el siglo VI.
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